– ¿Diana? -murmuró.
– Sí, soy yo. Calma, todo está bien. -Aparté la linterna para no cegarla.
Me observaba por encima del hombro, temerosa, como si esperase recibir un golpe, pero existía una clara diferencia entre el miedo y la posesión: Vera salía de su particular pozo cada vez más. La vi reaccionar con pánico al descubrir a Claudia.
– ¿Qué… le ocurre?
– Intentó hacer una máscara -expliqué-. Creo que se ha poseído a sí misma.
– ¡Es… es horrible!
– Lo sé. No la mires. Ayúdame a mantener esto apretado contra Miguel, por favor. -Le indiqué el bulto húmedo de mi cazadora. Vera se acercó y colaboró. Sentí que el hecho de poder ser útil la tranquilizaba de alguna forma. Nos miramos y ella empezó a sollozar.
– ¡Claudia quería… quería hacerte daño…! ¡Yo la odiaba, pero debía obedecerla!
– Olvídalo -susurré.
– ¡Yo quería parar! ¡Pero ella insistía y yo tenía que…!
– Ya basta, Vera. Estamos juntas, es lo que importa.
– ¡Yo la odiaba, Diana! ¡La odiaba! ¡La…!
Sabía lo que intentaba: improvisaba burdas explicaciones con el fin de consolarse a sí misma. La única explicación real era el psinoma, pero su mente racional no podía admitir que el placer la hubiese llevado al extremo de perjudicarme.
– Vera. -Cogí su cara entre mis manos-. Mírame. Ya pasó todo, cariño. Claudia ya no es un peligro.
Como si mencionar su nombre hubiese sido una señal, ambas volvimos a mirarla. Desde donde estábamos, agachadas junto a Miguel, veíamos su figura de espaldas, las flacas piernas desnudas hasta el inicio de los leotardos negros, las nalgas como dos cúpulas de músculo a ambos lados del tanga, la espalda con los omoplatos pronunciados como alas atróficas y los brazos en alto. Era como la estatua de una bailarina, uno de aquellos monumentos al «dolor humano» del parque Zona Cero. Pero había algo más ahora. Cambios en su aspecto.
El más llamativo era la pieclass="underline" la espalda y los muslos estaban como cubiertos por diminutas lentejuelas o escamas de reptil que brillaban a la luz de la linterna. Comprendí que se trataba de sudor. Clónicas, geométricas gotitas, como si todos sus poros hubiesen decidido abrirse al mismo tiempo y expulsar idéntica cantidad de líquido. Entonces me incliné y vi su rostro reflejado en el espejo.
Tuve que morderme el labio para no gritar.
Sus ojos eran dos bolas de piedra pintada sobresaliendo de las órbitas, y creí distinguir que el sudor resbalaba sobre ellos sin que los párpados se cerrasen. La boca, como otra órbita, se hallaba abierta y rígida, la lengua replegada sobre el paladar. Incluso el rostro parecía haberse hecho más afilado. Imaginé que, abrumado de placer, el psinoma, ese rey tirano, no le permitía perderse, siquiera una fracción de segundo, la visión que tanto goce le causaba y reclamaba más, con lo cual la figura se volvía más placentera y a la vez se desgastaba. Era una especie de cortocircuito. La imagen me recordó la de la figura flaca y asexuada del cuadro El grito de Munch. «Es el Yorick», pensé y sentí náuseas. El cráneo del bufón de Hamlet, aquella faz huesuda de boca y órbitas abiertas como fosos, mirando más allá de sí misma y de la realidad. Supuse que a Gens le habría gustado contemplar el resultado final de su horrible experimento.
Pensar en Gens me hizo volver la cabeza hacia la puerta. Alcancé a distinguirlo a la trémula luz del farol de camping en el escenario contiguo: sentado en el mismo sitio, su rostro convertido en una masa coagulada. Aunque en aquel momento lo odiaba más que nunca, deseé con todas mis fuerzas que hubiese muerto ya. Pensé que Víctor Gens había experimentado el infinito dolor, pero acaso el destino de Claudia merecía más compasión, por tratarse del placer infinito; el dolor había reclamado, y obtenido, la muerte como alivio final, pero el placer parecía prolongar la vida en un éxtasis vegetal, paralizado, insoportable. ¿Cómo podemos defendernos de la felicidad eterna? Claudia se equivocaba; el cielo es mucho peor que el infierno. Matarla habría sido un acto piadoso, y sin embargo preferí esperar a que llegara la ayuda.
– ¿Miguel se pondrá bien? -preguntó Vera.
