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Recuerdo haber visto a un grupo de sanitarios rodeando el cuerpo de Miguel.

Recuerdo haber rogado en voz alta que lo salvaran.

Recuerdo la nada, la oscuridad, como un telón cayendo sobre mis ojos.

Epílogo

Madrid,

dos semanas después

– Hola, ¿puedo pasar?

– Claro. Qué pregunta. Me alegro de verte.

– Y yo a ti.

– Siéntate, por favor.

Sonreímos. Mario Valle se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. La consulta estaba, como siempre, ordenada y elegante, aunque de forma excepcional las persianas se hallaban levantadas y la luz del mediodía penetraba por ellas.

Elegí el diván en vez del asiento frente al escritorio, lo cual pareció divertirle. Él eligió sentarse en la butaca de los pacientes, frente a mí.

– ¿Vas a hacerme otra confesión?

– Un poco, sí -convine.

Su sonrisa persistía, pero era como si estuviera paralizada.

– ¿Ha ocurrido algo?

– Nada especial. -Me quité la cazadora y la dejé a un lado-. Siento no haberte llamado en estos días.

– Supuse que estarías… trabajando -dijo.

– Bueno, me quedaban cosillas por resolver. Valle asintió.

– ¿Ya están resueltas?

– Puede decirse que sí. Y lamento haber venido sin avisar. Pensé que a última hora de la mañana ya habrías terminado la consulta pero no te habrías ido aún…

– Por Dios, Diana, ¿acabaste con las disculpas? Me encanta verte, en serio.

– A mí también me agrada verte. -Me froté los brazos-. He estado pensando.

– Es un ejercicio muy sano que debería practicar la gente más a menudo. Además, te sienta bien pensar. -Me miraba la mano izquierda, con el pequeño muñón del dedo meñique-. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Las heridas van cerrándose.

– Me alegro. Estás guapísima.

– Gracias. Tú también estás muy guapo.

Me deleitó ver que Mario Valle reaccionaba ante el piropo como la mayoría de los hombres: quitándole importancia, como si se tratase de una verdad evidente. Al sonreír de nuevo noté que se hallaba más relajado.

– Y una vez que has sobornado al psicólogo elogiando su belleza, dime qué has estado pensando.

– Bueno, me pediste que tomara una decisión, ¿recuerdas?

Por un momento fue como si Valle sospechara padecer una enfermedad mortal y le hubiesen dicho que ya había llegado el resultado de los análisis.

– No quiero que me digas nada que no desees decirme. -Me detuvo con un gesto.

– Deseo decírtelo.

– No, no, Diana, no. De verdad.

– ¿No quieres saberla?

– Ya la sé. Por favor, ya la sé. La supe en el mismo momento en que te pedí que la tomaras. -Hizo un vaivén con la mano-. Quieres a un… a uno de tus compañeros, ¿no es cierto? Estabas planeando retirarte y vivir con él. Oye, perfecto. Lo único que pretendo, lo único que he pretendido siempre, es que dejes ese trabajo. Te lo juro. Solo me importa tu felicidad, Diana. Que dejes de sufrir. No me mires así, hablo en serio…

– No te miro de ninguna forma, pero…

– Quizá te dije algo que no debí decirte -añadió apresuradamente-. Me dejé llevar por el impulso… Supongo que es parte del síndrome del hombre mayor atraído por la chica joven y guapa. No quiero insinuar que exageré mis sentimientos. Fui sincero. Nos pasamos toda la vida buscando alguien que nos pueda comprender, y de repente lo encontramos. Eso fue lo que me ocurrió contigo. Lo siento.

– ¿Puedo hablar? -Levanté el índice mientras sonreía.

– No, no puedes. No quiero oír lo que ya sé. No es necesario. Lo de pedirte que te decidieras fue una reacción adolescente, impropia de… ¿De qué te ríes?

– Me hacéis gracia los psicólogos. De cada tres cosas que decís, dos son un autoanálisis.

– Aquel día, según parece, dije la tercera -replicó Valle, y nos callamos tras breves sonrisas-. Te echaré de menos -agregó después de la pausa, con una voz tan suave que parecía dirigida a sí mismo-. Pero no es preciso que vengas a disculparte por tu elección.

– No he venido a disculparme, Mario.

Valle me observó. Si yo hubiese sido una caja fuerte, su ceño en aquel momento sería el del ladrón experto. Yo también lo miré. Su dulzura, su simpatía, incluso su vanidad de hombre elegante -en aquella ocasión camisa y pantalones verdes y camiseta borgoña-, todo en él parecía estar dirigido a un único fin. Era como si dijera: «Estoy aquí, soy simpático, amable, puedo escucharte, comprenderte». Me agradaba su forma de ser.

Dejé de sonreír, pero no de mirarlo. Inspiré profundamente. Agregué:

– He venido a decirte que te he elegido a ti.

Dos semanas antes no hubiese podido imaginarme a mí misma diciendo eso. Pero, claro está, tenía otras cosas en qué pensar. Y los del equipo de seguridad de mi departamento se habían encargado, como siempre, de hacer que pensar fuese una actividad difícil. Habían irrumpido en el escenario de la granja la noche trágica de Claudia provistos de la parafernalia habitual para cebos peligrosos: visores de deformación de imagen y filtros de sonido, así como pistolas hipodérmicas, aunque sabían que una máscara bien ejecutada hubiese traspasado esas burdas defensas. Yo ya había perdido la conciencia después de que mi hermana disparase sobre Claudia, pero ellos colaboraron desinteresadamente clavándome un dardo en la garganta.

Y tras aquel telón, el Taller. Los enfermeros habituales, la vigilancia habitual. O quizá un poco peor que lo habitual.

Pasé horas sintiéndome como si mi aliento pudiese contagiar un virus hemorrágico. Me mantenían tras unas cortinas semitransparentes y me miraban como a un animal sin catalogar. Me cambiaban de ropa sin previo aviso, y a veces me la quitaban durante varios minutos, de forma que me resultara imposible planear una máscara con un disfraz específico. Por supuesto, hicieron caso omiso a mis ansiosas preguntas, hasta que al fin entró El Que Contestaba, un tipo en mangas de camisa, gafas y aspecto de mirar menos seres humanos que pantallas. Vino rodeado de personal de seguridad.

– Su hermana está fuera de peligro -dijo. Yo había incluido a Miguel en mi pregunta, y el silencio sobre su estado me hizo sentir un viento gélido en la nuca.

El funcionario cruzó los brazos y añadió:

– Laredo perdió mucha sangre, y aún está en Cuidados Intensivos. El proyectil no lesionó el corazón ni los vasos sanguíneos importantes, aunque perforó la parte superior del pulmón izquierdo. Su pronóstico es reservado.

Oír que seguía con vida me alivió tanto que casi deseé saltar. Pero ni siquiera sonreí, fiel a mi entrenamiento como cebo. No pocas veces todo se pierde por la expresión inoportuna de un afecto, lo sabía muy bien.

A cambio de aquella información tuve que ofrecer la mía. Hablé de Claudia, de Gens, de lo que sospechaba que habían hecho y de lo que sabía con certeza que hicieron. También del Yorick, de lo que creía que era y el efecto que producía. Esta última parte de mi declaración fue minuciosa, porque salvo Vera o yo misma, todos los que habían experimentado o ensayado aquella máscara, incluyendo a Claudia y Gens, se habían llevado el secreto a la tumba. Mientras yo hablaba, el hombre escuchaba y asentía. Nadie tomaba apuntes, y me figuré que si mis pensamientos hubiesen sido imágenes, habrían colocado otra cámara más intentando filmarlos.