– Dice que tengo que mejorar mi estilo…
– ¿Tu estilo?
– Me tendrá en reserva… pero quizá no pueda continuar de cebo…
Incrédula y rabiosa, Elisa besó suavemente su pelo mientras la abrazaba.
– Así que tu hermanita, al final, ha ejercido su poder -dijo entre dientes. Pero fue un error, y Vera reaccionó casi ofendida.
– No, no. Diana no ha tenido nada que ver. Padilla lo ha decidido hoy mismo…
– Qué casualidad. El día en que tu hermana vino al teatro a hablar con Miguel.
– Elisa. -Vera la miró (Elisa lo recordaba) entre implorante y agresiva-. Mi hermana cambió de opinión, ya te conté. Me aseguró que no le diría nada.
«Y si Diana se lo aseguró, eso es la ley», pensó Elisa irritada al recordar a la pobre Vera arrojada como un fardo en la cama del pequeño apartamento de cobertura que compartían en Leganés, gimoteando inconsolable. Todo su futuro arrugado y echado a la papelera en menos de un minuto. ¿Y por qué? Padilla era un hijo de puta a quien se le había agriado el carácter debido a tener una hija minusválida, Elisa lo sabía, pero de igual manera sabía que, como director del departamento, jamás habría cambiado de opinión respecto de Vera si la Gran Hermana no hubiese intervenido en el asunto. Estaba segura de que la todopoderosa e influyente Diana Blanco, uno de los mejores cebos de la policía española, era la responsable de la decisión que había tomado Padilla.
Podía perdonarle a Diana que se llevase toda la admiración de Vera, pero jamás le perdonaría que le hiciese el menor daño. «Por mucha hermana que seas, y por mucha Diana Blanco, no tienes derecho a eso.» Adoraba a Vera y se sentía, en cierto modo, responsable de ella. Y si Diana quería hacer el papel de la madre que Vera no había logrado tener, entonces Elisa aceptaba ser la verdadera hermana mayor. Una hermana cuya relación con Vera poseía un grado de intimidad que Diana jamás lograría alcanzar.
Se detuvo un instante, después de que un desnivel en la acera le hiciese casi perder el equilibrio. Calzaba unos absurdos zapatos de plataforma morados, que en Los Guardeses llamaban «coturnos», a esas alturas manchados de barro. La fina llovizna que no había cesado de caer durante toda la noche se había intensificado, y la sentía rebotar sobre su pelo recogido en una rígida y complicada trenza. Tenía el trasero helado, lo cual no le extrañaba en absoluto, pues llevaba las nalgas al aire sobresaliendo por la doble abertura del pantalón de látex púrpura. Era una prenda muy sexy que se pegaba a sus piernas como una capa de sudor, pero después de tres noches seguidas usándola se había acostumbrado. Todo su vestuario era un disfraz supuestamente calculado para atraer al fílico de Holocausto. En cualquier caso, pese a lo extraña que se sentía y las incomodidades del frío y las ajustadas prendas, le gustaba salir así. Además, estaba drogada. No era que lo necesitase, desde luego no después de tres noches haciendo lo mismo, pero nunca estaba de más tomar alguna cápsula de esos potingues que logran marearte lo justo sin darte sueño: Prizaprim, Dialdrén, cualquiera servía. La droga la obligaba a veces a ralentizar el paso y separar un poco las piernas para no caer, pero al mismo tiempo la relajaba, y de ese modo la máscara no se estropeaba con los nervios.
Porque, en efecto, estaba nerviosa.
Era difícil no estarlo con algo como el Espectador ahí fuera.
Se preguntó si «profesionales» como Diana Blanco usaban drogas. Pero, qué caramba, claro que las usarían. Había máscaras en las que era imperativo adormecerse un poco, incluso dejar que el caballo galopara solo, sin el jinete de la conciencia. No era que ella las usara porque era inexperta: todos los cebos se drogaban, y no solo para darse valor. Era un trabajo muy extraño pero apasionante.
Volvió a pensar en Vera, sumida en el dolor por aquella estúpida decisión de sus jefes. Se prometió que hablaría con Padilla al día siguiente. Si no conseguía nada, al menos intentaría sonsacarle para averiguar si Diana había influido, y si había sido así… «Bah, olvídalo. ¿Qué vas a lograr? Diana Blanco ya no está en activo, ha dimitido, y en cuanto a Vera, ¿crees que recuperará el trabajo porque le demuestres que Diana usó su influencia? Lo más probable es que Padilla te expulse también a ti.» Pero estos eran los pensamientos de su ángel malo. Los ahuyentó con otra sacudida. Amaba demasiado a Vera para no intentar hacerle justicia.
