Gens me lo había contado. Tras aquellas últimas obras en las que autores «oficiales» habían colaborado disimulando las claves ritualistas, William Shakespeare se había retirado a su pueblo natal, donde había fallecido en poco tiempo. «Una medida inteligente: el gobierno lo eliminó con rapidez y sin violencia, tan solo obligándolo a vivir con la familia -comentaba Gens, socarrón-. Yo no tengo familia, por suerte -añadía-, y ello me hace pensar que no van a poder eliminarme con sutileza. Moriré creando, moriré en la batalla.» Recordé aquellas palabras, y supuse que las diferencias ya estaban niveladas: Shakespeare y Gens habían explorado los extremos, habían sido devorados por sus propias creaciones y ahora eran tan solo un enigma y un monumento.
Durante aquellos últimos días pensé en Gens, en Claudia -a la que Seseña quiso rendir un tardío homenaje demoliendo la granja- y, por supuesto, en Miguel y Mario Valle, pero sobre todo en este mundo de locos, carente de verdades profundas salvo el placer, donde solo la ciencia y el teatro pueden intentar conseguir una justicia propia.
Entonces, una noche, tomé la decisión.
Y al día siguiente me presenté en la consulta de Valle.
– Te he elegido a ti -repetí, más firme.
Mario Valle se había puesto en pie.
– Diana… tú… No… Tú amas a otra persona…
– Eso he creído siempre -confesé-. No te mentí: quería a alguien. Supongo que sigo queriéndolo, pero… no se trata solo de una decisión entre dos hombres, Mario, también entre dos clases de vida. Y sé que no quiero vivir la que él me ofrece.
– Quizá te engañes.
– Quizá.
El semblante de Valle parecía sometido a los efectos de una mala noticia, pero le oía jadear, expectante. Sonreí.
– Si has cambiado de decisión respecto de mí lo entenderé, de verdad. Yo…
– No, no -me interrumpió-. Solo quiero que estés segura de esto, Diana. Por el daño que podrías hacerte a ti misma, por el que podríamos hacernos mutuamente…
– No ha sido una decisión fácil, pero ya está tomada.
Yo también me había levantado. Nos hallábamos frente a frente, como aquel día en su casa, cuando empezamos a besarnos. Pero ahora no hubo besos, solo miradas intensas, asombro y un largo silencio. Al final, Valle sonrió.
– Ah, carajo, qué final de consulta el de hoy. -Me eché a reír del tono susurrante de su voz-. En fin… tenemos que hablar… Estaba pensando si tenía alguna… botella de champán aquí, pero ni siquiera me quedan cervezas. Solo agua.
– Pues entonces agua.
– Puedo decirle a mi secretaria que vaya a por champán…
– No me emborraches antes del almuerzo, por favor. Brindemos con agua.
Nos reíamos como niños pequeños. Se dirigió a una habitación adyacente, donde al parecer disponía de una pequeña cocina. Le oí trastear con vasos. Me acerqué a la puerta y lo vi sirviendo agua fría de una pequeña jarra procedente de una nevera abierta. Se hallaba de espaldas a mí, por lo que no me resultó difícil colocarle en la nuca el cañón de la pequeña pistola que había sacado del pantalón.
– Deja todo lo que tienes en las manos, Mario, y date la vuelta despacio.
Se quedó paralizado. Repetí la orden amartillando el arma casi plana que había logrado disimular incluso en mis pantalones ceñidos. Lo vi dejar sobre la mesa los dos objetos que sostenía: la jarra de agua y el pequeño vial que había sacado de un compartimiento no mayor que la mano de un niño al fondo de una repisa sobre la nevera. Vislumbré allí varios viales más, así como un frasco sin etiquetar.
– Ahora vuélvete con las manos en la cabeza. Y no intentes nada.
El Mario Valle que giró hacia mí no guardaba mucho parecido con el de momentos antes, ni con el que yo conocía: un tic le inquietaba el párpado, mostraba los dientes. La emoción predominante no era tanto la sorpresa como la rabia.
– ¿Qué es esto, Diana…? ¿Qué me has hecho?
