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Estas palabras le hicieron daño a mi estómago porque estaban cargadas con el peso de lo que había oído al despertarme. Lo único que había llegado a comprender era que mi padre tenía algo dentro, pero pensé que no sería difícil averiguar qué era eso, que, en mi opinión, debía de ser lo mismo que le hacía resistirse a usar mis guantes; y eso a pesar de que yo sospechaba que mi padre era demasiado viejo y demasiado mayor como para que yo pudiera enmendarlo o hacerle cambiar completamente, e incluso para que mi madre pudiera conseguirlo. Me acerqué a él y estudié los bordes de carne blanca que se formaban en los puntos donde sus manos apretaban el volante. Las arrugas de su piel parecían fisuras; los pelos, pedazos de hierba negra. El dorso de sus manos estaba salpicado de verrugas de color castaño claro.

– El volante debe de estar como el hielo -le dije.

Mi voz sonó igual que la de mi madre cuando un rato antes dijo:

– Esas cosas no se pueden sentir.

– La verdad, Peter, me duele tanto la muela que no siento nada más.

Me sorprendió y me alivió oírselo decir; un dolor de muelas era algo nuevo; quizás eso que tenía dentro no era más que una neuralgia.

– ¿Cuál? -le pregunté.

– Una de la parte de atrás.

Mi padre sorbió saliva y aspiró aire; su mejilla, que se había cortado esta mañana al afeitarse, se arrugó. La sangre del corte parecía muy oscura.

– Es muy fácil, basta que vayas al dentista a que te lo mire.

– No sé exactamente cuál es. Probablemente son todas. Tendría que hacerme arrancar todos los dientes. Y que me pusieran una dentadura postiza. Tendría que ir a uno de esos carniceros de Alton a que me los sacara todos y me lo arreglara en un día. Ahora te incrustan los dientes artificiales en las encías.

– ¿De verdad?

– Sí. Son unos sádicos, Peter. Unos sádicos mongoloides.

– No puedo creerlo -dije.

La calefacción, deshelada por el descenso de la pendiente, se puso a funcionar; un aire marrón calentado por tubos oxidados llegó a mis tobillos. Cada mañana, este acontecimiento era como un rescate. Ahora que este margen de comodidad estaba garantizado, puse la radio. Su pequeño cuadrante en forma de termómetro brillaba con una macilenta luz anaranjada. Cuando las válvulas se calentaron, surgieron crujientes y melladas voces nocturnas que cantaban en la brillante mañana azul. Sentí comezón en el cuero cabelludo; la piel se me puso tensa. Las voces, negroides y rústicas, parecían abrirse paso a través de la melodía por encima de obstáculos que las hacían resbalar, saltar y tartamudear; y este recortado terreno parecía ser mi tierra. Lo que expresaban las canciones era los Estados Unidos de América: montañas cubiertas de pinares, océanos de algodón, tostadas inmensidades del Oeste embrujadas por voces incorpóreas y quebradas por el amor que invadían el aire cerrado del Buick. Un anuncio dicho con untuosa ironía hablaba consoladoramente de las ciudades, a las que yo esperaba que mi vida me condujera, y después sonó una canción como un ferrocarril a vapor, una canción de ritmo muy marcado, irresistible, que arrastraba al cantante como un vagabundo hasta sus momentos culminantes, y me pareció que mi padre y yo éramos irresistibles en nuestro subir y bajar por las irregularidades de nuestra sufrida tierra, gozando del calor en medio de tanto frío. En aquellos tiempos la radio me aproximaba a mi futuro, un futuro en el que yo era poderoso: tenía los armarios llenos de ropa bonita, y mi piel era suave como la leche, y pintaba, rodeado de riqueza y fama, cuadros celestiales y fríos como los de Vermeer. Sabía que el propio Vermeer había vivido oscura y pobremente. Pero sabía que había vivido en tiempos atrasados. Y sabía por las revistas que leía que los tiempos que yo vivía no eran atrasados. Cierto, en todo el condado de Alton sólo mi madre y yo parecíamos habernos enterado de la existencia de Vermeer, pero en las grandes ciudades tenía que haber por fuerza miles de personas que le conocieran, miles de personas que además eran ricas. A mi alrededor había jarrones y muebles barnizados. Sobre un almidonado mantel había una hogaza de pan tierno adornado con puntillistas toques de luz. Al otro lado de mi balcón brillaba el millón de ventanas de una ciudad permanentemente iluminada por el sol que se llamaba Nueva York. Mis paredes blancas aceptaban una suave brisa aromatizada con especias. En el umbral había una mujer cuya imagen reflejaba como una sombra el pulido embaldosado. La mujer me miraba; su labio inferior era ligeramente grueso y negligente, como el labio inferior de la chica del turbante azul de La Haya. Entre las imágenes que las canciones de la radio pincelaban rápidamente para mí, el único espacio en blanco era el de la tela que yo estaba cubriendo de manera bellísima, elegante y preciosa. No era capaz de visualizar mi obra; pero era, pese a carecer de rasgos, tan radiante que se convertía en el centro de todo mientras arrastraba a mi padre en la cola de un cometa a través del espacio expectante de nuestra nación llena de canciones.

