El profesor, asombrado, volvió a su sitio frente a la clase. No había tenido intención de pegarle tan fuerte. Depositó el astil de la flecha en la tablilla de la tiza. Después se volvió, y cerró los ojos, y el dolor abrió sus húmedas alas en la roja oscuridad. Caldwell despegó los labios; hasta la médula de sus propios huesos aborrecía la historia que había estado explicando:
– … y apareció un animal trágico, capaz de desbastar piedras, capaz de hacer fuego, conocedor de la muerte… -sonó, desapacible, el timbre; a lo largo y ancho de todo el edificio empezó a oírse un estruendo por los pasillos; Caldwell estuvo a punto de desfallecer, pero consiguió mantener el equilibrio porque había decidido terminar-,…un animal al que llamamos Hombre.
2
Mi padre y mi madre estaban hablando. Ahora me despierto a menudo cuando reina el silencio, a tu lado, presa de miedo, después de haber tenido unos sueños que dejan un amargo sabor de ateísmo en mi estómago (ayer noche soñé que Hitler, un poco canoso con la lengua saliéndole por entre los labios, era encontrado vivo en Argentina). Pero por aquel entonces siempre me despertaba al oír las voces de mis padres, unas voces que incluso cuando estaban de acuerdo discutían vivamente. Había soñado con un árbol, y a través del sonido de sus palabras me dio la sensación de pasar de ser un árbol a ser un chico que estaba echado en la cama. Yo tenía quince años y era 1947. Esa mañana el tema parecía ser nuevo; no lograba captar su forma, sino simplemente sentir en mi interior, como si en mi sueño me hubiera tragado algo vivo que en aquel momento se despertara dentro de mí, el inquieto peso de su pavor.
– No te preocupes, Cassie -dijo mi padre. Su voz tenía un sonido tímido, como si se hubiera puesto de espaldas-. He tenido suerte de haber vivido tanto tiempo.
– George, si lo que quieres es asustarme, no tiene ninguna gracia -contestó mi madre.
La voz de mi madre expresaba tan a menudo lo que yo quería oír que mi propio cerebro a veces pensaba a través de sus palabras; de hecho, ahora que soy mayor, oigo salir su voz por mis labios, sobre todo en las exclamaciones.
Ahora me parecía que ya sabía cuál era el tema: mi padre temía estar enfermo.
– Cassie -dijo mi padre-, no tengas miedo. No quiero que tengas miedo. Yo no tengo miedo -añadió con una voz empalidecida por la repetición.
– Sí que tienes miedo -dijo ella-. Siempre me he preguntado por qué te levantas de la cama a medianoche.
La voz de ella también era neutra.
– Me noto algo -dijo él-. Es como si fuera un coágulo de veneno. No consigo tragarlo.
Este detalle hizo que ella se parase a considerarlo.
– Estas cosas no se pueden notar -dijo ella con una voz bruscamente empequeñecida, con el tono sumiso de una chiquilla.
– Lo noto -dijo él con una voz que había crecido otra vez-. Como una serpiente venenosa que se ha enrollado en torno a mis intestinos. ¡Bruuu!
