– Cierra la puerta de la escalera -dijo mi madre.
No queríamos que el calor se escapara hacia arriba.
Todavía puedo verlo todo. La planta baja tenía dos largas habitaciones, la cocina y la sala, comunicadas por dos puertas situadas una al lado de la otra. El piso de la cocina estaba hecho de anchas tablas viejas de pino que habían sido lijadas y enceradas recientemente. Un orificio por el que salía aire caliente se abría en estas tablas al pie de la escalera, y lanzó una cálida corriente hacia mis tobillos al pasar. La corriente levantaba la punta de una hoja de un periódico, el Sun de Alton, que había caído al suelo, como suplicando ser leído. Teníamos la casa llena de diarios y revistas que inundaban los alféizares de las ventanas y se derramaban del sofá. Mi padre los traía en fardos; tenía alguna relación con la campaña de recogida de papeles de los Boy Scouts, pero al parecer nunca llegábamos a llevárselos. En lugar de eso iban dando traspiés por el suelo en espera de que alguien los leyera, y cuando mi padre se encontraba por la noche en casa sin tener adónde ir, leía desconsoladamente todo un montón. Leía a una velocidad tremenda, y decía que nunca había llegado a aprender o recordar nada de lo que había leído.
– Me molesta sacarte de la cama, Peter -me dijo-. Si algo necesita un chico de tu edad es dormir.
Yo no le veía porque estaba en la sala. A través de la primera puerta entreví unos troncos de cerezo que ardían en el hogar, aunque también estaba encendido el nuevo horno del sótano. En el estrecho fragmento de pared de la cocina que había entre las dos puertas colgaba un cuadro pintado por mí que representaba el patio de atrás de nuestra casa de Olinger. El hombro de mi madre lo eclipsaba. Desde que estábamos en el campo se había acostumbrado a ponerse gruesos jerseys de hombre, a pesar de que tanto durante su juventud como en la época de Olinger, cuando todavía estaba delgada y cuando yo la reconocí por primera vez como mi madre, había sido siempre una mujer a la que le gustaba vestirse al estilo de lo que en aquel condado se llama «de fantasía». Con un golpecito seco que era como una regañina sin palabras, colocó un vaso de zumo de naranja en el sitio de la mesa que yo solía ocupar. Entre la mesa y la pared había algo parecido a un pasillo, y ella lo llenaba. Frenado por su cuerpo, di una patada en el suelo. Ella salió del hueco. La dejé atrás, y pasé delante de la segunda puerta, a través de la cual entreví a mi abuelo adormilado en el sofá junto a un montón de revistas y la cabeza inclinada como si rezara o durmiese y sus refinadas manos pulcramente cruzadas sobre el vientre de su suave jersey gris. Crucé después ante la alta repisa, donde había dos relojes que marcaban las 7.30 y las 7.23 respectivamente. El reloj más adelantado era rojo y eléctrico y de plástico, y lo había comprado mi padre porque estaba rebajado. El más atrasado era oscuro, de madera, adornado, de los antiguos de cuerda, y había sido heredado del padre de mi abuelo, un hombre que cuando yo nací hacía mucho tiempo que había muerto. El reloj más viejo estaba colocado sobre la repisa; el otro estaba colgado de un clavo. Dejé atrás el rectángulo blanco de la nevera y salí fuera. Había dos puertas, la puerta y la contrapuerta, separadas por un ancho umbral de piedra arenisca. Cuando estaba entre las dos oí la voz de mi padre que decía:
– Por Dios, abuelo, cuando yo era niño nunca conseguía dormir. Por eso me encuentro tan mal ahora.
Había un pequeño porche de cemento en el que estaba la bomba del agua. Aunque la casa tenía luz eléctrica, todavía no había agua corriente. La tierra de fuera del porche, húmeda en verano, se había contraído por las heladas, y la frágil hierba ocultaba crujientes cuevas que se cerraban bajo mis pies. La alta hierba de la pendiente del huerto estaba blanqueada por remolinos de escarcha que parecían fragmentos de paralizada niebla. Fui a orinar detrás de un matorral de forsythias demasiado cercano a la casa. A menudo mi madre se quejaba del hedor; para ella el campo representaba la pureza, pero yo no podía tomármela en serio. Me parecía evidente que la tierra se alimentaba de la podredumbre y los excrementos.