Pasado el pueblecito de Galilee, recogido y aproximadamente del mismo tamaño que Firetown, a la altura de la Seven-Mile Tavern y la estructura del almacén de Potteiger, como una plomada la carretera se extendía en recta, y mi padre siempre aceleraba. Después de la granja modelo y de los edificios de la central lechera Clover Leaf, donde unas cintas transportadoras se llevaban el estiércol de las vacas, la carretera cortaba como un cuchillo el espacio entre dos altos terraplenes de erosionada tierra roja. Allí había un hombre haciendo autostop junto a un pequeño montón de piedras. Al acercarnos a él, mientras su silueta quedaba claramente recortada contra la pendiente de arcilla, advertí que llevaba unos zapatos demasiado grandes que sobresalían de forma curiosa detrás de sus talones.

Mi padre apretó los frenos tan bruscamente que parecía que hubiese reconocido a aquel hombre; éste se puso a correr hacia nuestro coche sacudiendo sus zapatos. Llevaba un traje pardo muy gastado con unas rayas verticales muy delgadas que parecían incoherentemente elegantes, y llevaba cogido contra su pecho, como para abrigarse, un paquete de papeles fuertemente apretado con fino cordel.

Mi padre se inclinó hacia mi lado, abrió mi ventanilla, y gritó:

– No llegamos a Alton, nos quedamos en la cumbre de la Coughdrop Hill.

El hombre se agachó junto a nuestra puerta. Parpadeó. Llevaba anudado en torno a su cuello un sucio pañuelo verde que apretaba el cuello y las solapas de su chaqueta contra su pecho y su garganta. Era más viejo de lo que su delgadez vista desde lejos hubiera hecho pensar. Alguna oscura fuerza de la pobreza o las inclemencias del tiempo habían frotado su blanca cara hasta hacer que le asomaran las venas; en sus mejillas habían incubado trocitos de color morado que parecían diminutas serpientes. Los rasgos delicados de sus hinchados labios me hicieron pensar que quizá fuera maricón. Un día, mientras esperaba a mi padre frente a la biblioteca pública de Alton, se me acercó un vagabundo que andaba arrastrando los pies, y las pocas palabras que musitó antes de que yo saliera huyendo me asustaron. Me sentía, debido a que mi amor por las chicas no se había consumado por el momento, me sentía expuesto por ese lado: una habitación de tres paredes en la que cualquier ladrón podía entrar. Me sentí lleno de un odio irracional contra el viajero. La ventanilla que mi padre había abierto para hablar con él dejaba entrar un aire frío y las orejas me dolían.

Como de ordinario, las corteses disculpas de mi padre habían obstaculizado las relaciones que deseaba entablar con naturalidad. El hombre estaba desconcertado. Esperamos a que su cerebro se descongelara lo suficiente como para absorber lo que había dicho mi padre.

– No llegamos a Alton -dijo mi padre otra vez, y, movido por la impaciencia, se inclinó tanto que su enorme cabeza quedó frente a mi cara.

Mi padre bizqueaba y al hacerlo se formó junto a su ojo una red de arrugas pardas. El hombre se inclinó hacia el interior y yo me sentí absurdamente pellizcado entre sus viejas y ajadas caras. Mientras, la locomotora musical continuaba saliendo de la radio y pensé que ojalá pudiera subirme a ese tren.