– No; pero tienes algo en la oreja que parece un trocito reseco de crema de afeitar.
– ¿Sabes qué es eso?
– ¿Qué es? ¿Es algo?
– Es mi secreto. No sabías que tenía un secreto, ¿verdad?
– Todo el mundo tiene secretos.
– Pero el mío es muy especial.
– ¿De qué se trata?
– Es algo que no puedo decir. Tendré que enseñártelo.
– Qué gracioso eres, Peter.
– ¿Preferirías que no lo fuese? ¿Estás asustada?
– No. Tú no me asustas.
– Bien. Pues tampoco me asustas tú.
– A ti no te asusta nadie -dice ella riendo.
– En esto sí que te equivocas. A mí me asusta todo el mundo.
– ¿Hasta tu padre?
– Oh, él me asusta mucho.
– ¿Cuándo me enseñarás tu secreto?
– Quizá no te lo enseñe. Es demasiado horrible.
– Por favor, Peter, enséñamelo. Por favor.
– Oye una cosa.
– ¿Qué?
– Me gustas.
No puede decir que la ama, porque podría no ser exacto.
– Tú me gustas a mí.
– Pero después no te gustaré.
– Me gustarás. Qué, ¿te haces el tonto ahora?
– En parte. Te lo enseñaré en el descanso. Si todavía me atrevo.
– Ahora sí que me asustas.
– No lo permitas. Eh, tienes una piel preciosa.
– Siempre dices lo mismo. ¿Por qué? No es más que piel.
Peter no puede contestar y ella aparta el brazo de las caricias.
– Veamos el partido -dice ella-. ¿Quién gana?
Peter levanta la mirada hacia el nuevo reloj combinado con un marcador eléctrico, regalo del curso en que terminó sus estudios el año 1946, y dice:
– Ellos.
– ¡Ánimo! -grita, con los labios pintados, Penny, convertida repentinamente en una auténtica furia.
Los jugadores, cinco de ellos vestidos con el uniforme marrón y oro de Olinger y cinco con el azul y blanco de West Alton, parecían a la vez deslumbrados y atentos, sujetos por las suelas de sus zapatillas a invertidos ecos de sí mismos en el brillante piso. Todo, los cordones de las zapatillas, cada uno de los cabellos, cada mueca de concentración, parece anormalmente definido, como los detalles de unos animales disecados contenidos en una gran caja muy iluminada. De hecho, un cristal psicológico separa la pista de baloncesto de las gradas del público; aunque un jugador puede levantar la mirada e identificar entre la muchedumbre a la chica con la que se acostó la noche anterior (los gemidos de la chica, la sensación de tener la boca reseca luego), ella permanece a una distancia infinita y lo que ocurrió ayer en el coche aparcado parece solamente imaginado. Mark Youngerman se limpia con el brazo peludo el sudor de sus cejas, ve volar el balón hacia él, levanta las manos con las palmas abiertas, acolcha aquel globo de tensas costuras contra el pecho, hace un amago con la cabeza, deja atrás a un defensa de West Alton, y en un momento extático salta y lanza la pelota. Con los dos puntos, su equipo ha empatado. Asciende hacia el techo tal grito que parece que cada uno de los presentes esté al borde del terror.
Caldwell está arreglando los billetes cuando Phillips se acerca de puntillas a él y le dice:
– George, dijiste que faltaba un taco de entradas.
– Del uno ocho cero cero al uno ocho uno cuatro cinco.
– Creo que he averiguado dónde está.
– Menudo peso me sacarías de encima si fuera cierto.
– Creo que los tiene Louis.
– ¿Zimmerman? ¿Para qué diablos roba entradas?
– Shh.
Phillips mira hacia la oficina del director haciendo un elocuente gesto con la boca. En él, la conspiración es algo muy elegante.
– Ya sabes que es profesor de los chicos mayores de la escuela municipal de la Iglesia Reformada.
– Claro. Allí es un dios.
– ¿No te has fijado que esta noche ha venido el reverendo March?
– Sí, le he dejado pasar sin entrada. No podía aceptarle dinero.
