Выбрать главу

Caminé hacia la salida. Me detuve.

– ¿Hay alguna parada de metro por aquí?

– Al fondo de la calle.

– Gracias.

No creí que fuese a lograrlo. Me dejaba marchar. Los taconeos que daba en dirección a la puerta me sonaron como un penoso tictac.

Entonces, por fin, escuché su voz.

– Espera.

Volví a detenerme y lo miré.

El hombre se había levantado y sonreía, pero la palidez teñía su semblante ancho y su frente huidiza. -Yo… me gustaría hacer algo.

– Ya te he dicho que tengo que irme.

Había sacado la cartera.

– Si ves más, haces más, ¿no era eso? -Puso otro billete sobre los restantes. Fingí concederle un plazo. Sonrió-. Ven, quiero que veas algo.

Se dirigió a la escalera y empezó a subir.

2

En aquella planta la decoración era más o menos la misma: todo blanco, inmaculado, remoto. Una reproducción hortera de un caballero medieval en una columna de escayola. Dos puertas enfrentadas que podían guiar a dos dormitorios. El hombre abrió la de la derecha, dividida en paneles de cristal, y las luces automáticas se encendieron.

– Es mi dormitorio -dijo-. Pasa.

Estaba todo tan limpio que pensé de inmediato en un quirófano. La cama era lisa como los pensamientos de un cadáver. Los escasos muebles consistían en una cómoda de superficie vacía y un armario de apertura electrónica, ambos en color blanco. Encima de la cómoda, el primer y único espejo que yo había visto hasta ese instante, de marco biselado, parecía cumplir tan bien su labor que habría reflejado hasta a un vampiro. Cortinas de tubos de acero cerraban el acceso a lo que podía ser una terraza.

– ¿Qué te parece? -preguntó el hombre.

– No lo sé -contesté con toda sinceridad-. Desde luego, eres mucho más ordenado que yo.

Joaquín enrojeció como una cereza.

– Sí, me gusta el orden. Demasiado. -Y giró hacia el armario, que era de cuatro cuerpos. Empezó a teclear la combinación.

– ¿Me pongo cómoda?

– No, espera -dijo.

Había algo en aquel ambiente que me preocupaba, y no sabía bien qué era. No me sorprendía no hallar nada religioso en su «refugio», ya que ello hubiese significado dejar que su conciencia penetrase hasta ese nivel. Pero toda aquella blancura y cierto olor a antisepsia en el ambiente me hacían pensar en una intensa relación con el decorado. Eso no cuadraba mucho con un fílico de Holocausto. Y además, no era cierto que no hubiese nada religioso: había dos cuadritos colocados en un rincón, junto al ordenador portátil de brazo plegable instalado en la cabecera de la cama, de manera que quien durmiese en ella pudiese verlos desde allí. Mientras Joaquín tecleaba la combinación del armario les eché un vistazo. Eran reproducciones de obras antiguas que mostraban a dos mujeres aureoladas en pleno martirio: una desnuda y arrodillada mientras dos ruedas de cuchillos parecían querer convertirla en lonchas de embutido; la otra con una túnica, a punto de ser atada a un potro en aspa. Ninguna de las dos muy contenta, desde luego.

– Es curioso -dijo el hombre, aún vuelto de espaldas, mientras la puerta del armario se descorría en silencio-. Fui al Orleans esta tarde a entrevistar a alguien para mi página, y te encontré a ti…

– Casualidades de la vida.

Eso era lo que me había contado. El Orleans era un club pick-up cutre de carretera que recientemente había sido reformado para convertirlo en algo aún más cutre, con aires de recinto medieval, vidrieras coloreadas y rubias del Este que miraban al suelo, fingían ser núbiles y adoptaban poses de doncellas. Pero admitían a chicas ajenas al local, siempre y cuando hicieras las cosas discretamente. Por eso lo elegí para terminar mi ronda, y porque era uno de los sitios de probabilidad media que podía visitar el Espectador. Me hallaba en la barra, tras hacer una visita al aseo, y había pedido un combinado llamado «Hoguera» cuando el tipo se me acercó con aquellos ojos de pez y me preguntó si conocía a un hombre, un inglés llamado Talbot. Me explicó que era el decorador que había reformado el local, y que él estaba allí para entrevistarlo. Mientras me hablaba, hice unas gesticulaciones simples y supuse que podía ser fílico de Holocausto. Decidí darle una oportunidad. Lo enganché mientras le proponía un «precio por mis servicios». Fue entonces cuando me invitó a venir a su casa.

