Me encogí de hombros.
– Quiero vivir una vida normal junto a Miguel. Creo que tengo derecho, ¿no?
– ¿Y vas a abandonar al Espectador? -Su tono era el de quien pregunta si iba a abandonar al hombre al que amaba-. ¿Vas a dejarle que siga haciendo lo que hace? ¿Qué… qué coño te pasa?
– Cuida tu lenguaje -le reproché-. Y para contestarte, te diré que estoy harta de vivir odiando. Ahora quiero saber lo que se siente cuando amas a alguien. Solo para variar. Por cierto, te animo a que hagas lo mismo, Vera. La vida tiene otras cosas, y deberías probarlas. Directora de cine era otro de tus sueños, ¿recuerdas? ¿Por qué no lo intentas? Puedo ayudarte, tengo dinero…
– No quiero tu asqueroso dinero -dijo, poniéndose el albornoz lentamente. En el espejo, a su espalda, vi cómo sus manos sacaban su larga mata de pelo por fuera del cuello de la prenda.
– Vera -musité-. Podemos intentar llevar una vida normal… las dos.
Sonaron unos golpecitos y la puerta se abrió. Me hallaba tan cerca que casi me dio en la espalda. El rostro alargado de Elisa Monasterio asomó por la abertura.
– Perdonad. ¿Os falta mucho? Hermann dice que tenemos que seguir, Vera.
Ambas le dijimos «enseguida», y ella nos miró con suspicacia y, en mi opinión, con un poco de descaro. Yo sabía que Vera no iba ni al baño sin contárselo antes a «Eli», y esa intimidad me indignaba. Sin embargo, cuando la puerta se cerró, mi hermana parecía más tranquila.
– Hagamos una cosa -dijo-. Déjame seguir con el Espectador. Cuando lo cacen, te juro que pensaré en serio en dejar esto.
Traté de reunir paciencia.
– Vera: el Espectador es lo más peligroso que hemos tenido desde hace mucho tiempo. Los perfis todavía no lo comprenden…
– No va a pasarme nada, y lo sabes. Nunca picará con una inexperta. Tú misma lo dices: Padilla nos usa para justificarse. Caerá con una de vosotras… -Se interrumpió-. O con una de tus compañeras, si tú lo dejas… Yo solo quiero participar. ¡Sabes bien que no voy a lograr atraerlo! -Parecía decepcionada, como si se quejara de que un guapo actor de cine no se fijase en ella entre la multitud de admiradores.
Pero se equivocaba, por supuesto. El Espectador era un lobo entre corderos. Podía elegir a cualquiera. Solo tenía que apuntar con el dedo para devorar a otra.
– Te pido solo esto -insistió-. Llevo cuatro años preparándome para ser cebo…
– Yo nunca quise que lo fueras. Pero tú tenías que hacer todo lo que yo hacía.
– Pero ya lo soy, es lo que importa. Déjame intentarlo, Diana, por favor…
«Una droga.» Así decía Gens que se volvía aquel horrendo trabajo. «Cuando descubres la pasión y la perversión de servir de veneno a quien odias, ya no puedes dejarlo.» Vera tenía inoculada aquella droga en los ojos. Yo sabía que jamás abandonaría.
La miré en silencio un instante: sus dieciocho años contenidos en un cuerpo pequeño y terso con una voluntad de fuego, tan deseosa de justicia como yo lo había estado a su edad. ¿Acaso iban a frenarla mis palabras?
– De acuerdo. Pero cuando lo capturen, pensarás seriamente en dejarlo -le dije.
– ¡Claro que sí! -Su rostro se iluminó-. ¡Te lo juro!
De improviso se arrojó sobre mí. Sentí su juventud palpitando en mi hombro mientras su voz repetía «gracias» y sus brazos me estrujaban, casi ahogándome. Así era Vera de emocional, de apasionada.
– ¿Sabes una cosa? -Se apartó para mirarme con ojos brillantes-. A veces pienso que no lo hago por papá y mamá, sino por mí… Para sentirme bien del todo.
Sabía que tenía razón. En realidad, nunca nos sacrificábamos. Hacíamos lo que queríamos hacer, lo que siempre habíamos querido. Nos elegían porque gozábamos destruyendo a quienes destruían, y nos entregábamos por completo al hacerlo. Éramos bombas repletas de venganza, y no nos importaba reventar junto a los crueles.
Le despejé el cabello del rostro. Sonreí.