Tuve una grotesca visión en la que mi orina se congelaba en el aire y se me quedaba pegada. De hecho no fue así y cayó al suelo, donde estuvo humeando unos instantes sobre la capa de hierba y paja que constituía el suelo sobre el que se elevaban las entrelazadas enaguas del desnudo matorral. Lady salió escarbando de su caseta, derramando paja, e introdujo sus negros orificios nasales entre la verja de alambre para mirarme.
– Buenos días -dije yo, caballerosamente.
Cuando me acerqué al gallinero ella dio un gran salto en el aire, y cuando introduje mis manos por uno de los escarchados agujeros para darle un golpe, se agitó y amenazó con dar otro salto. Su pelaje se había esponjado para preservarse del frío y estaba salpicado de briznas de paja. La textura de su garganta era plumosa; la parte superior de la cabeza parecía, en cambio, encerada. Se notaban debajo del pelo los huesos y músculos tibios y delgados. Por su forma de mover hambrienta la cabeza, como si quisiera coger mis manos, temí que mis dedos resbalaran hasta sus ojos tan vulnerablemente protuberantes; unas lentes de oscura gelatina.
– ¿Qué tal se encuentra? -le pregunté-. ¿Ha dormido bien? ¿Ha soñado con conejos? ¡Conejos!
Era delicioso ver cómo mi voz hacía que girase en remolino, lanzara acometidas, meneara la cola y se quejara.
Al agacharme, el frío me penetró por detrás y me apretujó la espalda. Cuando me puse otra vez de pie, los rectángulos de alambre que mi mano había tocado eran negros porque mi piel había fundido la pátina de escarcha. Lady saltó como si alguien hubiera soltado un muelle. Metió una pata dentro del bebedero y lo volcó, pero, contra lo que yo esperaba, el agua no se derramó porque estaba totalmente helada. Durante el instante que transcurrió hasta que mi cerebro llegó a comprender lo que mis ojos veían, me pareció un milagro.
Ahora, el aire, que ni la más mínima brisa movía, empezó a endurecerse a mi alrededor y caminé de prisa. Mi cepillo dental, rígido de frío, se había pegado al soporte de aluminio que estaba atornillado en el poste del porche. Lo arranqué de un tirón. Los cuatro primeros golpes que di a la palanca de la bomba fueron inútiles. Al dar el quinto, salió de las profundidades de la condenada tierra un chorro vaporoso de agua que salpicó el pequeño glaciar pardo lleno de surcos que se había formado en el bebedero. El agua herrumbrosa quitó al cepillo su rígida envoltura, pero cuando me lo puse en la boca era como un caramelo de palo completamente insípido. El frío se coló por los empastes y me dolieron las muelas. La pasta dentífrica depositada sobre las cerdas se fundió en un sabor a menta. Lady observaba mi actuación con un salvaje placer que hacía que su cuerpo se hinchara y retorciera, y cuando escupí ladró en señal de aplauso, cada ladrido se convirtió en una bocanada de escarcha. Volví a colocar el cepillo en su sitio y la saludé con una reverencia, y tuve la satisfacción de oír que el aplauso continuaba mientras yo me retiraba tras la doble cortina, la contrapuerta y la puerta principal.
Ahora los relojes marcaban las 7.35 y las 7.28. El baño de aire caliente que me rodeó al entrar en la cocina, del color de la miel, me hizo moverme más perezosamente a pesar de que los relojes me aguijoneaban.
– ¿Por qué ladra la perra? -preguntó mi madre.
– Se muere de frío -dije-. Hace demasiado frío ahí fuera. ¿Por qué no la dejamos entrar?
– No podrías hacerle nada peor -gritó, invisible, mi padre-. En cuanto se acostumbre a estar dentro de casa, morirá de pulmonía como el último que tuvimos. Los animales han de vivir en su ambiente. Eh, Cassie: ¿qué hora es?