– Eso es absurdo. Tú has sido el que más ha insistido para que lo deje todo. Partir desde cero, vivir con tu sueldo un tiempo… ¿No era esa toda la historia?
– Y lo sigue siendo.
– ¿Pero?
– Pero no quiero que te pases el resto de la vida con esa espina clavada… Está claro que sigues dándole vueltas al tema, quieres cazarlo… Bien, adelante. No me gusta, pero menos aún que lo dejes después de hacer un falso positivo…
– El falso positivo no ha tenido nada que ver. -Apreté los dientes-. Lo he dejado porque tú me lo pedías. ¿No querías mantenerme?
Todo rastro de dulzura se borró por completo de su semblante. «Otra vez la has cagado, Diana», me reproché.
– No, no quiero mantenerte, y me ofende que digas eso -repuso Miguel-. Quiero que dejes el trabajo, sí, pero si tuvieras cualquier otra profesión, no te lo pediría.
Sabía a qué se refería, y no dije nada. Pese a ello, no me gustaba que me protegiera tanto. Su preocupación por mí era como el roce de algo suave contra una zona muy sensible de mi cuerpo: al mismo tiempo agradable y molesto.
– ¿Sabes? -prosiguió-. Padilla visitó hace poco a Claudia Cabildo… Me contó cómo estaba… -Bajó la cabeza y durante un instante solo contemplé su cabello grisáceo-. Yo pensé que… que no quería que te convirtieras en eso por nada del mundo, si es que tienes la mala suerte de sobrevivir a algo así… No quiero que sigas, Diana. Y ahora menos que nunca…
A Claudia Cabildo la había capturado un psico llamado Renard tres años atrás. Yo también la visitaba de vez en cuando, y sabía lo que Renard le había hecho. En aquel momento no quería recordarlo.
Respiré hondo en la pausa que siguió y suavicé la voz.
– No voy seguir, Miguel. Tomé una decisión. He dicho que lo dejo, y eso es lo que haré. Supongo que lo que me ocurre es que necesito tiempo para asumirlo…
– Hablas como si se tratara de una ruptura amorosa -ironizó.
Pensé un instante en aquello. No se me había ocurrido verlo de esa forma.
– Creo que era Víctor Gens quien decía que abandonar a alguien a quien odias es como abandonar a quien amas -repuse-: ambas cosas te crean un vacío.
– Víctor Gens era un guarro.
Me eché a reír.
– Tú no te quedas atrás -dije, pensando que era imposible no amar al hombre que te hace reír cuando te sientes tan mal-. Creo que podré vivir sin ser cebo, si me ayudas.
A veces tenía la sensación de que protagonizaba una obra romántica, muy ingenua, muy vacua. Cuando nos abrazamos en ese instante me ocurrió así, incluso imaginé que podía sonar alguna clase de música. Me sentía amada y confortada, a resguardo en aquel pecho fuerte, envuelta por sus brazos como por un manto de seda, pero a la vez tonta y débil, como si una parte de mí no estuviera conforme con aquella entrega. Un perro que se dejaba acariciar el vientre, pero que también tenía ganas de morder.
Cuando dejamos de abrazarnos, Miguel pareció sufrir un ataque de timidez. Fingió observar la cubierta de un holovídeo que había dejado en la estantería cuando entramos en la «habitación de la sinceridad», un ensayo de Altea, uno de los más atroces sobre máscara de Inocencia que se habían hecho jamás, con el uso de cebos involuntarios y auspiciado por el FBI. Recordé que Gens añadía: «Lo hicieron cuando el FBI era una institución seria». Me pregunté, no por primera vez, si el cambio de trabajo de Miguel lo había convertido a él también en una «institución seria». Llevaba ya más de dos años en su actual puesto, tras retirarse como cebo a una edad, los cuarenta, en que la mayoría de nosotros estábamos muertos o habíamos «caído al foso», si no nos habíamos retirado antes. Sin embargo, Miguel no parecía afectado por sus experiencias.
Entonces dejó de mirar el holovídeo y se volvió hacia mí.
– Hay… algo más, Diana. Padilla no ha querido contártelo… -Lo que vi en sus ojos hizo que me estremeciera. Agregó, tragando saliva-: Es sobre tu hermana.