Notaba los labios ásperos bajo el carmín, y el rostro húmedo de lluvia. Aferraba las correas del largo bolso con ambas manos, un bolso en cuyo interior no había nada importante. Se trataba de un prop teatral, y su único fin consistía precisamente en mostrar aquellas correas: se suponía que la visión de su hombro desnudo sobre el top azul eléctrico cruzado por las correas atraía a los Holocaustos. En teoría.
Pasó junto a unos bidones tan sucios como toda la calle. Se percibía iguaclass="underline" sucia, manchada de arena, como si la lluvia contuviera partículas de polvo. Desde luego, podía ser cierto, ya que caminaba junto a la acera donde se estaba levantando la grandiosa e inacabable obra del que debía terminar siendo un auditorio gigante de estilo romano en Madrid, uno de los proyectos más ambiciosos de la ciudad. La gente lo llamaba «el Circo», lo cual, en opinión de Elisa, era un nombre más que apropiado, ya que se trataba de un espectáculo circense de especulación inmobiliaria, con la participación de varias empresas privadas y el ayuntamiento. Muchos lo comparaban a las obras emprendidas tras la bomba del 9-N, quince años atrás: algo demasiado colosal que parecía no acabarse nunca.
Y mientras tanto no había teatro ni nada que se le pareciese, solo una vasta extensión de dunas, un hoyo enorme flanqueado de arcos por el extremo más alejado, y en medio, las voraces y complicadas máquinas paralizadas durante la noche. En aquellos años de «Circo», el extrarradio donde se construía, al sur de la capital, se había convertido en el coto de vagabundeo de gran parte de la fauna nocturna. Traficantes, bandas organizadas o semiorganizadas y prostitución aparecían y desaparecían bajo las islas de luz halógena pública y los resplandecientes anuncios de las vallas. Los escasos coches recorrían las sucias avenidas como fantasmas, y solo los autobuses parecían dotados de vida: se detenían, vomitaban su contenido de juventud coloreada, y proseguían su rumbo como cajas de zapatos adornadas de bombillas. Bajo los arcos de piedra se divisaban, en las noches de invierno, las fogatas de los vagabundos. No había nadie caminando por aquella soledad que no tuviese la intención clara de conseguir algo: comida, droga o cuerpos. Era un lugar poco apropiado para una chica solitaria, pero también una de las áreas de caza seleccionadas por los perfiladores. «Te ha tocado el Circo, Elisa -le había dicho el perfi Nacho Puentes la tarde del lunes, mientras ella se arreglaba en camerinos-. Pero no te preocupes: es de baja probabilidad.» Lo cual significaba que podías morir antes partido por un rayo en una noche despejada que toparte con el Espectador.
Elisa sabía todo eso, y lo aceptaba. Era una principiante, y en Los Guardeses corría el rumor de que usaban a chicas como ella solo para cubrir las apariencias. «Bueno, ¿y qué? Así empezaron todos. Hasta los dioses, como Diana Blanco, Claudia Cabildo, Miguel Laredo y Olga Campos, ¿no?» Si ella tenía que joderse tres noches a la semana haciendo labores de figurante, lo haría. Ya le darían los grandes papeles cuando le tocara el turno. Lo peor era lo ocurrido con Vera, para quien ya no había futuro. «Pobre Vera… Pero quítatela de la cabeza ahora…»
Clap, clap, sus zapatos de plataforma producían ruidos de disparos en medio de aquella quietud de cementerio en obras. No se oía otra cosa, salvo un lejano rumor de agua derramada por canalones. Eran cerca de las dos de la madrugada y hacía por lo menos una hora que Elisa no veía pasar un solo coche. Dentro de media hora más saldría de escena: entonces sacaría el impermeable que guardaba en el bolso y tomaría el autobús para regresar a Moncloa, donde estaba el aparcamiento subterráneo en el que se hallaban sus ropas. Se cambiaría y saldría convertida en Elisa Monasterio, y de vuelta a su piso de cobertura, donde la estaría aguardando Vera quizá aún despierta, preocupada y envidiosa de su suerte. Y así hasta la próxima. ¿Resumen de aquel estreno? Un montón de frío, un par o tres de encuentros con borrachos y gamberros, poco más. Pero decidió que estaba bien como experiencia.