– No, qué va, es lo normal. Quiero decir que es normal que le pagues a una chica para acostarse contigo y luego saques una caja llena de cuchillos.
De la cara colorada del hombre brotó algo que podía ser una risa o una arcada, pero enseguida recobró la seriedad y la mirada de pez suplicante.
– No debes asustarte, por favor. Solo los colecciono. Tengo verdaderas joyas, como este. Mira, es un Somerset, con mango de madera de Rosewood y hoja de aleación molibdeno-vanadio. Se llama Rosa Roja, las piezas están numeradas… Este otro es Rosa Blanca, tiene mango de asta de ciervo natural y repujados en marfil…
– Encantada -dije, pero el hombre no se rió. Tenía todo el rostro granate y sudoroso mientras iba depositando sus «joyas» sobre la cama. El brillo del acero de los cuchillos reflejaba las crudas luces del techo.
– Te diré lo que debes hacer. Y te pagaré más, si quieres.
Volvió a meter la mano en la caja, pero esta vez no sacó un cuchillo sino un rollo de cuerda fina de color rosado.
Cuerdas de cualquier clase eran esperables en una filia de Holocausto, y desde luego el Espectador las usaba. Pero el tipo que tenía ante mí no era fílico de Holocausto, y ahora lo sabía. Lo había catalogado mal. No era la primera vez que me ocurría, y resultaba casi lógico en una filia tan parecida a la de mi presa, pero me reproché a mí misma no haberme asegurado antes de que el enganche se produjera.
– Te pagaré lo que me pidas -repitió el hombre. Dos gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente mientras sacaba de la caja el último objeto: un rollo pequeño de cinta elástica. Todo tenía el aspecto de no haber sido usado en mucho tiempo-. Solo debes seguir mis instrucciones…
Un teléfono sonó en alguna parte, y ambos parpadeamos como si nos despertáramos del mismo sueño. La llamada enmudeció.
– Tengo los inhibidores activados. -Joaquín Ojos de Pez curvó los labios en una sonrisa-. Nadie nos molestará durante… Eh, ¿adónde vas?
Yo había aprovechado la pausa para colgarme el bolso del hombro y desplazarme hacia la puerta.
– Creo que… esto no es lo mío, Joaquín -contesté fingiendo inquietud.
– Te he dicho que no te asustes… No es lo que piensas. Déjame explicarte…
Observé que se ponía tenso y decidí esperar.
– De acuerdo -dije-. Pero no te prometo nada.
– Te aseguro que no es nada malo, nada malo.
– No he dicho que lo sea.
– Si me dejas que lo explique… Si me permites… -Se le había secado la boca y necesitaba despegar la lengua del paladar para seguir hablando-. Yo soy buena persona. Y esto no es malo. Lo entenderás enseguida…
Yo ya lo entendía demasiado bien. El acento en las palabras «bueno» y «malo» era típico del texto de los fílicos de Repulsión, que gozaban de contrastes chocantes: pulcritud y cuadros de torturas, cajas de zapatos y cuchillos. Gens los comparaba a la Juana de Arco de la trilogía de Enrique VI, una de las primeras obras del dramaturgo inglés. La Juana de Shakespeare era un personaje lleno de contrastes: guerrera y doncella, puta y santa, bruja y salvadora. Hasta el propio rey Enrique era un ejemplo típico de Repulsión. Por supuesto, nada de lo que el hombre estaba diciendo tenía relación alguna con la moraclass="underline" solo hablaba su psinoma, el deseo ardiente que brotaba por sus ojos.
– No quiero que te quites la ropa… Te quedarás así… tal como estás…
– Vale.
– Entonces… me atarás con esta cuerda… manos y pies.
– Sí.
– Luego cogerás a Rosa Roja y… me pincharás… Yo te diré dónde… Por favor, no te rías…
– No me estoy riendo.
– Puedes pincharme un poco… no mucho, pero lo bastante para… que me duela… -Endureció la voz-. ¿Te hace gracia?
– No.
Yo no había siquiera sonreído. Gens habría dicho que aquellos comentarios iban dirigidos hacia esa otra parte ridícula y burlona de su filia de Repulsión, a la «caja de zapatos» del interior de su conciencia, pero por supuesto los dirigía hacia mí. Temí una disrupción y aparté la vista para no mirarlo directamente.
