Fingió que se quitaba el sombrero y la clase se puso a chillar. Mark Youngerman pegó un salto y su acné alcanzó la pared; la pintura empezó a arder en unas erupciones que se extendían lentamente sobre la pizarra lateral. Puños, garras y codos doblados se desdibujaron presas de pánico sobre los cicatrizados y barnizados pupitres; de toda aquella enloquecida masa en movimiento los únicos cuerpos que permanecían quietos eran los de Zimmerman e Iris Osgood. En algún momento, Zimmerman había cruzado el pasillo y se había sentado en el asiento de Iris. Había rodeado los hombros de la chica con su brazo y miraba radiante y lleno de orgullo. Iris permanecía tranquila e inerte bajo su brazo, mirando al suelo con sus grises mejillas ligeramente sonrosadas.
Caldwell miró el reloj. Le quedaban cinco minutos y todavía tenía que contar lo más importante.
– Alrededor de las tres y media de esta mañana -dijo-, mientras todavía dormíais vosotros en vuestras camas, las phylas de mayor tamaño, excepto los cordados, aparecieron ya en forma desarrollada. Esto es al menos lo que nos dicen los fósiles. Hasta el amanecer, el animal más importante del mundo era una cosa muy fea que se llamaba trilobites y estaba muy extendido en el fondo marino.
Un chico de los que estaban junto a las ventanas había colado al entrar en clase una bolsa de papel de una tienda de comestibles y ahora, tras recibir un codazo de un compañero, derramó su contenido, un montón de trilobites vivos, en el suelo. La mayoría medía apenas un par de centímetros; algunos, más de un palmo. Parecían carcomas vistas con lupa, pero eran de color rojizo. Los más grandes tenían en sus rojizos escudos cefálicos condones parcialmente desenrollados, como si se hubieran puesto un sombrero de goma para ir a una fiesta. Enseguida se pusieron a correr entre las patas metálicas de los pupitres, y sus cabezas sin cerebro y sus silbantes frentes cepillaban los tobillos de las chicas, que se pusieron a chillar y levantaron tan alto sus pies que se vieron los destellos de sus blancos muslos y de sus grises bragas. Aterrorizados, algunos de los trilobites se enroscaron hasta convertirse en bolas articuladas. Para divertirse, los chicos empezaron a dejar caer sus pesados libros de texto sobre estos primitivos artrópodos; una de las chicas, un enorme loro morado cubierto de plumas de barro, se agachó rápidamente y cogió uno de los pequeños. Las minúsculas patas dobles de aquel pequeño ser protestaban agitándose al notar que les faltaba el suelo. La chica lo aplastó en su pintado hocico y lo masticó metódicamente.
Caldwell calculó que, a la hora que era, lo mejor que podía hacer era tratar de controlar como pudiera el revuelo hasta que sonara la campana.
– A las siete en punto de esta mañana -explicó, comprobando que algunas de las caras parecían estar escuchando- aparecieron los primeros peces vertebrados. La corteza de la Tierra se combó. Y se redujeron los océanos de la era Ordoviciense.
Fats Frymoyer se inclinó hacia un lado y echó al pequeño Billy Schupp del asiento; el chico, un frágil diabético, cayó al suelo. Cuando trató de levantarse, una mano anónima le tocó la cabeza y le empujó de nuevo hacia abajo.
– A las siete y media empezaron a crecer sobre la tierra las primeras plantas. En las ciénagas, los peces dotados de pulmones aprendieron a respirar y a arrastrarse por el barro. A las ocho en punto aparecieron los anfibios. La Tierra estaba caliente. En la zona antártica había marismas. Crecieron frondosos bosques de helechos gigantes que luego cayeron para formar los depósitos de carbón que hay, por ejemplo, en nuestro propio estado, y que dan el nombre a esta era. Por eso, la palabra «Pennsylvania» puede referirse tanto a un holandés tonto como a una fase del Paleozoico.
Betty Jean Shilling había estado masticando chicle; ahora salía de sus labios un globo auténticamente prodigioso, un globo del tamaño de una pelota de ping-pong. Los ojos de la chica bizquearon a causa de la tensión y estuvieron a punto de salírsele de las órbitas por el esfuerzo. Pero el maravilloso globo estalló, cubriendo su mentón de tiras de color rosa.
