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– Cinco mil millones -dijo Caldwell-. Éste es, según el estado actual de nuestros conocimientos, el número de años de vida del universo. Es posible que sean más; pero ésta es su edad mínima. Bien, a ver quién puede decirme qué es un billón.

– Mil veces un millón -dijo Judy con voz trémula.

Pobre desgraciada, ¿por qué no trataba nadie de sacarla del lío? ¿Por qué no hablaba alguno de los más brillantes, como el joven Kegerise? Kegerise estaba sentado con las piernas estiradas hacia el pasillo y sonreía para sí mientras garabateaba en su libreta. Caldwell buscó a Peter con la mirada hasta que recordó que su chico no pertenecía a este curso. Iba a séptimo. Zimmerman anotó algo en su hoja de papel y le hizo un guiño a la muchacha que se la había prestado, que no entendía qué estaba ocurriendo. Era tonta. Tan tonta como una piedra.

– No mil veces, un millón -declaró Caldwell-. Un millón de millones. Eso es un billón. En el mundo viven actualmente dos mil millones de personas -continuó- y su historia empezó hace alrededor de un millón de años, cuando un mono bajó de un árbol, echó una mirada a su alrededor y se preguntó qué estaba haciendo aquí.

Toda la clase se rió, y Deifendorf, uno de los chicos que vivían en el campo e iban a la escuela en autobús, empezó a rascarse la cabeza y el sobaco y se puso a hacer ruidos como de mono. Caldwell trató de fingir que no se daba cuenta de nada porque aquel chico era el mejor nadador del instituto.

– También olmos hablar de miles de millones cuando se dan las cifras de la deuda nacional -dijo-. Nos debemos a nosotros mismos alrededor de doscientos sesenta mil millones de dólares en estos momentos. Y matar a Hitler nos costó alrededor de trescientos cincuenta mil millones. También salen estas cifras hablando de estrellas. Hay alrededor de cien mil millones de estrellas en nuestra galaxia, ¿qué galaxia es?, ¿quién lo sabe?

– El sistema solar -dijo Judy.

– La Vía Láctea -dijo Caldwell-. En el sistema solar hay solamente una estrella. ¿Cómo se llama?

Caldwell dirigió su mirada hacia el fondo del aula, pero en la esquina de su campo de visión volvió a aparecer Judy que, pese a los esfuerzos del profesor, se levantó para decir:

– ¿Venus?

Los chicos se rieron al oírlo. Venus, venéreo. Enfermedades venéreas. Alguien dio una palmada.

– Venus es el planeta más brillante -explicó Caldwell a Judy-. Decimos que es una estrella porque tiene el mismo aspecto que las estrellas. Pero, naturalmente, la única estrella de la que estamos cerca es…

– El Sol -dijo uno de los alumnos.

Caldwell nunca llegó a saber quién fue, porque en aquel momento estaba mirando el rostro tenso de Judith Lengel y tratando de decirle sin palabras que no debía permitir que su padre la humillara. Tranquilízate, chica; el día más imprevisto encontrarás tu pareja; te casarás, tendrás hijos; serás tenida en consideración. (No está maclass="underline" de vez en cuando Caldwell tenía inspiraciones como éstas.)

– Muy bien -dijo a la clase-, el Sol. Aquí tenemos otro número.

En la pizarra escribió 6.000.000.000.000.000.000.000.

– ¿Qué número es éste? -y él mismo contestó-. Seis -y, saltando de trío en trío- mil, millones, miles de millones, billones, miles de billones, trillones, miles de trillones. Seis mil trillones. ¿Qué es lo que representa este número?

Unas caras mudas le miraban maravilladas y burlonas. Y volvió a responder él mismo.

– Es el peso de la Tierra expresado en toneladas. Pues bien -dijo-, el Sol pesa mucho más.

Escribió en la pizarra 333.000 diciendo, medio a la clase, medio a la pizarra:

– Tres-tres-tres cero-cero-cero. Si lo multiplicamos, obtendremos -Skrkk, scrak, la tiza se partió- uno nueve nueve ocho, seguido de veinticuatro huevos de ganso.

Caldwell dio un paso atrás y miró; su trabajo le daba náuseas.

