– Yo nunca te he hecho daño, ni Miguel tampoco…
– Ya te expliqué: te necesito para salir bien librada. Y a tu chico lo trajiste tú.
– Estás enferma… Has caído al foso… Necesitas ayuda…
Confiaba en que mis palabras le provocaran rabia, y el afecto controlado con que me sujetaba se debilitara. Fue un error. Claudia lo percibió enseguida y contraatacó a su manera: girando en semiperfil, la rodilla izquierda flexionada y los músculos de sus largos y flacos muslos en tensión, mientras hablaba de manera que su voz parecía brotar con esfuerzo:
– ¿Tú crees? Es posible…
Fue como si una oleada de fiebre me atravesara de pies a cabeza. Casi hubiese sido capaz de dibujar sobre mi cuerpo el trayecto de aquel rayo de placer. Me arqueé, aún aferrando el telón, proyecté las caderas hacia Claudia y emití un gemido prolongado. No pude articular ni una sola palabra más.
Todavía de perfil, Claudia estiró el elástico del tanga y sujetó la linterna entre la cinta y el vientre. La luz, colocada de esa forma, apuntaba hacia su torso y rostro desde abajo, creando insólitos contrastes. Sus músculos a flor de piel quedaban realzados, y hacia ellos se dirigió mi mirada prisionera. Claudia estaba construyendo con su cuerpo y la luz un decorado de Labor tan majestuoso que sentí que la saliva fluía de mi boca abierta. Entonces miró un instante a Miguel y a Vera, sin duda para asegurarse de que esta vez ninguno de los dos la interrumpiría. No parecía probable: Miguel yacía desmayado o muerto junto a la pared opuesta, y la forma de acurrucarse sobre la tarima de Vera hacía pensar que seguía poseída.
Sin apresurarse, Claudia se volvió de nuevo hacia mí. En sus ojos, alrededor de los cuales la linterna creaba un antifaz de sombras, flotaba un brillo burlón.
– Por fin solas, tú y yo. Imagínate el Yorick en este punto, colega. Mientras peleábamos, he seguido cargándolo. Será una experiencia pionera. Nadie ha sentido tanto placer en la puta historia… Te mearás de gusto mientras matas a tu hermana y a Miguel, tía, será la hostia, créeme. Qué lástima que después no recuerdes nada. Luego llamarás al departamento… Voy a hacerte viajar al cielo, Jirafa. Así descubrirás lo que yo supe con Renard: cuánto se parece al infierno. Dos extremos insoportables.
Sabía que no fanfarroneaba. Mientras hablaba, separó las flacas piernas afirmando los pies, las puntas dirigidas hacia mí, y comenzó a alzar los brazos iluminada por la linterna desde abajo. Era como si una luz procedente de sus ingles hiciera resplandecer toda su figura.
Comprendí que en pocos segundos ya no habría vuelta atrás. Los últimos jirones de pensamiento coherente escaparían de mi cabeza como los objetos de la cabina de un avión a gran altura con el fuselaje destrozado.
– Te diré una última cosa -susurró Claudia mientras las sombras de sus manos trepaban como hiedra, a un ritmo preciso, por la pared que tenía detrás-. Nunca fuiste mejor que yo. Eras guapa, chula… Gens te conservó por eso, a él le gustabas. Pero nunca fuiste como yo. -Sus flacos brazos se elevaban como un amanecer: cuando completaran su ascenso, el sol de la máscara me cegaría del todo. Casi podía oír la aplastante llegada del placer, su rumor de pesada maquinaria haciendo vibrar todos mis órganos. Disponía solo de algunos segundos. Pero era preciso calcularlos, y la concentración me costaba cada vez más-. Yo le di el Yorick, Jirafa… -agregó mientras sus brazos casi finalizaban su recorrido; me fijé en las manos, abiertas, girando con la suave exactitud de módulos de nave espacial-. Fui yo quien lo obtuvo, no tú… Recuérdalo para siempre.
– Enhorabuena, Cecé -dije.
Entonces lo hice.