– Aparecieron a continuación los insectos, que fueron diversificándose; había libélulas con las alas de más de setenta centímetros de largo. El mundo se enfrió otra vez. Algunos anfibios volvieron al mar; otros empezaron a poner sus huevos en la tierra. Se trataba de reptiles que, durante dos horas, desde las nueve hasta las once, mientras la Tierra volvía a calentarse, constituyeron la forma de vida dominante. Cruzaban el mar plesiosaurios de quince metros de longitud, mientras que, como paraguas rotos, agitaban sus alas en el cielo los pterosaurios. En tierra, seres gigantescos e imbéciles hacían retumbar el suelo.
De acuerdo con una señal preestablecida, todos los chicos se pusieron a producir un sonoro zumbido. No se movían los labios de nadie; los ojos se iban de acá para allá inocentemente; pero el ambiente estaba cargado de una melosa insolencia en suspensión. Lo único que podía hacer Caldwell era seguir nadando:
– Los brontosaurios tenían un cuerpo que pesaba treinta toneladas y un cerebro de sólo cincuenta gramos. Los anatosaurios tenían dos mil dientes. Los tricerátopos tenían un casco de huesos arrugados que medía más de dos metros de largo. El tiranosaurio rex tenía unos brazos diminutos y unos dientes que parecían navajas de doce centímetros, y fue elegido presidente. Comía de todo: carne de animales muertos y de animales vivos, esqueletos…
Sonó la primera campanada. Los monitores salieron de clase a toda velocidad; uno de ellos pisó la anémona del pasillo y la flor soltó un estridente quejido. Dos chicos chocaron en la puerta y se apuñalaron con sus lápices. Crujían sus dientes; les salían mucosidades por los orificios nasales. Zimmerman había conseguido de algún modo sacarle la blusa y el sujetador a Iris Osgood y los pechos de la chica aparecían sobre la superficie de su pupitre como dos tranquilas lunas comestibles.
– Quedan dos minutos -gritó Caldwell. El tono de su voz había subido, como si alguien hubiese girado una clavija en su cabeza-. Que todo el mundo se quede en su sitio. En la próxima clase hablaremos de los mamíferos extinguidos y de las glaciaciones. Abreviando una historia que ha sido larguísima, podríamos decir que hace una hora, y tras la aparición de las plantas con flor y de las diversas hierbas, surgieron nuestros fieles amigos los mamíferos, que se hicieron dueños de la Tierra; y hace un minuto, hace un minuto….
Deifendorf había sacado a Becky Davis al pasillo y la chica se retorcía y se reía entre los lampiños brazos del muchacho.
– … hace un minuto -dijo Caldwell por tercera vez, pero alguien le arrojó a la cara un puñado de perdigones. Caldwell hizo una mueca de dolor y levantó el brazo derecho para protegerse y dio gracias a Dios de no haber sido alcanzado de lleno en un ojo. Son para toda la vida.
El estómago se le encogió en solidaridad con su pierna-… una pequeña fiera que vivía en un arbusto adquirió una visión capaz de captar el volumen por medio de sus dos ojos, y unas manos de pulgar opuesto a los otros cuatro dedos y capaces de asir, y una corteza cerebral especialmente desarrollada en respuesta a las condiciones especiales de la vida en los árboles, una pequeña fiera que vivía en los árboles y que actualmente todavía puede encontrarse en Java, evolucionó…
La falda de la chica estaba enrollada en torno a su cintura. Ella estaba inclinada boca abajo sobre el pupitre y los pies de Deifendorf se agitaban en el estrecho pasillo. Mientras la cubría, en el rostro de Deifendorf apareció una mueca adormilada y ansiosa. El aula entera olía a establo. Caldwell estaba a punto de salirse de sus casillas. Tomó el brillante astil de su mesa, avanzó a través de la enloquecedora confusión de libros cerrados de golpe, y azotó, una vez, dos veces, azotó la desnuda espalda de aquella bestia. Me rompió la rejilla del radiador. Dos tiras blancas brillaron en la carne de los hombros de Deifendorf. Caldwell vio horrorizado que estas dos tiras se iban poniendo lentamente rojas. Le quedarían verdugones. La pareja cayó y se separó como un capullo roto. Deifendorf levantó sus pequeños ojos pardos arrasados de lágrimas; la chica, en un ademán lleno de compostura, se arregló el pelo. La mano de Zimmerman garabateaba furiosamente en un rincón del campo de visión de Caldwell.