1.998.000.000.000.000.000.000.000.000

Los ceros le miraban: cada uno de ellos era una herida por la que se escapaba la palabra «veneno».

– Esto es lo que pesa el Sol -dijo Caldwell-. ¿A quién le importa?

Las risas burbujearon a su alrededor. ¿Dónde estaba?

– Hay algunas estrellas que son más grandes -dijo ganando tiempo-, mientras que otras son más pequeñas. Después del Sol, la estrella que está más cerca de la Tierra es Alfa Centauro, que está a cuatro años luz de distancia. La velocidad de la luz es de trescientos mil kilómetros por segundo.

Caldwell escribió esta cifra en la pizarra. Cada vez le quedaba menos espacio.

– Esto equivale a nueve mil billones de kilómetros al año. La estrella Alfa Centauro está a treinta y ocho billones de kilómetros de distancia. -El tenso estómago de Caldwell liberó una burbuja, y se tragó un eructo-. La Vía Láctea, que en tiempos se creía que era el camino por el cual iban las almas de los muertos hacia el cielo, es una ilusión óptica; jamás se podría alcanzar. Es como la niebla, que aunque avances hasta donde es más espesa, nunca llegas a ese supuesto núcleo. La Vía Láctea es como una neblina de estrellas que parece así porque la vemos desde muy lejos a través de toda la galaxia; la galaxia es un disco en rotación que tiene una anchura de cien mil años luz; no sé quién lo lanzó. El centro de la galaxia está más o menos en la dirección de la constelación Sagitario; esta palabra significa «arquero»; en la clase anterior hemos tenido un arquero. Y más allá de nuestra galaxia hay otras galaxias, y en el universo debe haber en total al menos cien mil millones de galaxias, en cada una de las cuales hay cien mil millones de estrellas. ¿Os dicen algo estas cifras?

– No -dijo Deifendorf.

Caldwell desarmó el descaro de la respuesta mostrándose de acuerdo con él. Llevaba dedicado a la enseñanza suficientes años como para saber adelantarse a veces a los bastardos:

– A mí tampoco. Me hacen pensar en la muerte. La mente humana sólo es capaz de comprender cantidades más pequeñas. A la m… -pero se acordó que Zimmerman estaba allí; la cara del director se levantó atenta-… mayoría todo esto no les dice nada. Vamos a tratar de reducir a nuestra medida los cinco mil millones de años. Digamos que hace tres días que existe el universo. Hoy es jueves, y son -miró el reloj- las doce menos veinte -sólo le quedaban veinte minutos; tendría que explicarlo de prisa-. De acuerdo. El lunes pasado, al mediodía, se produjo la mayor explosión que ha habido jamás. Todavía estamos en ella. Cuando miramos las otras galaxias no lo apreciamos, pero en realidad se están alejando de nosotros. Cuanto más lejos están, más rápido van. De acuerdo con los cálculos, todas ellas estaban en un mismo sitio hace alrededor de cinco mil millones de años; todos los millones y billones y trillones al cuadrado y otra vez al cuadrado de toneladas de materia que hay en el universo estaban comprimidos en una esfera de la mayor densidad posible, la densidad del interior del núcleo del átomo; un centímetro cúbico de este huevo primitivo pesaba doscientas cincuenta toneladas.

A Caldwell le dio la sensación de que ese centímetro cúbico acababa de ser depositado en sus intestinos. La astronomía le paralizaba; a veces, por la noche, cuando se tendía agotado en cama, le parecía que su maltrecho cuerpo era fantásticamente enorme y contenía en su oscuridad mil millones de estrellas.

Zimmerman estaba inclinado diciéndole algo en voz baja a Iris Osgood; sus ojos vigilantes acariciaban las ocultas y suaves curvas de las tetas de la chica. La lujuria de Zimmerman dejaba sentir su olor por todo el aula; la chispa llegaba a los alumnos; por la forma en que Becky Davis encorvaba los hombros, Deifendorf, que estaba sentado detrás de ella, debía de estar haciéndole cosquillas en el cuello con la goma de borrar de su lápiz. Becky era una indecente putilla que vivía fuera del pueblo. Su cara era un pequeño triángulo blanco rodeado de un cuadrado almohadón de ensortijado pelo color carne. Era lerda; lerda y sucia.