La parte posterior de mis brazos estaba llena de bultos que yo frotaba muy fuerte. Además, como un pobre que cuenta sus monedas, solía pasar mis palmas por mi abdomen. Porque el más recóndito secreto, el giro final de mi vergüenza, era que la textura de mi psoriasis -islas delicadamente elevadas que convertían en plata la suavidad que las rodeaba, constelaciones de asperezas cuya desigual distribución sobre mi cuerpo parecía un ritmo vivo de pausas y movimientos- me resultaba en privado agradable. Sólo quien haya disfrutado del placer de notar que una gran costra cede y se separa del cuerpo bajo la insistencia de una uña sabrá de lo que hablo.
Sólo me miraban los medallones del empapelado. Fui a la cómoda y encontré unos calzoncillos cuya goma todavía era elástica. Me puse una camiseta al revés.
– Tú vivirás más que yo, abuelo -dijo en voz alta mi padre desde abajo-. Llevo la muerte en mis intestinos.
La forma brutal con que dijo esta frase afectó a mis propios intestinos, que se me pusieron resbaladizos y perentorios.
– El chico se ha levantado, George -dijo mi madre-. Cuando quieras puedes terminar la función.
Su voz ya no sonaba al pie de la escalera.
– ¿Eh? ¿Crees que esto puede trastornar al chico?
Mi padre cumplió los cincuenta justo antes de Navidad; siempre había dicho que no llegaría a los cincuenta. Al franquear esa barrera se le había soltado la lengua, como si, estando muerto desde el punto de vista matemático, no importara ya nada de lo que decía. A veces, su fantasmal libertad me asustaba.
Me quedé deliberando delante del armario. Quizá preveía que llevaría durante mucho tiempo la ropa que me pusiera. Quizás el peso de la inminente ordalía me hacía actuar con más lentitud que de costumbre. Reprendiendo mi duda, un estornudo se concentró en mi nariz y noté una fuerte comezón. Sentía un dulce dolor en la vejiga. Saqué de la percha los pantalones de franela gris, aunque tenían bastante mal la raya. Yo tenía tres pares de pantalones; los de color marrón estaban en la tintorería, y los azules estaban echados a perder por culpa de una ligera palidez que aparecía en el extremo inferior de la bragueta. Para mí aquello era un misterio, y me sentía injustamente condenado cuando regresaron de la tintorería con una insultante tira impresa que decía: No nos hacemos responsables de las manchas imposibles de quitar.
En cuanto a la camisa, la más adecuada era la roja. Casi nunca me la ponía porque el color brillante de sus hombros hacía que destacaran mucho las blancas motas que caían de mi cuero cabelludo como una nevada de caspa. No era caspa, y yo se lo quería decir a todo el mundo, como si eso me exonerase. Pero si me acordaba de no rascarme la cabeza no pasaría nada, y además un impulso generoso me permitió rechazar el riesgo. Decidí que aquel día llevaría a mis compañeros de curso un regalo de luz roja, una chispa gigante, un símbolo del calor. El tacto de sus mangas de lana en mis brazos era agradable. Era una camisa de ocho dólares; mi madre no entendía por qué no me la ponía. Casi nunca tenía conciencia de mi «desventaja» y, cuando la tenía, su solicitud llegaba a ser exagerada y me trataba como si yo fuera un pedazo de ella. De hecho, su alergia, aparte de la presencia de las costras en su cuero cabelludo y lo de las uñas, era incomparablemente más suave que la mía. Yo no estaba resentido, sin embargo, porque ella sufría de otras maneras.
– No, Cassie -decía mi padre-, el abuelo debería vivir más que yo. Ha tenido una vida ejemplar. El abuelo Kramer merece vivir eternamente.
Antes de oír la contestación de mi madre, yo sabía muy bien cómo se iba a tomar esta frase: como una pulla lanzada contra su padre por vivir tanto tiempo, por seguir siendo, año tras año, una carga. Ella creía que mi padre intentaba empujar al abuelo a la tumba fastidiándole todo lo posible. ¿Tenía razón mi madre? Aunque había muchas cosas que encajaban en su teoría, yo nunca la creí. Era una teoría demasiado ingeniosa y demasiado sombría.
