Sin embargo, a pesar de que la velocidad que han tomado les lleva rápidamente hacia la parte baja de la cuesta, quedan atascados debido a un nuevo patinazo algo antes de llegar al punto donde se quedaron parados antes. Bajo los focos del coche, las huellas dejadas en su ascensión son profundas roderas oscuras.
De repente, las sombras de sus cabezas caen hacia delante. Detrás de ellos aparece un coche que se acerca a la colina. Sus luces se dilatan, brillan como un grito, y se ensanchan a su alrededor; es un Dodge verde del 47. Gracias a sus cadenas les deja atrás, sube la parte más pronunciada de la cuesta y, más veloz cada vez, desaparece tras la cresta. Los faros parados de su propio coche captan los eslabones dibujados en la nieve por las ruedas del otro coche. El chisporroteo de la nevada mantiene la misma intensidad de siempre.
– Tendremos que poner las cadenas -dice Peter a su padre-. Si consiguiéramos subir aunque sólo fueran veinte metros más, seguro que llegaríamos al camino de casa. Fire Hill no es tan pendiente.
– ¿Te has fijado que ese bastardo ni siquiera se paró a ofrecerse a darnos un empujón?
– ¿Cómo puedes pretender que parase? Si apenas podía subir él solo.
– De estar en su piel, yo me hubiera parado.
– Pero no hay nadie como tú, papá. Eres un caso único en el mundo.
Peter grita porque su padre ha aferrado sus manos al volante y ha bajado la cabeza hasta apoyarla en los dorsos de las manos. A Peter le asusta ver desaparecer el perfil de su padre. Quiere hacerle volver en sí, pero la sílaba que hubiera tenido que pronunciar se le atasca en la garganta; nunca sabrá cuál era. Por fin pregunta tímidamente:
– ¿Tenemos cadenas?
Su padre se endereza y dice:
– Pero no podemos ponerlas aquí. El coche se iría hacia atrás al levantarlo con el gato. Tenemos que bajar hasta el llano.
Abre pues, por segunda vez, su puerta y se asoma y conduce el coche hacia atrás cuesta abajo. La nieve queda teñida de rosa por las luces traseras. Algunos copos se cuelan por la puerta abierta y punzan a Peter en la cara y las manos. Se mete las manos en los bolsillos del chaquetón.
Cuando llegan al final de la cuesta bajan los dos. Abren el portamaletas y tratan de levantar con el gato la parte trasera del coche. No tienen linterna, y eso empeora las cosas. La nieve que se amontona a los lados de la carretera tiene un espesor de unos quince centímetros; al tratar de elevar los neumáticos por encima de su superficie, el coche acaba por venirse hacia un lado lanzando, con sorprendente fuerza, el gato al centro de la carretera.
– Joder -dice Caldwell-, nos vamos a matar.
No hace ningún movimiento por recuperar el gato, por lo que Peter se adelanta a cogerlo. Con la barra dentada en una mano busca en la cuneta una piedra para frenar las ruedas delanteras, pero la nieve lo cubre todo.
Su padre está mirando las copas de los pinos, que, agitadas por la tormenta, planean como ángeles oscuros. A Peter le da la sensación de que los pensamientos de su padre describen anchos círculos, como un ratonero al acecho, en el opaco malva que les cubre. Ahora vuelve a pensar en el problema que les retiene allí y, juntos, padre e hijo colocan el gato bajo el parachoques y esta vez se aguanta. Entonces descubren que no pueden sujetar las cadenas porque no saben cómo se hace. Y es demasiado tarde, y hace demasiado frío y no hay suficiente luz como para ponerse a aprender ahora. Durante muchos minutos Peter contempla a su padre que, agachado, se mueve en torno al neumático. No pasa ningún coche en todo ese rato. Por la Carretera 122 ya no hay tránsito. Hay un momento en que parece que su padre ha conseguido sujetar la cadena, pero luego se le escapa y fracasa. Tras soltar un sollozo o una maldición que el ruido de la tormenta impide captar claramente, Caldwell se pone en pie y lanza con las dos manos el revuelto amasijo de la cadena a la suave nieve. Al caer abre un agujero que hace pensar en un pájaro caído de un nido.
– Tendrías que sujetar primero el cierre por la parte de dentro de la rueda -dice Peter.