– Muy bien. Hablaré con Padilla sobre mi dimisión pero no te mencionaré.
– ¿Y si él te habla de mí? -preguntó indecisa.
– Le diré que puedes hacer lo que quieras. Ya eres mayor, ¿no? Ahora debes regresar al ensayo. Luego hablamos.
Su sonrisa emocionada me acompañó como un guardaespaldas mientras abandonaba el camerino. En los primeros tres escenarios seguían progresando en la escena de Ricardo III: hombres con hombres, hombres con mujeres, niños entre sí. En el último, Elisa Monasterio aguardaba la llegada de mi hermana y me dirigió una mirada implacable al verme. La ignoré: no nos caíamos bien, pero no me importaba. Esperé hasta que Vera se incorporó y me acerqué a Olga Campos, la coordinadora de entrenamiento, que las observaba mientras bebía una infusión.
– Olga, perdona que te moleste, pero me gustaría ver a Padilla. Tú sabes siempre dónde está. ¿Puedes llamarlo?
Olga también había sido cebo, y bastante buena, hasta que un ascenso -debido, según las habladurías, al rollo sentimental que mantenía con Padilla- la había colocado en aquel puesto. Llevaba un albornoz de un negro tan denso como su rizado cabello, y en la sombría atmósfera del sótano parecía un rostro flotante adosado a un vaso de papel. Elevó las negras cejas apenas mirándome por encima del borde del vaso.
– ¿Es urgente, Diana? Estoy hasta el culo de…
– Es muy urgente. Quiero pedirle que expulse a mi hermana del departamento con efecto inmediato. Sin indemnización. Solo quiero que la expulse.
Por fin había conseguido que me prestara atención. Apartó el vaso de los labios y me miró con desfachatez. Olga era algo basta, de dientes tan grandes como sus palabras. Se creía la reina de la fiesta en aquel mundo de novatos.
– Eh, ¿qué te has fumado? -Rió-. ¿Crees que Padilla te va a hacer caso, pendeja?
– Si no lo hace -proseguí suavemente-, o no lo hace con bastante rapidez, puede que hable con los medios. Les encantará oírme, te lo aseguro. Les contaré sobre los teatros, los sótanos como este donde ensayan menores de edad para el gobierno, los chicos y chicas que se entrenan para tentar a los locos y todas y cada una de las operaciones en las que he participado. Quizá hasta me lleve fotos. Les parecerá fascinante.
No creía que nadie más me estuviese oyendo. Gestos y frases se sucedían sin interrupción en los escenarios. En cuanto a Olga, seguía mostrando toda su caballuna dentadura. Sabía que no me creía: ser chivato no entraba en la lógica de nuestra profesión, sencillamente. Pero confiaba en que mi amenaza la espabilara. Me señaló con el índice.
– Eso no ha estado bien ni como broma, capulla. Me encargaré de que Padilla te dé una patada en el culo. Perderás el trabajo.
– Ya lo he perdido -repliqué-. Tú, limítate a llamarlo.
La dejé y me aparté a un lado. Vera y Elisa habían hecho otra pausa y escuchaban las instrucciones del entrenador, pero Elisa aprovechó para volver a mirarme, desafiante, como si sospechara lo que me disponía a hacer.
6
A Elisa Monasterio no le agradaba Diana.
Lo pensaba mientras caminaba por las silenciosas calles abrazada a sí misma, no debido al intenso frío y su escaso vestuario, sino a la interpretación de la máscara que ejecutaba. «Es una presuntuosa. Una estúpida presuntuosa que vive de las rentas. Y ahora que se ha jubilado, no quiere que su hermana llegue a su altura.»
En el fondo, sabía que se trataba de una opinión algo injusta. Podía creer perfectamente que Diana solo pretendiera proteger a Vera. Ella también la protegería, si se diera el caso. Y era cierto que Vera era una principiante, que le seguían sorprendiendo las extravagancias del oficio y asustando más de lo debido algunos de los ensayos, pero ¿eran razones suficientes para cerrarle la puerta de la profesión en las narices?
No le molestaba admitir que se sentía celosa del altar en el que Vera había colocado a Diana. En opinión de Vera, nadie había sobre la Tierra más importante que su hermana, y de hecho ni siquiera la había mencionado cuando, tres días antes, al salir de Los Guardeses tras los ensayos y la reunión con Padilla, se derrumbó en el hombro de Elisa para comunicarle la noticia entre sollozos: