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Mi abuelo levantó con dificultad sus manos desde el estrecho rincón donde se encontraba y con una voz apagada por el pan dijo:

– Mi bendición.

Siempre lo decía, del mismo modo que no había noche que, al disponerse a ascender por «la colina de madera», no dijera volviéndose hacia nosotros: «Dulces sueños». Había levantado sus elegantes manos para dar su bendición en un ademán que era también expresivo de la rendición y -como si unos diminutos ángeles hubieran estado agarrados a ellas- de la liberación. Lo que mejor conocía de mi abuelo eran sus manos, pues como yo era el miembro de la familia con los ojos más jóvenes, me incumbía el deber de arrancarle con las pinzas de mi madre los microscópicos pinchos pardos que se le incrustaban en la seca, sensible y translúcida piel moteada de sus palmas cuando se iba a dar una vuelta y arrancar malas hierbas por los alrededores de la casa.

– Gracias, abuelo, la vamos a necesitar -dijo mi padre abriendo la puerta de un empujón tal que hizo saltar astillas de la hoja. Nunca abría del todo el pestillo de forma que, al empujar la puerta, siempre encontraba cierta resistencia.

– Ya la he fastidiado -dijo mirando su reloj.

Cuando avancé para seguirle, la mejilla de mi madre rozó la mía.

– Y si hay una cosa que detesto tener en mi casa -gritó mi madre- son relojes rojos baratos.

A salvo en el porche, pues mi padre ya doblaba a zancadas la esquina del edificio, miré atrás, pero fue un error. Al contemplar aquella imagen, la tostada que tenía en mi boca adquirió un sabor salado. Mi madre, arrastrada por el impulso de su última frase, se había acercado a la pared y a través del cristal, que me impidió oír el ruido que producía, vi que arrancaba de su clavo el reloj eléctrico y hacía como que iba a arrojarlo al suelo. Sin embargo, no lo hizo, acercándolo a su pecho, donde lo arrulló como a un bebé mientras aparecían unos brillos húmedos en sus mejillas. Sus ojos se abrieron con desesperación, encontrándose con los míos. De joven había sido una mujer bella y sus ojos no habían envejecido. Era como si se quedara desconcertada cada día al contemplar su destino. Detrás de ella, su padre, con la cabeza inclinada en un movimiento obsequioso y sus elásticas mandíbulas agitadas por la lenta masticación, cruzaba en dirección a su rincón de la sala. Deseaba que mi cara adoptase una expresión consoladora o de contagioso humor, pero estaba helada de miedo. Me daba tanto miedo ella como su situación.

Y, sin embargo, sentía también amor por ella, no se vaya a pensar que la vida que llevábamos juntos, pese a tanta frustración mutua, no era buena. Era buena. Nos movíamos, en cierto sentido, en un escenario firme, resonante de metáforas. Cuando mi abuela yacía agonizante en Olinger y yo era solamente un chiquillo, le oí preguntar con una voz casi inaudible:

– ¿Seré una pequeña diablesa?

Después se tomó un trago de vino y a la mañana siguiente ya estaba muerta. Sí. Vivíamos bajo la mirada de Dios.

Mi padre cruzaba a zancadas aquel césped que parecía papel de esmeril. Le di alcance. Los pequeños montículos levantados por los topos durante la época del buen tiempo restaban uniformidad a la superficie. La pared del establo, un alto pentágono moteado, estaba completamente iluminada por el sol.

– Mamá ha estado a punto de hacer trizas el reloj -le dije a mi padre cuando le alcancé. Se lo dije para que se sintiera ofendido.

– Está de un humor raro -dijo-. Tu madre es una auténtica femme, Peter. Si yo hubiera sido un hombre de verdad, la hubiera puesto a trabajar en los teatros de variedades cuando era joven.

– Ella cree que molestas al abuelo.

– ¿Eh? ¿Sí? El abuelo Kramer me encanta. En mi vida he conocido a ningún hombre tan encantador como él. Le adoro.

Parecía que las palabras estaban recortadas y apagadas por los quietos volúmenes de aire frío que hendían nuestras mejillas. Nuestro Buick negro, un cuatro puertas del 36, esperaba junto al establo con el morro mirando hacia abajo. Antes, el coche tenía una elegantísima y preciosa rejilla delante del radiador; mi padre, inesperadamente -pues las cosas materiales apenas si tenían significado para él-, se había mostrado al principio muy orgulloso de aquellas delgadas líneas paralelas de reluciente cromado. El otoño pasado, el embarrado y achacoso Chevrolet de Ray Deifendorf se negó a arrancar cuando estaba en el aparcamiento del instituto y mi padre, con su característico cristianismo impulsivo, se prestó voluntariamente a empujarle y, justo cuando habían logrado alcanzar la velocidad suficiente, Deifendorf cometió la estupidez de frenar, y la rejilla del radiador de nuestro coche se aplastó contra el parachoques del de Deifendorf. Yo no estaba allí. El propio Deifendorf me contó, riendo, que mi padre salió corriendo a ver la parte delantera del coche y que recogió todos los pedacitos de metal roto mientras murmuraba para sí:

– Es posible que puedan soldarlos. Seguramente Hummel podrá.

¡Soldar una rejilla tan destrozada! Deifendorf me lo contó de una manera que hasta yo tuve que reírme.

Los brillantes fragmentos de la rejilla seguían haciendo ruido en el portamaletas, y la cara de nuestro coche quedó como si le hubieran partido unos cuantos dientes. Era un coche largo y pesado, y necesitaba que le calibraran los cilindros. También le hacía falta una batería nueva. Mi padre y yo entramos y él puso el starter, conectó el arranque y se quedó escuchando, con la cabeza inclinada, mientras el motor se resistía a ponerse en marcha. La escarcha que había sobre el parabrisas dejaba el interior del coche en penumbra. Parecía imposible conseguir que el motor resucitase. Escuchamos tan atentamente que fue como si en la mente de los dos se dibujara la misma imagen cristalizada, la imagen de la parda biela luchando en su parda caverna, patinando más allá del cenit de su revolución, y luego retirándose, rechazada. No había ni asomo de chispa. Cerré los ojos para iniciar una rápida oración y oí decir a mi padre:

– Santo cielo, chico, estamos metidos en un buen lío.

Salió y arañó frenéticamente la escarcha del parabrisas con las uñas hasta dejar limpio un espacio delante del asiento del conductor. Yo salí por mi lado y nos pusimos a empujar los dos cada uno en su puerta. Una vez. Dos veces. Una tercera vez inmensa.

Con un ligero ruido los neumáticos se despegaron de la helada tierra de la rampa del establo. La resistencia del peso del coche empezó a disminuir; descendíamos indolentemente pendiente abajo. Saltamos los dos dentro, cerramos de golpe las puertas, y el coche empezó a coger velocidad por el camino engravillado que giraba y después se hundía dejando atrás el establo. Las piedras crujían bajo nuestros neumáticos como fragmentos de hielo al partirse. Con una aceleración llena de dignidad el coche se tragó la parte más pronunciada de la bajada, mi padre soltó el embrague para meter la marcha, el chasis dio una sacudida, tosió el motor, arrancó, arrancó, y enseguida estuvimos en marcha, volando por la rosada recta que enmarcaban un prado verde pálido y un llano campo en barbecho. Pasaban tan pocos coches por este camino que en el centro crecían multitud de hierbajos. Los labios de mi padre, apretados hasta ahora, se distendieron ligeramente. Metió gasolina en el sediento motor. Si ahora nos quedábamos parados sería fatal, porque ya no tendríamos ninguna pendiente para ponerlo en marcha. Hundió la mitad del starter. El motor resonó en un tono más alto. A través de los claros bordes de la hoja de escarcha que cubría el parabrisas podía ver lo que había delante; nos acercábamos al límite de nuestras tierras. Nuestro prado terminaba donde el terreno empezaba a elevarse. Nuestro gallardo capó negro avanzó hacia la pequeña subida del camino, se la tragó con piedras y todo, y la escupió dejándola atrás. A nuestra derecha, el buzón de Silas Schoelkopf nos saludó con su tiesa banderita roja. Habíamos logrado escapar de nuestras tierras. Miré atrás: nuestra casa era un pequeño grupo de edificios alojados en un costado del valle que cada vez se hacía más borroso. El alero del establo y el gallinero eran de un rojo suave. Del cubo estucado donde habíamos dormido salía, como un último jirón de nuestros sueños, una espiral de humo que, vista contra los bosques morados, parecía azul. El camino volvió a hundirse y nuestra casa desapareció; nadie nos perseguía. Schoelkopf tenía un estanque, y sobre el hielo caminaban unos patos del color de las teclas de un piano viejo. A nuestra izquierda, el alto y encalado establo de Jesse Flagler parecía lanzar un bocado de heno en nuestra dirección. Entreví el redondo ojo marrón de una vaca.