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Mary Heffner

Evelyn Mays Bitsy

Rhea Furstweibler

Phyllis L. Gerhardt

se habían fundido para mí en uno solo, el de una ninfa de caligrafía inconstante. Quizá todas ellas habían amado a Fido.

– Robarle tiempo a la comida -dijo el abuelo- es como robarse tiempo a uno mismo.

– El chico es como yo, abuelo -dijo mi padre-. Tampoco yo tuve nunca tiempo suficiente para comer despacio. Acaba pronto; es todo lo que me decían. La pobreza es algo terrible.

Las manos de mi abuelo se enlazaban y desenlazaban cautelosamente, y sus botines se movían agitadamente. Su personalidad estaba en perfecto contraste con la de mi padre porque, en su vejez, imaginaba que si la gente le prestaba atención, era capaz de encontrar respuesta a cualquier clase de pregunta y consolar todas las incertidumbres.

– Yo iría a ver al doctor Appleton -dijo el abuelo aclarándose la garganta con extrema delicadeza, como si sus mucosidades fueran papel japonés-. Conocía muy bien a su padre. Los Appleton llevan en el condado desde el primer momento.

Estaba bañado en la blanca luz que dan las ventanas en invierno y, en comparación con aquella cabeza en forma de bala de mi padre que formaba un enorme bulto negro contra el fuego chisporroteante, parecía una criatura más evolucionada.

Mi padre se puso en pie:

– Cuando yo voy a verle -le dijo a mi abuelo-, lo único que hace es fanfarronear.

Había agitación en la cocina. Las puertas gemían y se cerraban de golpe; unas fuertes garras arañaban el pico de madera. La perra entró corriendo en la sala. Lady parecía planear sobre la alfombra, agachándose como azotada por la alegría. Con un frenético movimiento natatorio arañó con los pies un punto de la vieja alfombra morada que, aunque estaba gastada, todavía podía soltar cuando la frotaban una pelusa color espliego. Mi abuela, cuando esta alfombra estaba en Olinger y ella estaba todavía viva, llamaba «ratones» a estas bolas de pelusa. Lady estaba tan contenta de haber podido entrar que parecía un estallido de buenas noticias, un peludo revoltillo de vertiginoso éxtasis que al virar emitía el olor de la mofeta que había matado hacía una semana. Luego saltó en persecución de un dios. Se lanzó hacia mi padre, cambió de dirección al pasar delante de mis piernas, saltó al sofá y, frenéticamente agradecida, lamió la cara de mi abuelo.

En las andadas de su larga vida, mi abuelo había tenido amargas experiencias con perros y los temía. Gritó en son de protesta, retirando su cara hacia el otro lado y levantando sus elegantes manos resecas contra el blanco pecho de Lady. El tono de su voz al protestar resultaba extraño por su fuerza gutural, como si surgiera de una salvaje oscuridad que ninguno de nosotros hubiera llegado jamás a conocer.

La perra apretó su inquieto hocico contra la oreja del abuelo, y meneó tan alocadamente el lomo que las revistas empezaron a resbalar hacia el suelo. Todos nos movimos dispuestos a actuar; mi padre se levantó para rescatar al abuelo, pero antes de que llegara al sofá ya se había puesto en pie. Luego, los tres corrimos hacia la cocina mientras Lady daba vueltas alrededor de nuestros pies.

Mi madre debió de pensar que teníamos una actitud acusadora, y nos gritó:

– La he dejado entrar porque no soportaba oír sus ladridos.

Mi madre parecía a punto de llorar; yo estaba asombrado. Mi preocupación por Lady había sido fingida. Y no había oído que siguiera ladrando. Una mirada a la moteada garganta de mi madre bastó para que supiera que estaba furiosa. De repente me entraron deseos de irme; ella había inyectado en la confusión un calor rechinante que hacía que todo estuviera pegajoso. Casi nunca conseguía saber qué era lo que la sacaba de sus casillas; sus furias eran tan pasajeras como una tormenta. ¿Se había enfadado por la absurda discusión de mi padre y mi abuelo, que a ella le había sonado como si fuera un asesinato? ¿Era quizá por algo que había hecho yo, por mi arrogante lentitud? Ansioso por librarme de su furia, volví a sentarme a pesar de llevar puesta mi rígida chaqueta y probé otra vez el café. Todavía estaba demasiado caliente. Bastó un sorbo para abrasar mi sentido del gusto y anularlo.

– Por Dios, chico -dijo mi padre-. Faltan sólo diez minutos. Me voy a quedar sin trabajo como no nos vayamos.

– Eso es sólo en tu reloj, George -dijo mi madre. Como me estaba defendiendo, yo no podía ser la causa de su ira-. Por nuestro reloj te quedan todavía diecisiete minutos.

– Vuestro reloj no va bien -le dijo mi padre-. Zimmerman me desollará.

– Voy, voy -dije levantándome.

La primera campana sonaba a las ocho y veinte. Desde nuestra casa a Olinger había veinte minutos en coche. Me sentí comprimido por lo justo del tiempo. Las paredes de mi vacío estómago estaban pegadas la una a la otra.

Mi abuelo avanzó trabajosamente hacia la nevera y cogió de encima el chillón paquete de pan de molde. Se movía con un acentuado y complicado aire de persona que cree no llamar la atención, y aquella actitud hizo que todos le miráramos. Abrió el envoltorio de papel de cera y sacó una rebanada de pan blanco que a continuación dobló por la mitad e introdujo pulcramente en su boca. La elasticidad de su boca era maravillosa; bajo su bigote color ceniza apareció un abismo sin dientes dispuesto a recibir la rebanada de un solo bocado. El tranquilo canibalismo de este número siempre enfurecía a mi madre:

– Abuelo -dijo-, ¿no puedes esperar a que salgan de casa para ponerte a torturar el pan?

Tomé un último sorbo de café hirviente y, cuando salí por la puerta, nos quedamos todos apretujados en la pequeña zona de linóleo comprendida entre la puerta, la pared en que sonaba el tictac y el zumbido de los relojes, la nevera y el fregadero. Había una intensa congestión. Mi madre pugnaba por pasar más allá de donde estaba su padre y llegar a la cocina. Él se echó hacia atrás y dio la sensación de que su oscura vaina quedaba incrustada en la puerta de la nevera. Mi padre, que era con mucho el más alto de todos, permaneció rígido y anunció por encima de nuestras cabezas a su invisible público:

– Al matadero. Estos malditos chicos me han metido su odio en los intestinos.

– Se pasa todo el día royendo ese pan y al final me parece que tengo la cabeza llena de ratones -protestó mi madre y, mientras el borde de psoriasis de su melena se ponía rojo, se encogió para pasar al otro lado del abuelo, tomó una tostada fría y un plátano, y me los dio.

Yo tuve que cambiar los libros de mano para coger lo que me daba.

– Mi pobre chico hambriento -dijo mi madre-. Mi única joya.

– A la fábrica de odio -gritó mi padre para aguijonearme. Desconcertado, y ansioso por satisfacer a mi madre, me había parado un instante a darle un mordisco a la tostada fría.

– Si hay algo en esta vida que detesto -dijo mi madre dirigiéndose en parte a mí y en parte al techo, mientras mi padre se inclinaba y tocaba su mejilla con uno de sus desacostumbrados besos-, es un hombre que deteste el sexo.