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– Es usted -dice con voz débil Peter.

– Nunca perdimos ninguna competición.

El dedo, densamente vivo, omnipresente, baja y desaparece. Sin dirigir ni una palabra más a la joven pareja, Zimmerman se aleja por el pasillo; tiene unas espaldas enormes. Los estudiantes se empujan para abrirle paso.

El vestíbulo se va vaciando; empieza el partido de los universitarios. La presión de los dedos de Zimmerman ha dejado unos óvalos amarillos en el desnudo brazo de Penny. Ella se lo frota enérgicamente y hace una mueca de asco.

– Tengo ganas de bañarme -dice.

Peter comprende que la quiere de verdad. Los dos estaban igualmente desamparados bajo la garra de Zimmerman. Peter se la lleva por el pasillo en dirección al pabellón. Pero al llegar al final empuja la puerta doble y la conduce escaleras arriba. Está prohibido. Cuando hay partidos o reuniones nocturnas suelen colocar un candado para cerrar esas puertas, pero esta vez los bedeles se han olvidado. Peter mira nervioso hacia atrás. La escalera está a oscuras. Pero todos los que habrían podido gritar «¡Alto!» se han apresurado a ver empezar el partido.

Al alcanzar el primer rellano, desaparecen del campo de posibles miradas. La bombilla que está encendida sobre la puerta de entrada de las chicas, situada justo bajo la ventana con reía metálica que tienen al lado, proyecta hacia ellos unos distorsionados romboides de luz que bastan para verse. Tiene que haber suficiente luz para que ella lo vea. Los desnudos brazos de Penny parecen de plata, negros sus rojos labios. La camisa de Peter también parece negra.

Peter se desabrocha una manga y dice:

– Es un secreto muy triste. Pero tienes que conocerlo porque te amo.

– Espera.

– ¿Qué?

Peter escucha para comprobar si ella ha oído acercarse a alguien.

– ¿Sabes lo que dices? ¿Qué es lo que te gusta de mí?

El estruendo de la muchedumbre penetra en el silencio del rellano y les rodea como un océano. Peter se siente seco y frío. Tiembla, temeroso de lo que ha empezado a hacer.

– Te amo -le dice a Penny- porque en el sueño que te conté, cuando tú te convertiste en árbol, yo sentí ganas de llorar y rezar.

– Quizá sólo me amas en sueños.

– ¿Y eso cuándo es?

Peter toca la cara de Penny. Plata. Tiene los labios y los ojos negros y fijos, tan terribles como los orificios de una máscara.

– Siempre crees que soy tonta -le dice ella.

– Antes lo pensaba. Ahora ya no.

– No soy guapa.

– Ahora lo eres.

– No me beses. Se correrá el carmín.

– Te besaré la mano.

Lo hace y, luego, mete la mano de Penny por la manga de su propia camisa.

– ¿Notas algo raro en mi brazo?

– Lo noto caliente.

– No. Fíjate en las rugosidades que hay de vez en cuando.

– Sí… un poco. ¿Qué es?

– Es esto.

Peter se arremanga la camisa y muestra a Penny la parte inferior de su brazo; bajo la fría luz difusa las costras parecen azuladas. No hay tantas como él esperaba.

– ¿Qué es? -pregunta Penny-. ¿Urticaria?

– Se llama psoriasis. Lo tengo desde que nací. Es horrible. Odioso.

– ¡Peter!

Las manos de Penny levantan la cabeza de Peter, que la había inclinado como si fuera a sollozar. Sus ojos están secos, el gesto significó algo verdadero.

– Lo tengo en los brazos y las piernas, y donde hay más es en el pecho. ¿Quieres ver lo del pecho?

– No tengo especial interés.

– Ahora me odias, ¿verdad? Te da asco. Soy peor que Zimmerman cuando te cogía el brazo.

– Peter, no te dediques a decir cosas para que yo te contradiga. Enséñame el pecho.

– ¿Tengo que enseñártelo?

– Sí. Venga. Siento curiosidad.

