Convencido de que lo mejor es seguir el prudente consejo de su amigo, Caldwell se permite la última réplica verbaclass="underline"
– Esas entradas representan noventa dólares en dinero teórico; me jode muchísimo dárselos a la Escuela Dominical de la Iglesia Reformada.
Lo dice en serio. Aparte de la presencia de unas pocas sectas marginales como los Testigos de Jehová, los baptistas y los católicos, Olinger está dividida en una amistosa rivalidad entre luteranos y reformados; los luteranos cuentan con más feligreses, y los reformados con más dinero. Aunque nació presbiteriano, durante la Depresión Caldwell se hizo luterano como su esposa y, pese a lo sorprendente que pueda parecer en una persona tan tolerante, siente una sincera desconfianza por los reformados, a los que relaciona con Zimmerman y Calvino, a quienes relaciona a su vez con todo lo turbio, opresivo y arbitrario que hay en el mundo.
Vera entra en el pabellón por una de las anchas puertas, y casi la arranca de sus tranquilos goznes de bronce abriéndola de una patada que le propina con su pie calzado con zapatillas de goma. Ve al reverendo March, que se encuentra junto a un rincón, apoyado contra el montón de sillas plegables que, cuando se celebran reuniones, representaciones de teatro y sesiones de la Asociación de Padres y Maestros, se disponen en la zona llana que en este momento es la pista de baloncesto. Varios muchachos están sentados encima del montón de sillas, y por toda esa zona se ven hombres y chicos, y una o dos chicas que se ponen de puntillas para ver por encima de los hombros de los que tienen delante, o que se han subido a unas sillas situadas entre las puertas. Dos veinteañeros saludan tímidamente a Vera echándose a un lado para dejarle paso. Ellos la conocen pero ella ya no les recuerda. Son antiguos ases deportivos, de esos que una vez terminados sus estudios siguen regresando durante muchos años al instituto para ver los partidos, hasta que una esposa o la embriaguez ritual o un empleo en algún lugar alejado se los lleva, y rondan el edificio como perros atormentados por un rincón en el que imaginan haber enterrado algo de gran valor. Cada vez más envejecidos y descuidados, su presencia persiste sin embargo, conjurada -dentro y fuera del edificio, cada otoño, cada invierno y cada primavera- por esa fantasmal procesión de atletas cada vez más jóvenes y desconocidos que, de forma imperceptible, pasan al poco tiempo a engrosar las filas de los que, como ellos, se limitan a mirar. Su actitud, callada y dolida, está en marcado contraste con la de los estudiantes que se agolpan en las gradas; allí se entrelazan las pieles y los cabellos y las cintas y la ropa chillona para formar un único tejido, una bandera humana ondeante y centelleante. Vera entorna los ojos y la muchedumbre se transforma en una masa de oscilantes átomos de color. Aparentemente polarizados por el movido espectáculo que tienen ante los ojos, estos puntos no se mueven de hecho hacia delante, sino hacia los lados, los unos hacia los otros, impulsados por secretas semillas en forma de flecha. Al notarlo, Vera se siente orgullosa, serena y competente. Pasa mucho tiempo antes de que intente mirar en dirección al lugar donde se encuentra el reverendo March, quien, por su parte, está extasiado por la contemplación de los pequeños fragmentos cobrizos y dorados del cabello de Vera, que brillan a través del amasijo de cuerpos que les separan.