Éramos cebos, éramos tramposas. Esperaba haberla engañado con el intento de máscara que había realizado antes. En realidad, tal como acostumbraba, contaba con un segundo plan, más extraño. Mi propósito había sido colocarme delante del espejo y aferrar el telón que lo cubría por una esquina. En el instante en que Claudia realizaba los gestos finales, hice lo único que se me permitía hacer en el estado en que me encontraba. No podía atacarla, no podía escapar, ni siquiera cerrar los ojos.
Pero podía dejar de resistirme, caer a sus pies.
Y eso hice, dejando que el peso de mi cuerpo me arrastrase, como una fan ante su actriz idolatrada. Mis manos, aún aferradas al telón, tiraron de él. Había esperado que bastara aquel impulso para arrancarlo del marco.
El telón cayó conmigo.
No grité al recibir el brutal golpe en las rodillas, y ni siquiera «desperté», como en las fantasías sobre hipnotizados. Pero comprobé que conservaba un reducto de conciencia, de voluntad propia.
Ignoraba si ocurría lo mismo con Claudia.
Seguía inmóvil frente al espejo, donde veía reflejada su propia imagen paralizada en el gesto final de la máscara. Yo había improvisado aquel plan esperando que, al ver su reflejo, Claudia perdiese la concentración y los efectos de la máscara sobre mí se atenuaran, pero el resultado final había superado todas mis expectativas. ¿Qué podía sucederle? No recordaba ningún precedente sobre un cebo poseído por sí mismo.
Me alejé a rastras de ella y quedé durante un rato jadeando en el suelo. El retorno de sensaciones físicas no placenteras -el dolor del muñón, de los golpes- me hizo pensar que el control de Claudia sobre mí se disipaba. Seguía mareada, como bajo los efectos de una fuerte resaca, pero me hallaba libre.
Levanté la cabeza. Claudia continuaba en la misma postura: las piernas separadas, los brazos en alto. No parecía siquiera respirar. Era algo tan extraño, tan horrible, que aparté la vista tras unos instantes de intensa fascinación, evitando mirar su rostro.
En aquel momento no podía pensar en qué hacer con Claudia; otras personas reclamaban mi atención.
Corrí hacia Miguel y respiré aliviada al comprobar que aún tenía pulso, aunque débil. Até de nuevo el vendaje sobre mi mano para poder utilizar los dedos que me quedaban y restañar mi propio sangrado. Encendí la linterna de Miguel y bajo su luz le desabroché la camisa y examiné la herida. La bala había penetrado un poco por debajo de la clavícula izquierda. Seguía vivo de puro milagro. Por fortuna, había recibido un solo disparo, pero la frialdad y el brillo de sudor de su piel me hicieron pensar que estaba entrando en estado de shock. Me fijé en que él mismo había intentado detener la hemorragia con la mano, y lo ayudé usando mi cazadora. Saqué el teléfono móvil, aunque suponía que sería inútil porque Claudia habría conectado inhibidores de llamadas. Sin embargo, la pantalla me informó de que tenía cobertura. Quizá se había sentido muy segura de controlar la situación y había descuidado otras precauciones, o le había desconcertado el hecho de traernos a la granja. Llamé al departamento, que era más rápido que la policía, me identifiqué y expliqué que había un cebo malherido.
Cuando colgué, vi que Miguel giraba la cabeza para mirarme. Me incliné sobre él y le susurré que lo amaba. Lo abracé queriendo cerrar aquella herida con todo mi ser, impedir que su última sangre se perdiera, conservar al menos aquella sangre final. Cerró los ojos, y pareció caer en un sueño profundo. «No voy a dejarte morir», pensé.
Me volví hacia Claudia. No creí que se hubiese movido ni un milímetro. «Tiene que ser el Yorick», supuse. La máscara de Labor que estaba ejecutando nunca habría provocado aquel efecto en ella, pero recordé sus palabras cuando dijo que el Yorick era un «añadido» que aumentaba hasta extremos inconcebibles el placer de cualquier máscara. «Está contemplando el reflejo del Yorick en el espejo, y eso la posee», deduje.
En ese instante oí un gemido desde otro sitio del escenario.
Recordé a mi hermana y apunté la linterna hacia ella: continuaba acurrucada en la tarima, aunque había alzado la cabeza y me miraba directamente. Fue tan maravilloso comprobar cómo sus ojos perdían el velo de confusión que los había cubierto que casi me olvidé de Miguel.