Peter se levanta la camisa y la camiseta que lleva debajo y se queda medio desnudo a la luz. Tiene la sensación de ser un esclavo a punto de ser azotado, o la estatua del cautivo agonizante que Miguel Ángel no llegó a terminar. Penny se inclina para mirar y frota con sus dedos la helada piel de Peter.

– ¡Qué curioso! -dice Penny-. Salen en grupos.

– En verano se va casi del todo -le dice Peter bajándose la camiseta y la camisa-. Cuando sea mayor me iré a pasar los veranos a Florida y así no me saldrá.

– ¿Era ése tu secreto?

– Sí. Lo siento.

– Esperaba algo mucho peor.

– ¿Cómo podría haber algo peor? Visto a plena luz es feísimo, y lo más grande es que no puedo hacer nada al respecto, como no sea decir que lo siento.

Ella ríe, y como un destello plateado resuena en sus oídos:

– Qué tonto eres. Ya sabía que tenías algo en la piel. Se te nota en la cara.

– Dios mío, ¿sí? ¿Mucho?

– No, casi nada.

Peter sabe que miente, pero no trata de hacerle decir la verdad. En lugar de eso, pregunta:

– ¿No te importa?

– Claro que no. No puedes hacer nada. Es parte de ti.

– ¿De verdad que eso es lo que sientes?

– Si supieras qué es el amor, ni lo preguntarías.

– Qué buena eres.

Aceptando el perdón de Penny, Peter se hunde de rodillas en un rincón del rellano, y aprieta su cara contra la ropa que cubre el vientre de la muchacha. Al cabo de un minuto le duelen las rodillas; al moverse para aliviarlas en parte del peso, su cara se hunde un poco más. Y sus manos, por su cuenta, se deslizan hacia arriba por las piernas plateadas de Penny y confirman lo que su cara ha descubierto a través de la falda, un hecho monstruoso y adorable: en el vértice donde se encuentran las piernas de Penny no hay nada. Nada más que seda y una ligera humedad y una curva. Éste es pues el secreto que está en el centro del mundo, esta inocencia, esta ausencia, esta íntima curva sutilmente esponjosa guardada por su estuche de seda. Peter besa a través de la lana de la falda sus propios dedos.

– No, por favor -dice Penny tratando de tirar de él por el pelo.

En ella Peter se esconde de ella, encajando mejor aún su cara contra la tranquila concavidad; pero incluso así, con la cara apretada junto a la parte más íntima, reaparece la idea de la muerte de su padre. De esta forma traiciona Peter a Penny. Cuando Penny, que casi ha perdido el equilibrio, repite: «Por favor», el honesto temor de su voz hace que Peter encuentre una excusa para ceder. Levantándose, dirige una mirada hacia la ventana que está a su lado y observa, maravillado por segunda vez en poquísimo tiempo:

– Está nevando.

En el lavabo, Caldwell queda sorprendido al ver la palabra PODER escrita en mayúsculas con una navaja en la pared de encima del urinario. Al mirar de más cerca, comprueba que esta palabra ha sido superpuesta a otra. La J ha sido enmendada hasta formar una P. Deseoso de aprender, aun en el último instante antes de caer aniquilado, Caldwell asimila el hecho, totalmente nuevo para él, de la posibilidad de convertir la palabra joder en poder. Pero ¿a quién se le puede haber ocurrido tal cosa? La psicología del chico (tenía que haber sido un chico) que cambió la palabra original, que profanó la profanación, resulta muy misteriosa para Caldwell. El misterio le deprime; al salir del lavabo trata de penetrar en esa mente, trata de imaginar esa mano, y cuando avanza por el pasillo todavía tiene la sensación de llevar sobre su corazón un tremendo peso descargado sobre él por la inimaginable mano de ese chico. Se pregunta si ha podido hacerlo su hijo.

Aparentemente, Zimmerman le ha estado esperando. El vestíbulo está lleno; Zimmerman se acerca cautelosamente al pabellón.

– George.

Se ha enterado.

– George, creo que estabas preocupado por unas entradas.

– No estoy preocupado, ya me han dicho lo que pasó. He indicado en los libros de cuentas que fueron donadas como obras de caridad.