– Seguro que sí. -Despejé los cabellos sudorosos de la frente de Miguel y noté que reaccionaba a mi mano. Su piel estaba fría y pálida. El pulso persistía, pero era cada vez más débil-. Me salvaste la vida -le susurré-. Y ahora te vas a salvar tú, ¿me oyes? No vas a marcharte, no lo harás…
Maldije mentalmente la demora de la ambulancia, y de pronto me eché a llorar. La mano de Vera acarició mi hombro.
– Todo saldrá bien -susurró.
Una sensación inesperada me asaltó entonces al mirar a mi hermana, borrosa tras la pantalla de lágrimas. De súbito la vi como una mujer adulta. Ni siquiera como a mi hermana, como la niña de tímpanos rotos a la que yo había cuidado en el hospital tras la muerte de nuestros padres, sino como a una amiga, alguien a quien yo amaba pero a quien no por ello debía abrumar con mi amor. Una persona responsable, independiente, que debía seguir su propio camino, fuera el que fuese. Yo la había cuidado todo lo que había podido, pero quizá ya era hora de que ella continuara a solas.
– Sí -le dije, secándome los ojos, aún sorprendida por aquella idea repentina-. Todo saldrá… -Agucé el oído. El estrépito de las sirenas era remoto, pero inconfundible. Parte del malestar que sentía se esfumó de repente, y sonreí hacia Vera-. ¡Escucha! ¿Lo oyes? ¡Ya han llegado! ¡Ya…!
Un estallido descomunal hizo que me interrumpiera. Vera y yo gritamos a la vez.
Volví la cabeza y, por un momento, no pude entender lo que contemplaba.
Aquella criatura ensangrentada, erguida sobre un sudario de cristales rotos, era como un jeroglífico indescifrable.
Luego vi el espejo astillado y creí comprender.
De algún modo, Claudia había superado su inmovilidad y se había abalanzado sobre el espejo, haciéndolo pedazos, y con él su propia carne, la magra piel que la envolvía. Trozos de cristales sobresalían clavados a su cuerpo, la sangre la bañaba haciendo brillar su top negro. ¿Cómo lo había conseguido? No podía ser solo un triunfo de su voluntad. ¿Quizá su psinoma la había impulsado hacia el reflejo, con el fin de poseerlo por completo?
No lo sabía. Y en aquel momento solo me importó ver cómo aquel grupo de huesos, unidos por la nigromancia del deseo hasta formar una figura con apariencia humana, se agachaba a recoger uno de los puntiagudos trozos de cristal, del tamaño de un cuchillo de caza, y saltaba sobre nosotras.
Yo estaba segura de que ya no quedaba inteligencia alguna en ella que planeara la agresión: era su psinoma, erigido en monarca absoluto, en Enrique VIII sediento de sangre, que buscaba solo un cuerpo para obtenerla. Y por lo mismo, mientras me incorporaba y apartaba a mi hermana de un empujón, vi mi muerte reflejada en aquellos ojos.
Solo tuve tiempo de alargar los brazos. El impacto del ataque hizo que me estrellara contra la pared, y aullé de dolor. Con la mano derecha logré detener el émbolo que era el brazo de Claudia antes de que el picudo cristal se enterrara en mi garganta, pero apenas pude hacer otra cosa. Su otra mano atrapó mi pelo, tirando casi hasta arrancármelo, mientras la mano derecha derrotaba con inexorable facilidad el obstáculo que ejercían mis inútiles fuerzas. Mi campo visual se llenó de su rostro: una espantosa calavera con trozos de cristal asomando de los labios yermos, pómulos y cejas, incluso de los globos oculares, que seguían fijos en mí.
El silencio que provenía de su boca abierta era ensordecedor.
El pulso que manteníamos se inclinó a su favor y el cuchillo de cristal rozó mi cuello. Sabiendo que iba a morir, me asaltó un último pensamiento, fugaz pero intenso: quizá Claudia tenía razón y había justicia en su ciega venganza. A fin de cuentas, todos estábamos corrompidos por nuestro propio placer, todos éramos cebos de nosotros mismos. El psinoma no tenía escapatoria: éramos solo lo que deseábamos. Así que cerré los ojos y esperé la muerte liberadora, el placer final, el deseo último, y mientras lo hacía escuché la detonación y quedé manchada de Claudia, de los restos de sus pensamientos huecos, y, cuando pude mirar, contemplé cómo su esquelética figura se desplomaba con la sien izquierda rota y la expresión atrapada en la sorpresa, como si la dictadura del psinoma la hubiese abandonado justo en el instante de morir para permitirle ser la Claudia de siempre, y, junto a mí, el crispado pero decidido rostro de mi hermana, un poco por encima del ojo del cañón de la pistola de Miguel, que aún sostenía.