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Salí al pasillo, pero me detuve antes de llegar a la baranda de la escalera, al escuchar el susurro frenético de la voz de papá.

– … que no lo ves? Ya estoy calmado… Y ahora, ¿por qué no dejas que mi mujer suba un momento a ver a las niñas?

– Eduardo, escuche…

– Estoy calmado… Será solo un momento. Maite, por favor, deja de llorar…

Mi puerta era la última del pasillo. A mi derecha, el cuarto de Vera también estaba abierto, pero por fortuna Vera se hallaba en la cama, dormida. Y a través de la puerta del dormitorio de mis padres, abierta de par en par, vislumbré en el suelo el edredón rojo y la sábana. Pensé que mamá se enfadaría si descubría aquel caos, pero de inmediato razoné que ya tenía que haberlo visto, porque era ella quien lloraba.

Me acerqué con sigilo a la escalera. No estaba realmente asustada, pero de algún modo me parecía prudente que las personas del salón no me vieran. Por eso escogí la escalera y no el pasillo, ya que sabía que desde aquella podía abarcar gran parte de la planta baja sin ser vista. Descendí unos cuantos peldaños sin hacer ruido con mis pies descalzos, mientras estiraba el cuello para mirar a través de las barras de madera de la baranda, como quien intenta divisar un escenario desde una mala localidad.

Al primero que vi fue a papá. Estaba atado con cinta adhesiva a una silla de frente a la escalera. La cinta era plateada, y cruzaba su pecho y vientre desnudos bajo la camisa del pijama abierta, enroscándose en piernas y tobillos. Estaba casi irreconocible, con el rostro rojizo y sudoroso y el cabello alborotado. Entornaba mucho los ojos, y comprendí que era porque no llevaba las lentillas que se quitaba siempre al acostarse, ni tampoco gafas. Fue ese detalle, absurdamente, lo que más me aturdió, ese descuido en un hombre como él, alto cargo en una empresa que fabricaba fibra de vidrio, siempre tan pulcro y elegante.

Oksana, la chica ucraniana de servicio que habíamos contratado hacía dos meses, se hallaba de pie junto a papá. Era muy joven, apenas veinte años, rubia y bajita. No llevaba uniforme sino la cazadora y los vaqueros que se ponía en los días libres, e intervenía en la conversación con frecuencia, hablando en su idioma o en su extraño castellano. Me sorprendió mucho verla hablar: gesticulaba con violencia y alzaba la voz, en contraste con la persona sumisa que me había parecido hasta entonces. A mamá no podía verla, sin duda porque estaba sentada en el lado opuesto a papá, bajo la escalera, pero las otras dos personas que había en el salón no paraban de moverse, y las vi con claridad. Eran un hombre y una mujer. La mujer se movía de espaldas a la escalera, por lo que solo logré atisbar su cuantioso cabello castaño oscuro y su chaqueta de cuero. El hombre, el propietario de aquella voz, iba y venía desde la silla de papá al sofá. Su detalle más llamativo era que tenía la cabeza rapada por completo salvo una mata de pelo central que iba desde la frente a la nuca, negra y espesa como la crin de un caballo.

– Eduardo -decía Hombre Caballo con aquella forma de pronunciar que sonaba a «Edardo»-. Niñas bien. Calma.

– Estoy calmado, joder -jadeaba papá, pero desde luego no lo estaba-. Te repito que estoy calmado. Y ya os di las tarjetas y las claves… ¿Qué más queréis, coño?

– Cash -dijo Hombre Caballo frotándose el índice y el pulgar derechos de una manera que yo sabía que significaba «dinero»-. ¿Entiende?

– ¡No tengo efectivo en casa, ya te lo he dicho! ¡No cash¡ ¿Entiendes tú?

– No grite -advirtió Hombre Caballo-. Oksa no cree eso. Oksa dice ver dinero, muchos billetes usted en despacho. Dónde está.

– A veces he tenido dinero en casa, pero no acostumbro a…

Oksana entonces hizo algo. Se situó frente a mi padre de un brinco, tan rápida que me sobresaltó, y empezó a gritarle. Oksa era bonita, todos lo decíamos. Aunque su rostro era grueso y redondo, su silueta era esbelta y su mirada, grande, de ciervo asustado. Pero en aquel momento tenía la cara roja y una vena le hinchaba el cuello.

