Por un momento reina la paz en aquella desesperada situación. Una delicada fricción, como si alguien estuviera barriendo arena muy fina, avanza por el techo del coche. El motor, que se ha calentado mucho, hace unos ruiditos secos bajo el capó.
– Tendremos que caminar -dice Caldwell-. Podemos volver a Olinger y pasar la noche en casa de los Hummel. Está a poco más de cuatro kilómetros. ¿Podrás?
– Qué remedio -dice Peter.
– ¿No tienes chanclos ni nada?
– No. Ni tú tampoco.
– Sí, pero yo ya no tengo arreglo. -Después de una pausa, añade-: No podemos quedarnos aquí.
– Maldita sea -dice Peter-. Ya lo sé. Ya lo sé, deja de decírmelo. Deja de decirme cosas todo el rato. Vámonos.
– Un padre como tiene que ser hubiera conseguido subir esa colina.
– Y entonces nos hubiéramos atascado en cualquier otro sitio. No es culpa tuya. No es culpa de nadie; es culpa de Dios. Por favor. No hablemos más.
Peter sale del coche y, por una vez, él es quien guía a su padre y va delante. Caminan por las roderas que ellos mismos han hecho antes en dirección a la colina del cementerio judío. A Peter le cuesta poner un pie justo delante del otro, como se dice que hacían los indios. El viento hace perder el equilibrio. Ahora están junto a una cortina de dos y, aunque el viento no sopla muy fuerte, tiene una insistencia que penetra el pelo de su cabeza hasta tocar los huesos del cráneo. Las tierras del cementerio están separadas de la carretera por un muro de contención hecho de piedra gris; cada una de las piedras que sobresalen tiene una barba blanca. En algún rincón oculto de aquel lugar envuelto en humo opaco yace abrigado, bajo las columnas de su mausoleo, Abe Cohn. Saberlo consuela a Peter, que entrevé una analogía entre la situación del gángster y su propio yo, cobijado también bajo la cúpula mineral de su cráneo.
En el llano que hay después del cementerio desaparecen los pinos y el viento sopla como si tuviera intención de atravesar limpia y completamente su cuerpo. Peter es ahora transparente: un esqueleto de pensamientos. Distante y divertido, contempla sus pies que parecen reses ciegas que avanzan dócilmente por la nieve; la disparidad entre sus cortos pasos y la distancia que les separa de Olinger es tan grande que tiene la sensación de encontrarse frente a algo parecido a una especie de infinito, y en este infinito Peter disfruta de cierto descanso que aprovecha para meditar en los fenómenos que acompañan a las situaciones de incomodidad física extrema. Una de sus características es su sencillez para eliminar. En primer lugar, elimina todos los pensamientos que puedan referirse al pasado o al futuro. Y, en segundo lugar, toda idea de extensión de uno mismo por medio de los sentidos en el mundo de la creación. Después aparece un nuevo lastre: las extremidades -pies, piernas, dedos- dejan de contar. Si la incomodidad continúa, si todavía se conserva un resto de recuerdo de la posibilidad de hallarse en una situación más agradable, deja de tenerse en cuenta la punta de la nariz, el mentón y hasta el cuero cabelludo, no tanto porque hayan sido anestesiados sino porque son deportados en cierto sentido a un mundo ajeno a las limitadísimas preocupaciones de un punto irreductible -notablemente compacto y distante- que es lo único que queda de los reinos -antes amplísimos y ambiciosos- del yo. Cuando su padre, que ahora camina a su lado y utiliza su cuerpo para escudar del viento a su hijo, coloca en la helada cabeza de Peter el gorro de punto que acaba de sacarse de la suya, a Peter le parece que las sensaciones le llegan de muy lejos, de algo que está muy alejado de su propio yo.
8
Escucha, amor mío. ¿O estás dormida? No importa. En West Alton estaba el museo, situado en medio de jardines magníficamente floridos en los que cada árbol tenía su etiqueta. Sobre la superficie del opaco lago creado mediante un dique que contenía las superficiales aguas del riachuelo que aquí se llamaba Lenape, se deslizaban por parejas unos cisnes negros. En Olinger, el riachuelo tomaba el nombre de Tilden Creek, pero era el mismo. Los domingos, mi madre y yo acostumbrábamos a ir siempre al museo, único tesoro cultural que estaba a nuestro alcance, caminando por el perezoso y sombrío sendero que acompañaba el curso del agua y unía los dos pueblos. En aquella época, ese kilómetro y medio aproximadamente de camino era una zona rural despoblada, restos de la antigua vida de la región. Para llegar al museo cruzábamos el antiguo hipódromo, ahora abandonado y completamente cubierto de hierba, y varias granjas de piedra arenisca acompañadas todas ellas, como una madre con su hijo, por una encalada caseta construida sobre una fuente para conservar frescos los alimentos. Tras cruzar rápidamente la áspera anchura de una carretera de tres calles, entrábamos por un estrecho camino en los terrenos del museo, donde nos rodeaba un mundo más antiguo incluso, una auténtica Arcadia. Los patos y las ranas mezclaban sus guturales y desafinados gritos lanzados desde la zona pantanosa semioculta por hileras de cerezos, tilos, acacias y manzanos silvestres. Mi madre sabía cómo se llamaban todas las plantas y los pájaros y me decía sus nombres -que yo olvidaba- mientras paseábamos por el camino de gravilla, que de vez en cuando se ensanchaba formando pequeños círculos con un pequeño estanque donde se bañaban los pájaros y algunos bancos en los que, casi siempre, una enlazada pareja se separaba al llegar nosotros y estudiaba nuestro paso con ojos redondeados y oscurecidos. Una vez le pregunté a mi madre qué estaban haciendo, y ella, con curiosa complacencia, me contestó:
– Están haciendo el nido.