– ¿Lo harás? ¿Harás esto? Hace mucho tiempo que no se lo pido a nadie…
Lo único que yo quería era marcharme sin perturbarlo más. Fuera quien fuese el Señor Pulcro, le gustara lo que le gustase, lo cierto era que no se trataba de mi presa. Yo lo había enganchado por azar de espaldas, y el enganche se había reforzado con mis gestos de máscara de Holocausto, que podían atraer a otras filias, y sobre todo al imitar la postura de la mujer de la holografía, su ex, la Juana de Arco de su vida, bruja y santa, pasiva y dominante. Ahora tenía que intentar reparar mi error sin hacerle daño.
– Por favor -gimió.
No se me ocurría qué otra cosa hacer sino cerrar la tienda. «Apagar los focos y salir de escena», como diría Gens. Seguir interpretando para calmarlo era inútil. Mi propia ropa negra le ofrecía un contraste suculento con el fondo blanco del dormitorio. Y al hallarme tan próxima a los cuadros de santas martirizadas, me identificaba con un verdugo, lo cual le gustaba aún más. Pensé que su psinoma tenía que estar enviándole escalofríos de placer con la potencia de unas fiebres palúdicas. Pero lo peor no era eso.
Lo peor era que seguía sosteniendo a Rosa Roja mientras hablaba.
– Por favor, Elena, o como te llames… me dijiste… me dijiste que si te pagaba, harías cualquier cosa…
Relajé los músculos y moví las manos con suavidad, ya que la rigidez y los gestos violentos enganchaban más al deseador de Repulsión. Entregué un texto con voz natural mientras caminaba hacia la puerta:
– Lo siento, pero… creo que no quiero hacerlo. Lo lamento, Joaquín.
– Dime un precio. Tan solo dímelo.
– Lo siento de veras. Hasta luego.
Comprendí que le había dado la espalda demasiado pronto. Mi espalda lo enganchaba, lo había olvidado. Sentí sus jadeos acercándose.
– Oye, oye, oye… -Cada «oye» se aproximaba más y revelaba más furia. Una mano me cogió la manga de la cazadora cuando cruzaba el rellano hacia el último tramo de escalera-. ¿Adónde crees que vas, eh? ¿Adónde, eh?
– Suéltame. -Me liberé de un tirón, pero volvió a cogerme el brazo.
– Espera… Espera, coño… Me dijiste que harías lo que yo quisiera, ¿no?
– ¡He dicho que me sueltes! -Intenté apelar a su respeto por la mujer dominante, pero eran arenas movedizas: mientras más me movía en ellas, más placer le causaba.
– ¡Ya te he soltado! -exclamó, abriendo la mano-. ¡Ahora, escúchame!
Seguí bajando la escalera sin responder hasta que el chillido me paralizó.
– ¡Espera, joder! ¡Me dijiste «lo que yo quisiera»! ¿No? ¿Qué ha pasado? ¿Ahora dices que no es lo tuyo? ¿Qué ha pasado? ¿Te parezco muy anormal? ¡Dime! ¿Te parezco un loco?
Me volví hacia él en la escalera y lo miré. No, no estaba loco, por supuesto. Era un pobre diablo. Pero estaba disrupcionando. De alguna manera el enganche había sido mayor del que esperaba, y al cerrar el teatro había empezado a disrupcionar. La disrupción es un estallido del deseo: te hundes tanto en el psinoma que es como si perforaras la tierra y, de improviso, ves ascender petróleo como un vómito negro y viscoso.
– ¿Quién te crees que eres, puta de mierda? -vociferaba el bueno de Joaquín abriendo una boca que parecía más grande que toda su cabeza-. ¿Quién coño te crees que eres? ¡Toda mi vida he tenido que aguantar a putas como tú! ¡Primero sí, luego no! ¡Primero «ven», luego «lárgate»! ¡Dais asco! ¡Todas! ¡Asco!
Era inútil decirle que se calmara, o siquiera hablarle. Mi propia tensión e incluso los leves jadeos que me produciría el ejercicio de correr escalera abajo, elevarían a la quinta potencia aquella disrupción preliminar. Solo cabía esperar que se calmara perdiéndome de vista. Yo era su tentación, su placer: si salía de escena, quizá se detuviera.
Descendí los cuatro o cinco peldaños que me quedaban y corrí a la puerta. Estaba cerrada electrónicamente, pero confié en que no con una clave. Busqué el teclado para pulsar el «Open», y entonces oí la voz a mi espalda y casi sentí el aliento en mi nuca. Me volví.