– ¡Dinero! -gritó y le dio una bofetada a mi padre-. ¡Dinero! ¡Tienes! -Lo golpeó otra vez en un vaivén de su pequeña mano: eran golpes de fuerza inaudita, o así me lo parecieron, y la gruesa cabeza de mi padre giraba de un lado a otro-. ¡Dónde! ¡Dormitorio! ¡Despacho! ¡Dónde!

Hombre Caballo dijo: «Oksa», y ella se detuvo a duras penas, jadeante. Al mismo tiempo el llanto de mi madre se convirtió en una súplica desgarradora. La otra mujer, la del cabello castaño, se movió fuera de mi vista, oí otro golpe y luego el grito de mamá, lo cual provocó que papá también gritara y Oksa corriera a cerrar las cortinas. El breve alboroto camufló mis propios sollozos. Ver a Oksana golpear a mi padre me había dejado petrificada. Sentí que iba a orinarme encima, como si de repente hubiese retrocedido en el tiempo y, en vez de doce años, me hubiese convertido en una niña de cinco como Vera. Me llevé las manos a la boca e intenté detener el llanto o atenuarlo, pero solo cuando regresó el silencio logré aguantar la respiración de manera que mi lloriqueo, aunque proseguía, carecía de energía para hacerse oír. Aun sin saberlo, había realizado uno de los ejercicios de autocontrol que luego me salvarían la vida en tantas ocasiones.

– «Edardo» -retornó a hablar Hombre Caballo cuando los demás callaron, pero su voz ya no me parecía dulce: era como un animal de bellos colores que de repente enseñara los colmillos-. Hacemos algo. No queremos hacer, pero usted no ayuda… ¿Traemos niñas? -Mientras el hombre hablaba, Oksana se había situado de espaldas a papá y le tapaba la boca con más cinta elástica. Las mejillas de papá se hinchaban como los peces globo que Vera y yo contemplábamos en los vídeos educativos de ordenador-. ¿Quiere eso? ¿Traemos niñas?

– Papá decía que no con la cabeza y su silla crujía como un juguete de cuerda. El sollozo de mamá era ahora un chillido, pero atenuado, como si también le estuvieran tapando la boca-. ¿Prefiere mujer? ¿Niñas? Usted elija.

– Niñas -dijo Oksana inclinada sobre papá desde atrás, sujetando su cabeza con la mano-. Dice «niñas». Le gustan más. -Papá no decía nada, solo gimoteaba con el rostro de color cereza y las mejillas temblorosas y rebosantes sobre la mordaza, pero Oksana parecía disfrutar, y mientras le agarraba el pelo con una mano llevó la otra bajo su vientre y le tocó allí donde yo nunca quería mirar y siempre miraba-. Sí… prefiere niñas. «Edardo» prefiere niñas pequeñas. -Y lanzó una carcajada.

– No queremos. -Hombre Caballo apuntaba a mi padre con el dedo-. No queremos. Pero tú obligas. Oksa, ve por niñas.

Fue aquella orden lo que me hizo reaccionar. Casi sentí como si alguien me hubiese quitado el freno de mano: un crujido y mis articulaciones recobraron el movimiento. Pero no podía levantarme, las piernas me temblaban demasiado, de modo que me arrastré hasta lo alto de la escalera raspándome las rodillas y empecé a gatear en dirección al cuarto de Vera. Lo único que acertaba a comprender era que tenía que proteger a mi hermana. Mi cerebro era la habitación del terror y yo me hallaba encogida y a oscuras en su interior, y solo podía pensar: «Vera. Vera. Vera…».

– ¿Y?

– No hay más. A partir de ese instante sigo sin recordar nada.

– Bueno -dijo el doctor Arístides Valle, pero en un tono inseguro, como si mi amnesia le defraudara, y se ajustó las gafas sin montura, de cristales redondos, en un gesto muy característico. La consulta era un pozo de calma y penumbra. Yo permanecía sentada frente al escritorio, los codos en los muslos, inclinada hacia delante como si acabara de vomitar-. De todas formas, hemos avanzado -agregó-. No mucho, pero sí algo desde el otro día. Si lo dejamos ahora, todo el camino que hemos recorrido no habrá servido de nada…

Asentí y separé las piernas al tiempo que tomaba aire. Tenía algo de calor, pero no me quité la cazadora. Tampoco hablé, aguardé en silencio a que Valle continuara.