Por el ruido del fregadero que estaba debajo de mí supe que ella se había dado la vuelta sin contestar. Podía imaginar su cuerpo moteado de ira, las aletas de su nariz blanqueadas y la piel de encima agitada por visibles pulsaciones. Me dio la sensación de cabalgar sobre las olas de emoción que se agitaban debajo de mí. Cuando me senté al borde de la cama para ponerme los calcetines, el viejo piso de madera se levantó bajo mis pies.
– Nunca sabemos -dijo mi abuelo- en qué momento seremos llamados. Aquí abajo nadie sabe nunca a quién necesitarán arriba.
– Diablos, pues yo sé muy bien que a mí no me necesitan -dijo mi padre-. Si de alguna cosa puede prescindir Dios, es de contemplar mi fea cara.
– Pero Él sabe cuánto te necesitamos nosotros, George.
– Tú no me necesitas, Cassie. Estarías mucho mejor sin mí. Mi padre murió a los cuarenta y nueve años y eso fue lo mejor que hizo en su vida por nosotros: morir pronto.
– Tu padre era un hombre desengañado -le dijo mi madre-. Tú no tienes motivos para serlo. Tienes un hijo maravilloso, una bonita granja, y una esposa que te adora…
– En cuanto el viejo estuvo en la tumba -continuó mi padre-, mi madre empezó a vivir de verdad. Aquéllos fueron los años más felices de su vida. Era la supermujer, abuelo.
– Creo que es muy triste -dijo mi madre- que no esté permitido que un hombre se case con su madre.
– No te engañes, Cassie. Mi madre consiguió que la vida de mi padre fuera un infierno en la Tierra. Se lo comió crudo.
Uno de los calcetines tenía un agujero en el talón y me lo puse de modo que quedara bastante dentro del zapato. Era lunes, y en el cajón de los calcetines no me quedaban más que los huérfanos y un par de calcetines de lana inglesa que mi tía Alma me había enviado estas Navidades desde Troy, estado de Nueva York. Trabajaba en esa ciudad de jefe de compras de ropa de niños en unos almacenes. Imaginé que los calcetines que me había enviado debían de ser caros, pero cuando me los puse abultaban tanto que me daba la sensación de tener uñeros en todos los dedos de los pies, y nunca me los ponía. Una de mis vanidades era usar zapatos de una talla un poco más pequeña de la que me correspondía. Detestaba tener los pies grandes; siempre había querido tener los cascos sutiles y rápidos de un bailarín.
Golpeando el suelo con el tacón y la punta del pie, salí de mi habitación y crucé frente a la de mis padres. Las mantas de su cama estaban brutalmente vueltas hacia abajo y dejaban ver un colchón atravesado por dos depresiones. La superficie de su cicatrizada cómoda estaba llena de peines de todos los tamaños y todos los colores del plástico, recogidos por mi padre en el Departamento de Objetos Perdidos del instituto. Siempre traía a casa chismes de esta clase, como si se burlara de su función de proveedor.
La escalera de aquella casa de campo, que descendía entre una pared de yeso y un tabique de madera, era estrecha y muy pendiente. Al final, los escalones se curvaban y quedaban reducidos a estrechas y gastadas uñas; hacía falta una barandilla. Mi padre estaba seguro de que el abuelo, que cuando miraba hacia abajo veía muy poco, se caería cualquier día; siempre decía que iba a poner un pasamanos. Incluso había llegado a comprar el pasamanos, por un dólar, en una tienda de trastos viejos que había en Alton. Pero había quedado olvidado en el establo. Casi todos los proyectos de mi padre en relación con esta casa terminaban así. Brincando al son de graciosas notas, como Fred Astaire, bajé golpeando el yeso desnudo con mi brazo derecho. Esta pared de suave piel ligeramente ondulada parecía el flanco de una gran criatura tranquila a la que daba vida el frío que llegaba a través de las piedras desde el exterior. Las paredes de esta casa eran gruesos muros de piedra arenisca levantados hacía un siglo por fuertes albañiles míticos.