Varias caras se volvieron hacia mí cuando intervine. El entrenador, un tipo musculoso y calvo con fuerte acento alemán, puso cara de fastidio pero me dio permiso para hablar «urgentemente» con Vera. Nos dirigimos al camerino, y me desagradó que Elisa nos siguiera, como si formara una parte indivisible con Vera o quisiera protegerla de mi mala influencia.
El camerino era una habitación estrecha con anaqueles negros, el clásico espejo con bombillas y una cómoda. Había albornoces colgados, pero ninguna de las dos hizo ademán de vestirse. Elisa, quizá con el fin de tener una excusa para quedarse, comenzó a calzarse unas medias de retícula. Vera sacó un echarpe de seda brillante y lo alisó. Ambas se lanzaban sonrisas cómplices, como colegialas.
– Eli me dijo que te había visto en el teatro con Miguel. -Vera semejaba estar muy contenta-. ¿Te ha gustado nuestra «función»?
– ¿Podemos hablar tú y yo a solas, por favor? -pregunté descaradamente.
– Oh, ¿así que es confidencial? -Vera jugaba con el echarpe cubriéndose los pechos-. ¿De hermana a hermana?
Yo sabía que intentaba provocarme, pero no la complací.
– Es igual -dijo Elisa con suavidad gatuna, acariciando lánguidamente una lámpara alta junto a la pared-. Ya me voy.
Posó el índice en sus labios, lo besó y rozó con él los labios de Vera. Al pasar junto a mí me lanzó una sonrisa picara. Se la devolví. No estaba enfadada con ella, y a decir verdad tampoco con Vera. Ambas eran muy jóvenes y gozaban de ser cebos, como todos nosotros. Yo había pasado por ese período y lo conocía bien: la sensación de tener a otros en tu poder, de conseguir lo que quieras de los demás solo con moverte y hablar. El sueño de que, hasta el final, eres dueña de tu propio destino y del de aquellos que te rodean, como cree el malvado rey Ricardo III en la tragedia de Shakespeare.
A solas, Vera cambió de actitud y se mostró impaciente. Se arrolló el echarpe al cuello y me dio la espalda para elegir un albornoz.
– Acaba cuanto antes, hermanita -dijo-. Tengo que seguir ensayando.
Me quedé mirándola un instante. Casi me afectó su extrema juventud, reflejada en aquella piel tersa y brillante. Vera no era tan alta como yo, pero estaba muy bien formada. Su cabello, a diferencia del mío, que llevo por los hombros y es trigueño, era muy largo y de color casi negro, y la humedad de una ducha reciente lo oscurecía aún más. De espaldas parecía más adulta, porque sus pechos pequeños y el resplandor de su sonrisa revelaban ingenuidad, pero su entrenamiento físico se notaba en los músculos. Me gustaba verla. La amaba con todas mis fuerzas. Era mi hermana, lo único que me quedaba en el mundo. Habíamos vivido juntas hasta que ella había cumplido la edad en la que yo me había convertido en cebo -los quince-, pero había decidido no dejarla sola jamás. Y protegerla.
– Ya sabes lo que quiero -afirmé.
Había descolgado el albornoz, pero no se lo puso. Cuando se volvió hacia mí, parte del cabello le caía sobre el rostro.
– Así que ya te has enterado. Sabía que el bueno de Miguel no se callaría…
– Y ahora que ya lo sé, he venido a decirte que no puedes.
– Para su información, le comunicamos que Vera tiene dieciocho años y el mes que viene cumplirá diecinueve -replicó, acentuando las cifras-. Déjame vivir mi vida.
– Eso es exactamente lo que quiero: que vivas. Por eso no vas a participar en la cacería del Espectador. Solo quería decirte eso. Nos vemos luego.
Sus palabras, pronunciadas entre dientes, me detuvieron cuando me giré.
– ¡Vete a tomar por el culo, hermanita!
– Voy a hablar con Padilla, que es más o menos lo mismo.
– ¡No tienes ningún derecho a decirme lo que debo o no debo hacer!
