Una vez en el pasillo, el extremo emplumado de la flecha arañaba el suelo a cada paso. El chirrido metálico se mezclaba de forma desagradable con el seco susurro. Se le empezó a revolver el estómago y sintió náuseas. Las oscuras y largas paredes ocres del pasillo se agitaron como olas; las puertas de las aulas, sobre las cuales aparecía el número correspondiente a cada una, semejaban paneles de un experimento sumergidos en un líquido activado y cargado de voces de los chicos y chicas que recitaban en francés, cantaban himnos y discutían problemas de sociología. Avez-vous une maison jolie? Oui, j'ai une maison très jolie, sus ambarinas olas de cereales, los majestuosos montes que se elevan sobre las huertas a lo largo de nuestra historia niños y niñas (ésta era la voz de Folos), el gobierno federal ha ido aumentando su prestigio y su autoridad, pero no debemos olvidar, niños y niñas, que por nuestro origen somos una unión de repúblicas soberanas, los Estados Dios derramó en ti su gracia, y coronará tu bondad con la fraternidad…. la bella canción persistía ciegamente en el cerebro de Caldwell. El mar brillante. Las tonterías de siempre. La primera vez que la oyó fue en Passaic. ¡Qué extraño había sido su desarrollo desde entonces! Le parecía que su mitad superior flotaba en un firmamento estrellado de ideales y canciones cantadas por jóvenes voces; el resto de su ser se hundía pesadamente en una ciénaga en la que, con el tiempo, acabaría por hundirse. Cada vez que las plumas cepillaban el suelo, el astil abría su herida. Trató de evitar que esa pierna tocara el suelo, pero el desigual golpeteo de los tres cascos restantes hacía tanto ruido que temió que una de las puertas se abriera de golpe y saliera algún otro de los profesores para cerrarle el paso. En este crítico estado le parecía que sus colegas fueran los cabecillas de la chusma y amenazaran devolverle al aula con los estudiantes. Se produjo una débil convulsión en sus intestinos; luego, sin detenerse, depositó en los brillantes tableros barnizados que había justo enfrente de la vitrina desde donde le miraban los trofeos con sus cien ojos de plata, un oscuro y humeante cucurucho de helado desparramándose. Sus grandes flancos salpicados de gris se estremecieron de asco, pero, como el mascarón de proa de un barco que se hunde, su cabeza y su torso siguieron avanzando.
El contorno acuoso y borroso que había encima de las puertas laterales le empujaba hacia delante. Allí, al final del pasillo, la luz del exterior entraba en la escuela a través de unas ventanas protegidas por fuera contra los actos de gamberrismo, y esa luz, al no poder extenderse en aquella atmósfera viscosa y barnizada, quedaba capturada, como el agua en el aceite, sobre la entrada. La mariposa nocturna que tenía en su interior dirigió hacia esa burbuja azulada de luz el alto, bello y complejo cuerpo de Caldwell. Se le retorcieron las vísceras; una polvorienta antena cepilló el techo de su boca. Pero también notaba en el paladar una anticipación del aire fresco. El aire se hizo más brillante. Corcoveó ante la doble puerta de sucio cristal reforzado, y la abrió. En un tumulto de dolor, mientras la flecha iba golpeando las barandillas de acero, bajó las cortas escaleras que conducían al rellano de cemento. Mientras subía estos escalones, un niño había escrito apresuradamente con lápiz la palabra JODER en la pared oscura y lustrosa. Caldwell se aferró a la barra de latón, cerró los labios con determinación, apretó sus ojos asustados, y salió al aire libre.