– Te he provocado una disrupción. Es una manera de sobrepasar el enganche para que el psinoma tome por unos cuantos segundos el mando de la conciencia. Es como una mezcla de cocaína y alcohoclass="underline" a algunos les da por pelear, a otros por coger cuchillos y a ti te ha llevado directo a abrir ese compartimiento oculto que tienes en la repisa…
De repente Valle parecía muy serio.
– ¿Desde cuándo me engañas?
– Desde el principio -dije-. En todo caso, desde mucho después de que tú te convirtieras en el Envenenador.
– Yo… no soy…
– Oh, vamos -lo interrumpí-. ¿Qué guardas ahí? Tiene toda la pinta de ser una caja de seguridad con teclado invisible. Estará equipada con bloqueadores de escáner. Una vez cerrada, nadie podría descubrirla. Es un objeto caro. ¿Qué contienen esos viales que es tan valioso, doctor? Apuesto a que un veneno orgánico, de los que no dejan trazas, preparado con las viejas recetas indígenas de las tribus con que conviviste, ¿no?
La disrupción es como un relámpago: violenta, impredecible, a veces mortal, pero igual de fugaz. Atisbé el despuntar de la razón en los ojos de Valle, en el gesto de su ceño, en los parpadeos. Supe que el enganche había pasado. Pero no creí que necesitara engancharlo otra vez.
– No hay ninguna ley que prohíba guardar tóxicos en una consulta -dijo un Valle más racional, mucho más frío, pero no menos indignado-. Quiero llamar a mi abogado. Lo que haces es ilegal. Lo que hacéis los cebos es ilegal…
– No lo es, en cambio, envenenar a pacientes que acuden buscando ayuda.
– Yo no he hecho daño a nadie. -Tras una pausa, agregó-: No pensaba darte eso.
– Ya lo sé. La disrupción te hizo delatar tu pequeño secretito, tan solo.
– No tienes pruebas… No tenéis nada.
Aquel Valle a la defensiva empezó a repelerme. Sin dejar de apuntarle, sonreí.
– Diga más bien que con el hallazgo del veneno, lo tenemos todo, doctor. Los ordenadores habían establecido conexiones con dos o tres médicos y psicólogos a quienes las víctimas podían haber visitado, incluyéndole a usted. Por supuesto, el acceso a Winf-Pat le permitía borrar los datos de los pacientes que acudían por primera vez, ¿verdad? De ese modo era casi imposible saber que todos habían visitado su consulta. Y el efecto del veneno no era inmediato: usted les ofrecía un vaso de agua y los dejaba marchar. ¿Son nanocápsulas? Se liberan al cabo de varias semanas, a veces meses, y no dejan huella… Nadie podía dar con su rastro, y desde luego ningún juez iba a firmar una orden de registro en los domicilios que un ordenador había elegido. Se necesitaban cebos. A mí me destinaron a usted. Cuando pensé en dimitir me ocupaba de dos cacerías: la del asesino de prostitutas y la suya. Aún no estábamos seguros de que usted fuese el Envenenador, pero como yo iba a dejar el trabajo lo visité por última vez. Tenía que despedirme de manera «natural» para cederle el paso al nuevo cebo que me sustituyera. Luego, cuando decidí proseguir, continué de nuevo con ambas cacerías y seguí visitándolo. Lo de hallar mi nombre verdadero en Winf-Pat y usar mis recuerdos y mi identidad real estaba preparado de antemano. Eran el escenario del teatro.
Valle movía la cabeza de un lado a otro, intentando mostrarse sarcástico.
– Es absurdo -estalló entonces-. Tú misma dices que yo era sospechoso, y sin embargo me confesaste toda la verdad sobre ti: que eras un cebo de la policía…
– Era parte de la máscara. Su filia no es la de Presa, como le dije, sino otra similar, aunque bastante más rara: la llaman «de Cebo». El nombre no importa. Lo que importa es que para realizar mi teatro con usted, tenía que contarle la verdad sobre mí. La máscara de Cebo exige que el cebo declare abiertamente que lo es. Yo no podía callar nada sobre mí misma, salvo mis intenciones. Es laboriosa, requiere días para ajustaría. Yo la perfeccionaba con cada visita que le hacía. Hoy decidí que era el momento adecuado para la disrupción.