Al llegar a esta altura nos alcanzaba el frío aire procedente del agua contenida por el dique y los vulgares y salobres gritos de los cisnes, y arriba, a través de un hueco en el follaje negro de una mítica haya, se veía el ocre pálido de una cornisa del museo, y un fragmento del cristal y el plomo de la claraboya iluminada por el sol. Cuando atravesábamos el aparcamiento, yo sentía envidia y vergüenza, porque en aquella época no teníamos coche; cruzábamos el camino de gravilla entre niños que llevaban bolsas con migas de pan para dar de comer a los cisnes, subíamos la ancha escalinata donde algunas personas vestidas con limpia ropa de verano sacaban fotografías y extraían bocadillos de su envoltorio de papel de cera, y penetrábamos en el religioso vestíbulo del museo. La entrada era gratuita. Durante los meses del verano daban en el sótano clases, también gratuitas, sobre «cómo apreciar la naturaleza». Siguiendo una sugerencia de mi madre, yo me apunté una vez. La primera lección consistía en ver una serpiente, que estaba metida en una jaula de cristal, tragarse entero un ratón de campo que no dejaba de chillar. Después de esto, ya no volví a ir. El primer piso albergaba la parte científica del museo, pensada para los colegiales, y había en él tiesos animales disecados, y una innumerable serie de artefactos esquimales, chinos y polinesios, clasificados y encerrados en vitrinas de cristal. Había una momia sin nariz en torno a la cual siempre se congregaba una multitud. Cuando yo era niño esta sección del museo me daba mucho miedo. Todo era muerte. ¿Quién hubiera soñado que pudiera existir tal cantidad de muerte? El segundo piso estaba dedicado al arte y exhibía pinturas de artistas locales que por torpes, rebuscadas e incorrectas que fueran, irradiaban como mínimo inocencia y esperanza, esa esperanza de apresar algo y retenerlo que aparece siempre que un pincel toca la tela. Había también estatuillas de bronce que representaban a los indios y sus deidades, y en el centro de la gran sala ovalada que se encontraba al final de las escaleras había una dama desnuda de color verde y tamaño natural situada en el centro de un estanque circular de borde negro. La estatua era una fuente. La dama se llevaba a sus labios una concha de bronce, y su fino rostro se contraía para beber, pero la mecánica de la fuente dictaba que el agua cayera por el borde de la concha escapando eternamente a su esfuerzo. Siempre expectante -con leves pechos, una gloriosa corona de cabello verdoso y ligeramente revuelto, y un pie suavemente apoyado sobre los dedos- sostenía la concha a un centímetro de su cara, que, con los párpados bajos y los labios entreabiertos, parecía dormir. De niño me preocupaba su imaginaria sed, y me colocaba de forma que pudiera ver la corta distancia que mediaba entre sus labios y el agua. El agua caía como una variable y delgada cinta gris perla que iniciaba una espiral al abandonar el ondulado borde y se abría al final, poco antes de golpear la superficie del estanque con un incesante y dulce impacto que a veces, debido a sutiles variaciones accidentales, llegaba a salpicar el borde y daba unas pequeñas punzadas heladas, como el tacto de un copo de nieve, a la mano que yo apoyaba en el negro mármol. En aquella época la paciencia con que la dama esperaba, y la apacibilidad con que el agua se negaba a tocar sus labios, me parecían insoportables, y yo me decía que al oscurecer, cuando la momia y las máscaras polinesias y las águilas de ojos de cristal que estaban debajo quedaban encerradas por las sombras, la delgada mano de bronce de aquella dama haría el pequeñísimo movimiento necesario, y bebería. En esta gran sala ovalada, que yo imaginaba iluminada por los rayos de la luna que debían penetrar por la claraboya, debía cesar por un momento la caída del agua. En ese sentido -en el sentido de que la llegada de la noche envolvía la iluminada cinta de agua y detenía su fluir-, mi relato se acerca a su conclusión.