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Y cuando la inquisición acabó, me dejaron visitar a Vera.

Se hallaba en una habitación similar a la mía, pero con vigilantes montando guardia en la puerta. Claro está, no la protegían de lo que pudieran hacerle otros, sino de lo que ella pudiera hacer a los demás. Era una simple muchachita, o eso parecía, pero había sido poseída por el Yorick, y era obvio que el Yorick seguía desconcertándoles. Además, a veces no estaba claro cuándo una máscara había dejado de ser eficaz o, simplemente, fracasaba aunque pudiera ser intentada de nuevo. Sea como fuere, me dejaron pasar, y allí estaba. Con los ojos bajos, modesta, mínima, aparentemente inofensiva.

Me produjo una emoción extraña encontrarme frente a Vera, de esa clase «al borde de todo» -la alegría y la pena, la confianza y la duda, la calma y la inquietud- que, según Gens, emana de las últimas obras de Shakespeare, en las que aquel escritor había intentado superar los límites del teatro y la literatura. Recordé, en concreto, la última en la que había dejado su rastro, en colaboración con Fletcher: Los dos nobles parientes. Y así estábamos Vera y yo, vestidas con idénticas batas de hospital, unidas por nuestro vago pero distinguible parecido físico: parientes nobles o innobles que se reúnen casi por primera vez después de una larga ausencia.

Haciendo honor al lazo familiar, dijimos lo mismo al mismo tiempo:

– ¿Cómo estás?

Y sonreímos, claro, sin saber cómo comenzar aquella escena tragicómica.

– Tú primero -propuse.

– Estoy bien. Me han dicho que duermo casi doce horas todos los días. ¿Y tú?

– Igual. Ya sabes, para vivir el lujo a tope, solo tienes que ponerte mala.

Me encantó encontrar en su rostro la misma risita de siempre.

– Tú no tienes aspecto de estar muy mala -dijo.

– ¿Te refieres a que he engordado?

– No, sigues siendo alta, flaca y…

– Y «desgarbada» -completé, reconociendo una frase en broma que papá solía decirme. Sentí cierto dolorido asombro. Me pregunté, no por primera vez, cuánto recordaba realmente mi hermana de nuestros padres y cuánto era, tan solo, la memoria de lo que yo le narraba sobre ellos-. No creo que engordemos con la comida que dan aquí.

– Desde luego. -Pellizcaba el borde de la sábana con insistencia. Yo no deseaba ponerla más nerviosa hablando de lo ocurrido, pero Vera era mi hermana, y cebo como yo: estábamos acostumbradas a hundir el bisturí en lo más delicado de nuestra conciencia. De modo que me senté a su lado y le acaricié el brazo mientras hablaba.

– Siento lo de Elisa… Lo siento mucho. -Se encogió de hombros, pero reprimió el llanto: parecía intentar demostrar que podía superarlo-. ¿Lo recuerdas todo?

– Sí. -Titubeó-. He fallado…

– No, me salvaste la vida. Y te portaste como una verdadera profesional.

– Me dejé poseer. Caí en la trampa.

– Claudia era demasiado fuerte para todos.

Pero no era ese su pensamiento final, y al intentar reparar los pequeños desperfectos yo estaba descuidando, como una imbécil, la avería mayor.

– ¿Sabes? -musitó entonces-. Al principio, no quería… dispararle… a…

Asentí comprendiendo lo que insinuaba. «No quería dispararle a ella sino a ti», era la frase que no se atrevía a pronunciar. Naturalmente, había tenido otra intención al agacharse y coger la pistola, pero había cambiado de opinión, o se había obligado a hacerlo con un esfuerzo de voluntad, en el último segundo.

– Vera, cariño, cálmate. -La abracé al verla llorar-. Una posesión intensa deja vínculos, no debes sentirte mal por eso… Tu psinoma tendía a protegerla a ella, porque Claudia había sido tu fuente de placer. Pero al final elegiste salvarme a mí, lo cual me prueba que te hago más feliz. -No logré que sonriera, pero al menos su llanto cesó. La besé en el pelo y añadí-: Además, es bueno que hayas experimentado lo que se siente al estar poseída. Todo buen cebo debe probar su propia medicina…

Se apartó para mirarme con ojos asombrados y llorosos.