Desde la cama me imaginé a mi padre haciendo este ruido: solía sacudir la cabeza tan bruscamente que se le agitaban los carrillos y los labios le quedaban vehementemente desdibujados. La imagen era tan viva que sonreí. La conversación, como si supieran que yo me había despertado, llegaba a su conclusión; el tono de sus voces se oscureció. Aquel pequeño mordisco pálido y compasivo, como un copo de nieve en el centro de su matrimonio, que yo había entrevisto, incompleto, al amanecer, se ocultó tras las familiares discusiones. El peso del sueño se retiró de mi cabeza, la volví, y miré por la ventana. Unos pocos helechos cubiertos de escarcha brotaban por las esquinas inferiores de los cristales de la mitad superior. El primer sol bronceaba los rastrojos del amplio campo que se extendía al otro lado del sucio camino. El camino era rosa. Los árboles desnudos estaban blancos del lado de donde daba el sol; un curioso tinte rojizo brillaba en sus ramas. Todo parecía helado; los dos cables del teléfono parecían trabados en el hielo azul del cielo. Era enero y lunes. Comencé a comprender. Después de todos los fines de semana mi padre tenía que reunir todas sus fuerzas para poder volver a enseñar. Durante las vacaciones de Navidad le entraba la pereza y ahora tenía que arremeter furiosamente hasta conseguir vencerla. El segundo trimestre, de Navidad a Pascua, era para él «el largo camino». La semana pasada, primera semana del año nuevo, había ocurrido algo que le había asustado. Lo único que nos había dicho, sin embargo, era que había pegado a un alumno cuando Zimmerman se encontraba presente en el aula.
– No dramatices, George -dijo mi madre-. ¿Qué es lo que sientes?
– Sé dónde lo tengo.
Mi padre tenía una forma de hablar con ella que era como si no le hablase, como si estuviera interpretando un papel para un público invisible que estaba con ella.
– Malditos críos. Su maldito odio ha hecho mella en mí, y me lo noto como si tuviera una araña en el intestino grueso.
– No es odio, George -dijo ella-, es amor.
– Es odio, Cassie. Cada día tengo que enfrentarme a ese odio y sé lo que es.
– Es amor -insistió ella-. Ellos quieren amarse los unos a los otros y tú te interpones. Nadie te odia. Tú eres el hombre ideal.
– Me odian hasta la médula. Les gustaría matarme, y ahora se han puesto manos a la obra. Pim, pam. Estoy acabado. Ahora me tirarán la basura.
– George, si tan mal te sientes -dijo mi madre-, ya puedes correr a ver al doctor Appleton.
Siempre que mi padre se ganaba la simpatía que trataba de obtener, se ponía brusco y hacía payasadas.
– No quiero ver a ese bastardo. Me dirá la verdad.
Mi madre debió de darse la vuelta, porque el que habló fue mi abuelo.
– La verdad es siempre un consuelo -dijo-. Sólo el demonio ama la mentira.
Su voz, interpuesta entre las otras dos, parecía más amplia pero más débil que las suyas, como si el abuelo fuera un gigante que hablara desde lejos.
– El demonio y yo, abuelo -dijo mi padre-. A mí me gustan las mentiras. Digo mentiras todos los días. Me pagan por decirlas.
Sonaron unos pasos en el suelo sin alfombrar de la cocina. Mi madre cruzaba frente a las escaleras, en el rincón de la casa diagonalmente opuesto al que ocupaba mi cama.
– ¡Peter! -gritó-. ¿Estás despierto?
Cerré los ojos y me relajé hasta deslizarme en mi cálida guarida. Las mantas calentadas por mi cuerpo se convirtieron en blandas cadenas que tiraban de mí hacia abajo; sentía en la boca una rancia ambrosía arrulladora. El empapelado amarillo limón, en el que se veían unos pequeños medallones oscuros con unas caras que parecían gatos con el ceño fruncido, permanecía grabado en mis párpados, en negativo sobre fondo rojo. Volví a mi sueño anterior. Penny y yo estábamos detrás de un árbol. Los primeros botones de su blusa, unos botones que parecían perlas, estaban desabrochados como lo habían estado hacía unas semanas, antes de las vacaciones de Navidad, en el oscuro Buick aparcado junto al instituto. A la altura de nuestras rodillas sonaba el ruido de la calefacción. Pero el sueño transcurría en pleno día, en un bosque de árboles delgados atravesados por la luz. Un arrendajo pendía colgado del aire completamente inmóvil; tenía todas sus plumas iluminadas, y parecía un colibrí, pero tenía las alas pegadas a los costados y sus ojos despiertos como cuentas de cristal negro. Al moverse pareció un pájaro disecado movido por hilos; pero estaba vivo.