– Soy, precisamente, la persona que tiene todo el derecho del mundo a decírtelo. Y sé de qué va esto, además.
– ¡Yo también sé de qué va esto!
– Tú no tienes ni puta idea. El Espectador es caza mayor, Vera.
– ¿Y qué?
– Que no estás preparada, sencillamente.
– ¡Padilla cree que sí lo estoy! -Su aparente control se agrietaba. Yo buscaba eso: indignarla, hacerle pasar una rabieta, mostrarle lo infantil que todavía seguía siendo.
– No grites, por favor. A Padilla solo le interesa justificar su sueldo a fin de mes y moderar los gastos. Han recortado el presupuesto para cebos con experiencia y están usando a estudiantes. Muy bien, allá él. Pero tú no jugarás en el equipo.
– ¿Y cómo lo vas a impedir, Diana? -Compuso una mueca que me dolió, por lo mucho que me recordaba a mamá cuando se encrespaba-. ¿Te acostarás con él a cambio de que me deje fuera? ¿Le harás una Orgía, como las que hacías para Gens en la granja?
No me importó su ataque. Sabía que Vera envidiaba mi aprendizaje con Gens.
– Padilla hará lo que yo le diga.
Aquella simple respuesta la detuvo. Su rostro semejó un estanque helado sobre el que de repente yo hubiese apoyado la bota. Me dio pena comprobar cómo suavizaba el tono y presionaba otros resortes.
– Escucha, he estado preparándome y sé que puedo hacerlo… Elisa me ha visto y también lo cree. A ella la han elegido para esta noche. Hemos practicado juntas…
Pensé en decirle que Elisa Monasterio tampoco serviría, que usarla para cazar al Espectador era como enviarla a un barranco con los ojos vendados, pero decidí concederle una tregua. A mi hermana le costaba rogarme: era fílica de Petición, y no se le daba bien implorar. Siempre había imaginado que, si tenía suerte, Vera se uniría a un hombre (o a una mujer, pues sabía que Elisa y ella eran más que amigas) a quien miraría como me estaba mirando a mí, obligándolo a comportarse como un corderito.
– Solamente te pido una oportunidad, Diana. Confía en mí, por favor. Toda la vida me has visto como a una niña pequeña que se toma el trabajo como una diversión… No lo haces con mala intención, lo sé… Quieres cuidarme, protegerme, y te lo agradezco. Pero ya no soy una niña -añadió con toda la seriedad que pudo, y se apartó del cuerpo el albornoz que aún sostenía, quizá para mostrarme lo mujer que creía ser-. Y este trabajo es mi vida. Me pasa como a ti… Tú lo has dado todo por esto, ¿no? Has hecho cosas… terribles… por papá y mamá, ¿verdad? Por su memoria… Eres el mejor cebo del mundo, y jamás lo dejarás… No me pidas que lo deje yo.
Era el momento que esperaba. No cambié de expresión al hablar.
– Voy a dejarlo, Vera.
Me miró como si yo fuese una alucinación.
– ¿Qué?
– Vine al teatro a presentar mi dimisión a Padilla. Ya hablé con Álvarez.
– ¿Hablas… hablas en serio?
– Totalmente.
– ¿Cuándo lo decidiste? -Lo decía como si se tratara de algo espantoso.
– He estado pensándolo desde hace meses. Pero fue este fin de semana.
– No… no sabía nada…
– No quería que lo supieras hasta que no se hiciera oficial. Ahora ya lo sabes.
Además de Vera y Padilla, había pensado en decírselo a otras dos personas más. Una de ellas sería Claudia Cabildo.
Y también se lo contaría al señor Peoples, pero por teléfono.
Jamás iría a ver al señor Peoples, ni siquiera para esto. Solo la posibilidad de verlo me hacía estremecer de pies a cabeza y un sudor frío bajaba por mi espalda. Se lo diría por teléfono. Una llamada muy breve.
Vera movía la cabeza, aturdida.
– Pero… ¿por qué?