– ¿«Todo buen cebo»?

Asentí.

– Eres buena, pero en el futuro serás aún mejor.

– No estoy muy segura de que quiera seguir con esto…

– Es pronto para decidirlo, ¿no crees?

Me miraba de hito en hito. Sus sonrisas eran como criaturas que morían al nacer.

– Pero tú no querías que yo… siguiera…

– Estaba equivocada, y ahora lo sé. -Le despejé el pelo de la frente y respiré hondo-. Ya no eres una niña. No necesitas mi protección, Vera. -Al instante de decir esto pensé que no era cierto. Pero sí lo era, y recapacité de inmediato-. O no la necesitas más que yo la tuya. De modo que piénsalo con calma. Es tu propia vida, y yo voy a dejar que la vivas como quieras. Solo deseo decirte esto: hagas lo que hagas, no lo hagas por papá y mamá. Ya les hemos devuelto con creces el amor que nos dieron. Ellos saben que nunca les olvidaremos, pero ahora debemos dejarlos descansar. Hagas lo que hagas, hazlo siempre por ti.

– ¿Y tú? ¿Qué harás?

No cometí el error de disimular mis propias dudas.

– No lo sé. También tengo que tomar una decisión.

– Entonces estamos igual. -Sonrió.

– Sí, igual. -Nos abrazamos, y mientras sentía su cuerpo respirar junto al mío, supe que la niña de tímpanos rotos a la que yo había cuidado toda mi vida había desaparecido para siempre. Ahora éramos Vera y yo, dos mujeres con distintos futuros. Ya ninguna de las dos necesitaba de la otra. Las dos estábamos, por fin, solas.

Y debido a ello, las dos estábamos, por fin, juntas.

El resto consistió en recoger la mesa. Esa fue mi impresión de los días que se sucedieron: despejar mi mundo y esperar a ver qué quedaba. Miguel mejoraba, y aunque los ratos que pasaba con él eran breves, me alegraba comprobar que cada día su pulso era más firme y su mirada más intensa. Hablábamos poco, y nunca del futuro. Todo consistía en aguardar a que él se sintiese con fuerzas, y entonces podría comentarle mis dudas, mis esperanzas, la sombra aún remota de mi decisión.

Entretanto, también tuve que recoger la mesa de otros. Claudia había planteado más enigmas que soluciones, y empezaba a extenderse la idea de que el Yorick era un hallazgo revolucionario. La única testigo de aquella máscara con capacidad para contarlo todo era yo, y antes de que me dieran el alta recibí la visita de algunos de los grandes: Vincent Jolia y Stephen Barth, de Psicología Criminal del FBI en Virginia, y Jean-Paul Alain, de París, gran amigo y viejo colaborador de Gens. Me sentí como si fuese un fenómeno de feria. Y lo repetí todo como un loro, salvo lo relacionado con el propio Gens. Nuestro nuevo director de departamento -el perfi Ricardo Montemayor- y nuestro enlace con el gobierno, Gonzalo Seseña, me dijeron que, en lo que al mundo respectaba, Gens ya estaba muerto y no era preciso matarlo por segunda vez. Sin embargo, no por ello dejaron de ofrecerle un segundo entierro.

Se celebró en Barcelona, tres días después de que yo saliera del hospital, durante una ceremonia privada a la que Seseña, sorprendentemente, me invitó. Y para mayor sorpresa por mi parte, decidí aceptar. Tomé un puente aéreo, y permanecí callada y distante en el magno camposanto en que se hallaba el panteón de los Gens, donde fue introducida la urna con sus cenizas. Pensé que aquel mausoleo con gárgolas como máscaras en sus frisos era el lugar adecuado para albergar sus restos; un guiñol de marionetas de piedra, el telón final para el señor Peoples, el hombre que demostró que los hombres son actores, que el mundo es un escenario y que todo eso ya lo sabía otro hombre quinientos años antes. Y recordé a ese otro hombre, mucho más lejano.