Este ministro es un hombre alto y guapo, cuyo rostro huesudo y pardo está cruzado por un bigote moreno pulcramente recortado. Un hombre que se formó en la guerra. En el año 1939 era todavía un joven inmaduro y de huesos pequeños que aún no había cumplido los veinticinco y acababa de terminar sus estudios en el seminario de la región de las minas de carbón. Se sentía afeminado y corroído por las dudas. La teología le había permitido dar forma y profundidad a sus dudas. Visto desde su perspectiva actual, el espíritu religioso que años atrás le había conducido al seminario, si es que no fue simplemente la voluntad de su madre lo que le llevó a ingresar en él, le parecía una enfermiza fosforescencia fruto de su incertidumbre sexual. Su voz aflautada se burlaba con sus chillidos de sus sermones llenos de sofismas. Temía a sus diáconos y despreciaba el mensaje que tenía que transmitir. Hasta que, en 1941, le salvó la guerra. Se alistó, pero no como capellán, sino como soldado, con la esperanza de poder evitar de esta manera las preguntas que era incapaz de responder. Y así fue. Después de cruzar el océano comprobó que las furias se habían quedado atrás. Le nombraron teniente. En el norte de África consiguió salvar la vida propia y la de otros cinco que se encontraron aislados con él, racionando durante siete días las tres únicas cantimploras de agua que tenían. En Anzio una granada abrió un cráter de dos metros y medio de ancho en el punto que había abandonado treinta segundos antes. En las colinas romanas le nombraron capitán. Cuando llegó la paz no tenía ni un arañazo. Menos la voz, todo él se había templado. Y, lo que es más absurdo, regresó a su antigua y apacible vocación. ¿Fue en realidad absurdo? ¡No! Después de limpiar los escombros descubrió la fe de su madre, una fe que el calor había cocido hasta dotarla de una resistente dureza, una fe extraña pero innegable, como una salpicadura, ya iría, de escoria. Comprobó que estaba vivo. La vida es un infierno, pero es un infierno glorioso, y decidió ofrecer esta gloria a Dios. Aunque la voz de March sigue sin ser potente, sus silencios son grandiosos. Sus ojos negros como el carbón están enmarcados por afilados pómulos pardos; lleva un bigote que es como una cicatriz de la barba que se había dejado cuando hacía la guerra. Su gusto por los uniformes le hace conservar el uso del alzacuellos siempre que aparece en público. Para Vera, que se acerca secretamente hacia él por el pasillo, la imagen del alzacuellos visto desde detrás es tan romántica que le corta el aliento: un cuchillo de blanco puro, una rebanada de absoluto peligrosamente apoyada contra la garganta del sacerdote.
– Esta tarde se olvidó de rezar por mí -susurra, sin aliento.
– ¡Hola! ¿Han perdido sus chicas?
– Mm.
Vera finge estar aburrida; en realidad lo está un poco. Mira el partido, y al meterse las manos en los bolsillos giran las hojas doradas de su chaquetón.
– ¿Viene siempre a los partidos de los chicos?
– ¿Por qué no? Siempre se aprenden cosas. ¿Había jugado usted a baloncesto?
– No, de adolescente era demasiado inepto. Cuando se formaban los equipos yo era el último en ser elegido.
– No es fácil de creer.
– Siempre pasa con las grandes verdades.
Al oír este toque evangelizador ella se encoge y suelta un profundo suspiro, y a continuación, como si quisiera responder a una impaciente insistencia de él, explica:
– Lo cierto es que en cuanto empiezas a dar clases aquí, acabas pasándote el día en este edificio. Es una deformación profesional. En cuanto ves encendidas las luces del instituto te vienes a dar una vuelta.
– Además, usted vive muy cerca.
– Mm.
La voz del padre March le resulta decepcionante. Se pregunta si se debe a una ley natural que las voces de los hombres altos sean así. Se pregunta si siempre va a tener que sentirse decepcionada en todos sus encuentros, aunque sólo sea en una pequeña faceta de cada uno de ellos. Para vengarse, le dice:
– Pues ya no es usted aquel al que nadie quería para su equipo.
Él suelta una risa seca que desnuda, aunque sólo un instante, sus dientes sucios de tabaco, como si temiera que una risa más prolongada pudiese traicionar su posición: una risa de capitán.
– Los últimos serán los primeros -dice él.
Esto la desconcierta un poco, pues aunque no comprende la alusión, ha podido ver en la satisfecha tensión de los cincelados labios oscuros del sacerdote que aquella frase es una alusión. Vera mira por encima del hombro de él y, como siempre que se siente amenazada por la posibilidad de tener que reconocer que es tonta, deja que sus ojos se desenfoquen, a sabiendas de que esto hace más profunda la negra intensidad de su belleza.