Los orificios nasales se le convirtieron en dos plumas de escarcha. Era enero. El claro azul del alto cielo parecía imponente pero al mismo tiempo enigmático. El inmenso prado horizontal de la escuela, con las esquinas marcadas con grupos de pinos, estaba verde a pesar de ser pleno invierno; pero era un verde helado, paralizado, artificial, un vestigio de verde. Al otro lado de los terrenos de la escuela un tranvía, chirriando suavemente, flotaba cuesta arriba en dirección a Ely. Prácticamente vacío -eran las once de la mañana, y la gente que iba de compras se movía en aquel momento en dirección opuesta, hacia Alton-, se balanceaba ligeramente sobre sus vías, y a través de las ventanas los asientos de paja lanzaban chispas doradas. Una vez al aire libre, frente a aquella grandeza espacial, le pareció que el dolor se reducía. Empequeñecido, se había retirado hacia su tobillo, se había hecho duro, hosco y despreciable. La extraña silueta de Caldwell asumió una actitud de dignidad; sus hombros -algo estrechos para una criatura tan grande- se enderezaron, y avanzó, si no al trote, al menos con tal apremiante gracia estoica que su cojera quedó disimulada. Tomó el camino enlosado que se abría entre el helado césped y el sobresaturado aparcamiento. Debajo de su barriga las burlonas rejillas reflejaban destellos del blanco sol invernal; los arañazos de los cromados eran iridiscentes como diamantes. El frío comenzó a acortar su aliento. Detrás de él sonó un zumbido en la mole ladrillo-salmón del instituto, dando por terminada la clase que él había abandonado. Con un perezoso rumor digestivo, los alumnos cambiaban de aula.
El taller de Hummel estaba separado del Instituto de Olinger solamente por un pequeño río irregular de asfalto. Sus relaciones con el instituto no eran simplemente territoriales. Aunque ahora ya no, durante muchos años Hummel había pertenecido a la junta del instituto, y Vera, su joven esposa pelirroja, era la profesora de educación física de las chicas. Buena parte del movimiento comercial del taller procedía del instituto. Los chicos le llevaban sus cacharros averiados para que se los arreglara, y los más pequeños iban a hinchar sus pelotas de baloncesto con el aire que él les suministraba gratis. En la parte delantera del edificio, en la gran habitación donde Hummel tenía sus libros de cuentas y su destrozada y sucia biblioteca de catálogos de piezas de repuesto y donde dos mesas de despacho de madera puestas una al lado de otra sostenían una mordisqueada acumulación de papeles, cojinetes y ejes amontonados junto a inestables pilas de recibos color rosa, y una caja de cristal deslustrado cuya rota tapadera había sido arreglada con una tira de cinta aislante en forma de rayo, tenía también caramelos envueltos en crujientes papeles que esperaban los céntimos de los niños. Aquí, en una breve hilera de grasientas sillas plegables que dominaban un pozo de cemento de un metro y medio de profundidad cuyo fondo estaba al mismo nivel que el callejón de fuera, los profesores del instituto solían -aunque no tanto ahora como antes- sentarse al mediodía para fumar y comer Fifth Avenues y cacahuetes y pastillas para la tos y apoyar sus bien anudados y lustrosos pies sobre la barandilla y dejar que se destensaran sus martirizados nervios mientras, en el pozo de tres paredes que había debajo, los morenos hombres de Hummel reparaban y lavaban un automóvil que era como un inmenso recién nacido.
El acceso a la parte principal y más grande del taller se hacía por una rampa de asfalto tan rugosa, rayada, socavada, salpicada y llena de burbujas como una superficie de lava volcánica. En la ancha puerta verde que se abría para que entraran los vehículos motorizados había una pequeña puerta del tamaño de un hombre con las palabras DEJAD LA PUERTA CERRADA escritas con goteante pintura azul debajo del pestillo. Caldwell levantó el pestillo y entró. Su pierna malherida maldijo la necesidad de volverse para cerrar la puerta una vez dentro.
Unas chispas iluminaban la profunda y cálida oscuridad. El piso de la gruta estaba encerado y ennegrecido por manchas y gotas de aceite. Al final del largo banco de trabajo dos hombres amorfos con gafas protectoras acariciaban un gran abanico de llamas que caían convirtiéndose en gotas secas. Otro hombre, que miraba hacia arriba desde unas cuencas blancas incrustadas en una cara negra, rodó sobre su espalda y desapareció bajo la carrocería de un coche. Cuando sus ojos fueron adaptándose a la penumbra, Caldwell vio amontonados a su alrededor fragmentos de automóviles vueltos boca arriba, frágiles y fantasmales: guardabarros que parecían caparazones de tortuga, erizados motores cual corazones arrancados de sus cuerpos. El abigarrado aire estaba poblado de silbidos y furiosos golpes. Cerca de donde se encontraba Caldwell, una vieja estufa de carbón con una tripa en forma de olla dejaba ver por sus costuras cintas de color rosa brillante. Se lo pensó dos veces antes de abandonar su radio de calor, pero lo que tenía en el tobillo se estaba deshelando y su estómago temblaba agitadamente.