Y allí me encontraba, mientras la puerta de su armario se descorría en silencio y él, vuelto de espaldas, seguía hablando.

– Quiero decir que te conozco desde hace apenas una hora… A mi mujer la conocí durante ocho años y solo me atreví a hablarle de esto al final de ese tiempo…

– Las mujeres casadas no conocen a sus maridos, eso lo tengo claro -dije.

– No sé… -Introdujo la mitad superior de su robusto cuerpo en el armario. Vi chaquetas oscuras alineadas como invitados en un funeral-. Ella era muy buena, que conste… No quiero decir nada en su contra. Muy buena persona, pero… no me comprendía. Y sin embargo tú… tú pareces comprenderme, aunque no sé por qué…

– Vaya, gracias. Quizá no soy tan buena.

Se había agachado para coger algo. Yo no podía ver qué era desde mi posición al otro lado de la cama. Su voz me llegaba ahogada por el angosto interior.

– Las tías sois curiosas… Os vemos y dejamos de ser nosotros mismos. Podemos pasarnos años trabajando o fingiendo trabajar… Años enteros ocultos… y de repente llega una de vosotras y… y lo cambia todo. Nos saca fuera. Nos saca todo lo que somos. -Emergió como una tortuga del fondo de un estanque, se puso en pie y dio la vuelta. Llevaba algo en las manos-. Todo. De arriba abajo. Y uno hace cosas que jamás hubiese pensado hacer…

Dejó el objeto sobre la cama impoluta, donde su apariencia cobró aires aún más ridículos. Era una caja de zapatos Bedford para caballero, negra, con el logotipo de una espada dorada en el costado. El hombre puso las manos sobre ella como si se tratara del Santo Grial mientras deslizaba la lengua por los labios. Luego dijo:

– Tú sabrás cómo lo has hecho, pero cuando te vi por casualidad caminando por el club esta tarde pensé que… era como si te conociera de toda la vida. Como si pudiera confiar en ti por completo. Fue solo una impresión. Luego, al hablarte, la confirmé.

Tan distraída me encontraba mirando aquella caja que, por un instante, no escuché lo que decía. Lo miré.

– ¿Me viste por primera vez caminando?

– Sí, de espaldas. Creo que ibas al baño. -El hombre rió mientras quitaba la tapa de la caja con ambas manos, como si ejecutara un rito-. Pero no necesité verte la cara… Lo supe en ese instante.

Un enganche previo viéndome de espaldas no encajaba con lo que yo sabía sobre la filia de Holocausto. Eso me puso en guardia. Intenté desesperadamente recordar cómo era el pasillo que llevaba a los lavabos del Orleans: disposición de luces, contraste entre mi ropa oscura y el fondo… ¿Qué había al fondo? El aseo de mujeres. La puerta estaba… ¿abierta? ¿El interior era blanco? ¿Había luz? Mi silueta se recortaría sobre ese escenario. Blanco, negro. El pantalón de piel destellaría en mis nalgas al andar…

Mientras pensaba todo esto, el hombre extrajo de la caja el primer cuchillo.

– Son míos -dijo-. Los colecciono.

Asentí, pero mi mente ya no se hallaba concentrada en sus palabras: la blancura cegadora de la habitación, similar a la de un cuarto de baño; la holografía de la mujer con aspecto dominante; la presencia ridícula y doméstica de una caja de zapatos para encerrar su secreto íntimo, el deseo de su psinoma… Todos aquellos detalles por sí solos eran admisibles en una filia de Holocausto, pero en conjunto pertenecían a otra clase de cosa, bien distinta.

– ¿Estás asustada? -preguntó el hombre mientras acariciaba el cuchillo.