Una sombra se aproximaba a ella desde el extremo final del tramo recto de acera. Fijándose mejor, Elisa se dio cuenta de que eran dos. Parecían hombres, probablemente jóvenes, y probablemente con tantas intenciones de no molestarla como la lluvia de respetar su calada cabecita rubia. Aferró con fuerza el bolso y avanzó hacia ellos sin titubeos. No estaba asustada. Era un cebo en plena escena, disfrazada, con cuerpo y mente preparados. Un cebo quizá novato, pero con capacidad para defenderse y atacar.
«¿Y si uno de ellos es el Espectador? Bien: entonces serás tú quien lo elimine.»
Esbozó una media sonrisa al preguntarse, de repente, qué diría su madre si la viera con aquellos pantalones púrpura que desnudaban su culo caminando a solas por el Circo en dirección a dos desconocidos. «Seguramente sufriría una crisis», se dijo.
Lo que más había odiado de su madre no eran las crisis sino los hombres, de los que había tenido casi tantos como crisis. Al menos, así lo creía Elisa, que había vivido con ella hasta los trece años, época en la cual empezó a responder a la actitud desequilibrada materna con arrebatos propios. En ellos tragaba toda la comida que podía y luego la devolvía sin digerir en el retrete, al modo de los antiguos romanos en las orgías. En aquel tiempo era una chica regordeta y vacía, sin futuro, y ya había pensado varias veces en quitarse de en medio. Lo único que la retenía era que a su madre no parecía importarle lo que hiciera, y ella quería que le importase. Pero, según Elisa, era difícil que algo le importara de verdad a aquella señora, que ocupaba su tiempo en fingir que dirigía dos tiendas de ropa de lujo en Madrid, seguramente una de las tajadas que había logrado sacarle a su padre cuando este decidió abandonarlas. El padre era el gran secreto familiar: Elisa sabía que era un político, diputado o algo así, pero su madre nunca lo mencionaba, y si lo hacía, era para insultarlo durante una de sus crisis, mientras rompía espejos, porcelanas o ambas cosas. Sin embargo, la mayor parte de las veces aceptaba bien que él la hubiera abandonado embarazada de Elisa y no hubiera regresado jamás, quizá porque a partir de entonces había dispuesto de dinero en abundancia y de todos los hombres que había deseado. El último que Elisa conoció era un masajista negro: fue precisamente a los pies de este que Elisa vomitó un día el almuerzo, y su madre decidió al fin llevarla a un gabinete psicológico.
Todo se hizo como solía hacerse en tales casos (luego lo supo): la diagnosticaron de algo llamado «bulimia nerviosa» y le pasaron un test de medio centenar de preguntas tontas, al estilo de «qué color te gusta más» o «cuál es tu canción preferida». Pero, al parecer, Elisa ofreció las respuestas adecuadas, porque le pidieron que acudiera a otro gabinete algo más raro que el primero, donde le hicieron nuevas preguntas y la sondearon sobre su familia y amigos (pero ¿qué familia y qué amigos?). Allí le enseñaron a relajarse, a combatir por sí misma la bulimia y, sobre todo, a gozar hasta extremos que Elisa no podía ni imaginar que existieran, tras trece años de vida llena de privaciones, con imágenes de personas moviéndose y hablando, vestidas o no. Luego la indujeron a participar en curiosos ejercicios, como aquel tan divertido en que debía permanecer inmóvil de cintura para arriba, sin traspasar un área delimitada por un trípode. Con el tiempo se enteraría de que eran ejercicios propios del fílico de Carne, y de que esa era su filia. No consistía en que le gustaran más las chuletas que el pescado, como le había comentado jocosamente uno de los psicólogos: -Los nombres de las filias son simples nombres, como los de las flores. Ser fílica de Carne solo significa que tu psinoma posee una estructura específica y resulta cautivado por ciertos gestos, aspectos y palabras de otras personas que no son, por ejemplo, los que me cautivan a mí, que soy fílico de Máscara.
Elisa replicó, en broma, que agradecía la explicación, pero que seguía sin entender nada. ¿Qué era el psinoma? Sin embargo, en aquel mundo a la inversa «no entender nada» era precisamente, según el mismo psicólogo, la máxima sabiduría. Si no entendía nada, estaría más capacitada para gozar, para dejar en libertad su psinoma y disfrutar de aquello que realmente la hacía disfrutar, sin explicación alguna. «Como cuando interpretas un papel en el teatro -le había dicho-: no eres tú la autora de la obra, sino quien habla lo que la obra dice.» Y ciertamente, lo único que a Elisa le importaba era seguir haciendo todos aquellos ejercicios, seguir jugando a moverse, vestirse y hablar como le indicaban. Sus estudios en el colegio, la vida en casa de su madre y hasta su sueño de ser periodista pasaron a un segundo plano. Lo único que quería hacer era eso.
Luego, cuando aquellos hombres tan serios de traje azul oscuro se entrevistaron en privado con su madre, Elisa fue invitada a hacer las maletas y despedirse para siempre de la Eli sa triste y desgraciada que había sido alguna vez. Durante un par de años había residido en una especie de colegio universitario en la sierra de Madrid, y después le habían adjudicado aquel piso de Leganés compartido con Vera. Conoció los teatros, leyó a Shakespeare, se enamoró de un compañero y luego de Vera. Veía a su madre a ratos perdidos y, por primera vez, sus conversaciones con ella acababan en paz. Tenía buenos amigos, se sentía realizada y feliz.
Y cuando le dijeron que todo aquello era ser cebo, no le importó.
Había deseado serlo antes de saber cómo se llamaba.
Los dos hombres le bloquearon el paso situándose en diagonal, no de frente, para impedir que cruzara la acera o retrocediera. El vaho de ambos convergía en su rostro y olía a cerveza agria.
– Mira lo que tenemos aquí.
– Uau. ¿Sola? ¿Te has perdido?
– ¿Perdido? Nooo. Mírala por detrás. -Una risita.
– ¡Vaya culo!
– Vaya pantalón, mejor. -Rieron-. Te quedaría bien a ti.
Hablaban castellano con dificultad. Elisa supuso que serían rumanos, o checos. Ambos eran muy jóvenes y muy rubios, y por la indumentaria parecían traficantes, probablemente vulgares. El de su izquierda, que era el de más baja estatura, vestía una apretada chaqueta que, a la luz de una valla que destellaba anunciando la proximidad de la disco club Tarquin, parecía como de piel de serpiente. El otro se cubría con un abrigo largo de cuero, y tenía el cabello más abundante y enmarañado que su socio y el rostro alargado, como de lobo. Sin duda ambas prendas las habían comprado a los chinos o canjeado por píldoras. «Serpiente y Lobo: dos idiotas», pensó Elisa. Dos colocados de medio pelo que confiaban en vender su mercancía en los clubes, y si la noche se presentaba propicia, robar a cualquier despistado o violar a una chica, o puede que ambas cosas al mismo tiempo. Quizá llevaran armas de fuego, pero Elisa dudaba de que las usaran alguna vez.
Cruzaron unas cuantas palabras en otro idioma y luego Lobo dijo:
– ¿Eres una puta? Pareces una niña.
– Dejadme -murmuró Elisa en un tono calculadamente neutro, bajando la cabeza muy despacio, como le habían enseñado, y entornando los párpados.
– «Por favor» -indicó Lobo apuntándola con un dedo enguantado-. Señorita no educada. «Déjame, por favor.»
– Déjame, por favor -repitió Elisa, dócil.
– ¿Queremos dejarla? -preguntó Lobo.