– Has hecho bien. Pues está aquí porque alrededor de cuarenta muchachos de la Escuela Dominical obtuvieron entradas gratuitamente y han venido en grupo a ver el partido. Yo he ido a verle y le he dicho que viniera a sentarse en el estrado, pero él me ha dicho que prefería quedarse de pie detrás del público para vigilar. La mitad de los chicos aproximadamente viene de Ely, donde no hay Iglesia Reformada.
Vera Hummel, hola, entra. Su largo abrigo amarillo, desabrochado, se balancea a sus costados, y su pelirroja melena escapa en parte a la sujeción de las pinzas; ¿ha estado corriendo? Sonríe a Caldwell y saluda con la cabeza a Phillips; Phillips es un tipo gris que nunca le ha parecido atractivo. Caldwell es otra cosa. Caldwell despierta lo que a Vera le parece debe de ser su instinto maternal. Todos los hombres altos le resultan simpáticos al momento; así es de sencilla; por la misma razón, los hombres más bajos que ella le resultan ofensivos. Caldwell la saluda levantando amablemente una de sus manos llenas de verrugas; verla no le molesta. Cuando la señora Hummel está en el edificio tiene la impresión de que el instituto no está completamente en manos de animales. Vera tiene un tipo de mujer hombruna: pechos poco abultados, piernas largas, y unos brazos y muñecas delgados y pecosos, expresivos e incluso ansiosos. De las formas voluminosas de la mujer primitiva sólo queda en ella la masa de sus caderas y sus muslos; estos muslos que se mecen, óvalos de alabastro, en sus pantalones azules de gimnasia, aventajan de largo a los de sus alumnas. Después de la primera floración aparece otra, y luego otra. Hasta cierto punto, la biología humana no es nada impaciente. Todavía no tiene hijos. La pequeña frente triangular enmarcada por dos alas cobrizas se muestra enojada; tiene la nariz ligeramente larga y algo afilada; su cara se parece un poco a la del hurón, y cuando sonríe muestra sus atractivas encías.
– ¿Habéis tenido partido hoy? -le dice Caldwell. Ella es entrenadora del equipo femenino de baloncesto.
– Justo ahora volvemos -dice Vera sin detenerse del todo-. Nos han humillado. Acabo de dar la cena a Al y he venido a ver qué hacían los chicos.
Vera sigue avanzando por el pasillo y se va hacia la parte trasera del pabellón.
– A esta mujer le apasiona el baloncesto -dice Caldwell.
– Al trabaja demasiadas horas -dice Phillips, en tono más sombrío-. Vera se aburre.
– Pero siempre tiene un aspecto animoso, y eso es lo único que importa cuando se está en mi situación.
– George, tu salud me preocupa.
– Al Señor le gustan los cadáveres optimistas -dice Caldwell con tono rudamente exuberante, luego pregunta osadamente-: Cuéntame el secreto de esas entradas desaparecidas.
– De hecho no es un secreto. El reverendo March me ha dicho que Louis sugirió que, como incentivo para la asistencia a la Escuela Dominical, quería dar un premio a todos los chicos que no hubieran faltado un solo domingo desde el comienzo del curso hasta primero de año.
– Y entonces es cuando entra disimuladamente y me roba las entradas de baloncesto.
– No grites tanto. Esas entradas no son tuyas, George. Son del instituto.
– Pero yo soy el pobre tonto que tiene que dar cuenta de ellas.
– Míralo de otra manera, en el fondo no es más que papel. Cuando hagas las cuentas pon: «donación benéfica». Si alguna vez llegan a pedirte responsabilidades, yo te respaldaré.
– ¿Le has preguntado también a Zimmerman qué ha pasado con las otras cien? Has dicho que han venido cuarenta niños. Como regale las otras cien, vamos a tener a todos los niños del jardín de infancia de la Iglesia Reformada colándose gratis en nuestros partidos.
– George, ya sé que esto te ha trastornado. Pero no ganarás nada exagerando. No he hablado con él y me parece que no serviría de nada hacerlo. Haz una nota diciendo que han sido utilizadas para una obra de caridad, y asunto concluido. Ya sé que Zimmerman suele ser arbitrario; pero esta vez lo ha hecho por una buena causa.