5
Resulta difícil moverse libremente por Los Guardeses, como por cualquier otro teatro de la policía. No es que haya una vigilancia sofisticada, con agentes armados y complejos aparatos electrónicos, que por otra parte son inútiles, ya que la tecnología más avanzada puede ser superada por otra nueva y los hombres mejor entrenados son fácilmente abatidos por hombres aún mejores. El edificio en sí tampoco tiene nada de especiaclass="underline" es una finca rústica a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Madrid, de paredes de piedra, dos plantas y un extenso sótano. Cuando hay ensayos se llena de coches y varios camiones que aparcan a la entrada, y al acabar el trabajo todo el mundo se larga y no queda ni rastro de lo que han hecho, salvo quizá los objetos de la «habitación de la sinceridad» y algún mobiliario disperso. Un visitante casual pensaría que se está rodando una película. A la entrada, en el aparcamiento, un simple vigilante de seguridad pide algún tipo de identificación tras un saludo ceremonioso, nada más. Ni perros guardianes, ni francotiradores, ni alambradas. Y sin embargo, como en el cuento de Cortázar, pobre del desgraciado que quiera entrar en la «casa tomada» de un teatro durante un ensayo con cebos.
Pese a todo, cuando Miguel terminó de hablar, apreté los dientes, di media vuelta y salí de la «habitación de la sinceridad» sin decir media palabra, ignorando sus llamadas y el paso de colegas y técnicos a mi alrededor. Manteniendo la vista en el suelo, como solemos movernos en los teatros, sin mirar a nadie ni hablar con nadie, crucé el vestíbulo y antes de llegar al salón de ocio (un cuarto grande con una mesa de ping-pong, algunos aparatos para hacer deporte y un dispensador portátil de bebidas no alcohólicas), torcí hacia la escalera que llevaba a los escenarios del sótano. En la pizarra de la puerta, al pie de la escalera, estaba escrita la máscara que en aquel momento se ensayaba: Orgía. «Suena bien», había añadido algún gracioso con letra apresurada debajo. Yo no era fílica de Orgía, pero ciertos gestos de aquella máscara podían perturbarme, de modo que agradecí el aviso. Empujé la puerta y entré en la oscuridad.
Había cuatro escenarios iluminados con un par o tres de cebos en cada uno. Los menores de edad ocupaban uno, y en los otros tres había adultos jóvenes. En todos se ensayaba Orgía, y la atmósfera era densa, casi pegajosa. Podían escucharse en el aire jadeos y breves textos de Shakespeare, mezclados con las escuetas instrucciones de los preparadores. Avancé sorteando figuras en penumbra hasta detenerme frente al último escenario de la sala.
Allí estaba mi hermana. El decorado eran unos cuantos cubos de madera iluminados por focos, y Vera rodaba por el suelo junto a ellos. Mientras yo la observaba se le unió Elisa Monasterio. Ambas estaban desnudas, y se enzarzaron en una coreografía de caricias no consumadas, como si algo les impidiera tocarse. Elisa lo hacía muy bien, profesionalmente, pero observé con pena que Vera se equivocaba porque pretendía hacerlo bien. Ponía voluntad, lo cual era un error de novato. Todavía ignoraba que el trabajo del cebo no consistía tanto en engañar a otros como a nosotros mismos. Nuestra mayor fuerza residía en no ser conscientes de la fuerza que poseíamos.
Elisa también era novata, pero no albergué ninguna duda sobre que llegaría a ser un cebo muy valioso. En cambio, Vera seguía aún muy verde.
Cuando llegó el momento de interpretar la escena de la máscara -el diálogo entre Gloucester y Ana en Ricardo III-, Elisa lo hizo de manera maravillosamente simple:
– «Que la negra noche ensombrezca tu día, y la muerte tu vida…»
Vera le daba la réplica:
– «No te maldigas a ti misma, bella criatura, porque eres ambas cosas…»
El ensayo era un ejercicio casi inofensivo basado en los estudios del grupo FOX. Normalmente no me hubiese afectado, pero mientras las observaba empecé a sentirme como si hubiese bebido un vasito de licor fuerte. Pensé entonces en algo que no se me había ocurrido antes: la máscara de Orgía precisaba que el cebo fuese rechazado por la conciencia de la presa para conseguir el enganche, de igual manera que el personaje de Ana se dejaba tentar por el deforme Gloucester pese a aborrecerlo, y el hecho de que uno de los participantes fuera mi hermana, sin duda, me provocaba aquel rechazo con más facilidad, y por tanto aquel deseo creciente en mi psinoma. Decidí interrumpirlas. No quería correr el riesgo de quedar enganchada con mi propia hermana.