Recoge la cadena del agujero, se arrodilla, y luego repta por debajo del coche. Imagina que su padre le dirá a su madre:
– Yo ya no sabía qué hacer y entonces el chico ha cogido las cadenas, se ha metido debajo del coche y las ha colocado perfectamente. No sé de dónde le viene esta habilidad para las cosas mecánicas.
La rueda resbala. Envuelve varias veces el neumático con el complicado amasijo de cadenas, y cada vez el neumático gira perezosamente y se sacude de encima su cota de malla como si fuera una chica desnudándose. Mientras su padre sostiene la rueda para que no gire, Peter prueba otra vez. En el submundo de debajo del coche, el amortiguado hedor a caucho y los olores resecos del óxido, la gasolina y la grasa parecen sílabas amenazadoras. Peter se acuerda de cómo el coche se cayó del gato e imagina que los muelles y el eje le aplastarían el cráneo si volviera a ocurrir. El único consuelo que tiene es que ahí abajo no sopla viento ni cae nieve.
La clave del problema de la sujeción es un pequeño pasador. Lo encuentra y, leyéndolo con las yemas de los dedos, deduce cómo funciona. Y casi consigue cerrarlo. Para lograrlo completamente tiene que apretar un poco más la cadena en torno al neumático. Hace tanta fuerza que todo su cuerpo tiembla. Un dulce dolor punza sus riñones. El metal se le clava en la carne de los dedos. Peter reza; y queda abrumado al descubrir que, aunque una pequeña concesión milimétrica no supondría alterar ningún principio, la materia es terca. El pasador no se cierra y Peter, descorazonado, grita:
– ¡No!
– Al diablo con las cadenas -dice su padre-. Sal de debajo.
Peter obedece, se pone en pie y se sacude la nieve del chaquetón. Él y su padre se miran con incredulidad.
– No puedo -dice Peter, como si alguien pudiera decir lo contrario.
– Has tenido mejor vista que yo -dice su padre-. Métete en el coche. Pasaremos la noche en Alton. El que pierde una vez, pierde dos veces.
Ponen las cadenas en el portamaletas y tratan de bajar el coche, que sigue elevado por el gato. Pero incluso la retirada parece imposible. La palanquita cuya misión consiste en hacer que la rueda dentada del gato gire en dirección contraria y baje no funciona. En lugar de bajarlo, cada nuevo golpe de manivela sube el coche un poco más. Los remolinos de nieve les molestan en la cara; el silbido del viento daña sus oídos; el peso que su ánimo tiene que soportar excede todos los límites de lo tolerable. El inquieto susurro de la nevada parece colgar de este pequeño fallo mecánico.
– Ya le arreglaré las cuentas a este bastardo -anuncia Caldwell-. Aparta, chico.
Sube al coche, pone el motor en marcha, y arranca hacia delante. Por un momento el gato adquiere una tensión de un arco y Peter espera verlo volar de un momento a otro como una flecha. Pero en este primer instante de tensión el metal del parachoques cede primero y enseguida el coche cae sobre sus muelles haciendo un ruido similar al de unos carámbanos al ser partidos. Una muesca en forma de labio que recorre el borde inferior del parachoques quedará siempre como recuerdo de esta noche. Peter recoge el gato y lo tira al portamaletas y luego entra en el coche y se sienta junto a su padre.
Ayudado por la tendencia a patinar de las ruedas traseras, Caldwell hace dar la vuelta al Buick y lo coloca en dirección a Alton. Pero durante la hora transcurrida desde que han pasado por esta misma carretera han caído otros dos centímetros de nieve mientras que, por otro lado, la acción apisonadora del tránsito ha cesado. La pequeña cuesta en que finaliza la carretera de la depresión que hay en la base de Coughdrop Hill, una cuesta tan ligera que los días corrientes se desliza bajo las ruedas sin que se note, resulta ahora demasiado empinada. Los neumáticos traseros patinan continuamente. Las ranuras del parabrisas por las que tratan de ver se van cerrando cada vez más; el arcón celestial del que cae la nieve ha reventado. Por tres veces, el Buick sube un poquito pero siempre para quedar detenido. La tercera vez Caldwell aprieta el acelerador hasta el fondo y los gimoteantes neumáticos traseros arrastran el coche hasta la nieve virgen de los bordes de la carretera. Han caído en una pequeña depresión, y Caldwell pone la primera y trata de salir, pero la nieve les retiene con su garra fantasmal. Los labios de Caldwell producen una rápida burbuja plateada. Enloquecido, pone marcha atrás y el coche queda totalmente atascado. Por fin, apaga el motor.