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– No le presté mucha atención -dijo ella riendo al recordar la situación-. Cómo me hizo reír el reverendo March. Es un chiquillo y un viejo al mismo tiempo, y nunca sabes con certeza con cuál de los dos estás hablando.

– Ganó algunas medallas, ¿no?

– Imagino que sí. Hizo toda la campaña de Italia.

– Me parece muy interesante que después de todo aquello pudiera regresar al ministerio.

Las cejas de la señora Hummel se arquearon. ¿Se las depilaba? Viéndolas de cerca me pareció que no. Sus finos perfiles eran naturales.

– Creo que fue acertado de su parte, ¿verdad?

– Oh, desde luego. Después de haber visto tantos horrores…

– Claro que dicen que incluso en la Biblia hay guerras.

Aunque no sabía qué era lo que la señora Hummel quería, yo me reí, y mi risa pareció gustarle.

– Y -me preguntó entonces-, ¿prestaste mucha atención al partido? Me parece que te vi sentado junto a la chica de los Fogleman.

Al oír esto me encogí:

– Tenía que sentarme al lado de alguien.

– Pues vigila, Peter, esa chica está al acecho.

– No soy una presa muy interesante.

La señora Hummel levantó un dedo juguetonamente, al estilo campesino:

– Prometes, muchacho, prometes.

Su actitud y su forma de hablar se parecían tanto a lo que yo había visto frecuentemente en mi abuelo que me sonrojé como si me hubiera dado la bendición. Extendí la brillante jalea sobre mi tostada y ella continuó arreglando la casa.

Las dos horas que siguieron fueron completamente diferentes a todas las que había vivido hasta entonces. Compartí una casa con una mujer, una mujer con experiencia, con tanta experiencia que me resultaba imposible calcular su edad, que debía de ser al menos el doble de la mía. Una mujer famosísima; en los bajos mundos estudiantiles circulaban como monedas sucias las leyendas sobre su vida amorosa. Una mujer madura y llena de autoridad, cuya presencia se colaba por todos los rincones de la casa. La presencia de su tacto en el termostato avivó el fuego de mi horno. Toda mi atención se concentraba en el piso de arriba; estaba pasando la aspiradora, cuyo zumbido llegaba ronco y penetrante. De vez en cuando se reía sola o hacía gemir un mueble al arrastrarlo a un lado; los ruidos que hacía revoloteaban por la escalera como los cantos de un pájaro que permanece invisible en las ramas más altas de un árbol. Desde todos los rincones de la casa, desde cada una de sus sombras y curvas de brillante madera me llegaban insinuaciones de Vera Hummel. Ella era un brillo de un espejo, un poquito de brisa que movía las cortinas, una mota de polen en el brazo del sillón en el que yo había echado raíces.

Me quedé apoltronado en la oscura salita leyendo uno tras otro los ejemplares del Reader's Digest que había en una estantería barnizada. Leí hasta que tanta lectura ininterrumpida acabó por darme náuseas. Descubrí con gran interés dos artículos que aparecían el uno después del otro en el índice de un número: «¿Curación milagrosa para el cáncer?» y «Diez pruebas de la existencia de Dios», y los leí ávidamente aunque sólo para quedar decepcionado, o más que decepcionado, abrumado, porque aquel toque de esperanza despertó unos temores que durante algún tiempo habían estado dormidos. Los demonios del pánico inyectaron su hierro en mi sangre. Tras escuchar la ruidosa cháchara y las pretensiones enciclopédicas de aquellas pulcras columnas, era evidente que no había pruebas, que no existía ningún método de curación. Aterrado por las palabras, experimenté una ansiosa necesidad de cosas y, del centro del tapete de encaje que había en la mesita que estaba junto a mi codo, cogí y apreté en mi mano una figurita de porcelana que representaba un sonriente duendecillo con unas gordezuelas alas pintadas con lunares. En la alfombrada escalera sonaron los pasos rápidos de las zapatillas azules y la señora Hummel preparó la comida para los dos. La cocina era tan luminosa que yo temía que me viera las manchas. Pensé que quizás era de buena educación decir que ya me iba, pero no tenía fuerzas para abandonar esa casa, me sentía hasta incapaz de mirar por la ventana. Además, ¿adónde iba a ir si salía? ¿A quién iría a buscar, y por qué? La misteriosa ausencia de mi padre me parecía permanente. Yo estaba perdido. La mujer me hablaba con palabras triviales que, sin embargo, me hicieron soportable mi horror. Y por fin logré surgir sobre la superficie brillante de la mesa que mediaba entre los dos, y la hice reír. Se había quitado el pañuelo y ahora llevaba el pelo peinado con una cola de caballo. Mientras la ayudaba a limpiar la mesa y dejar los platos en el fregadero, nuestros cuerpos se rozaron un par de veces. Y así, medio hundido en el temor pero también vivo y aligerado por el amor, pasé aquellas dos horas.

Mi padre regresó poco después de la una. La señora Hummel y yo todavía estábamos en la cocina. Habíamos estado hablando de una ampliación de la casa que ella quería construir en la parte de atrás, una galería en forma de L donde ella pensaba sentarse en verano a contemplar su jardín sin necesidad de tener que soportar el paso y el ruido de los coches. Sería un precioso cenador y yo pensé que lo compartiría con ella.

Con su gorro en forma de bala y su chaquetón empapado de nieve, mi padre parecía haber sido disparado desde un cañón.

– Chico, el invierno ha recuperado el tiempo perdido -nos dijo.

– ¿Dónde has estado? -le pregunté. Mi voz, amenazada por las lágrimas, vaciló.

Él me miró como si se hubiera olvidado de mi existencia y dijo:

– Por ahí, he ido al instituto. Te hubiera llamado, pero supuse que necesitabas dormir. Empezabas a tener muy mal aspecto. ¿Te han dejado dormir mis ronquidos?

– .

La nieve pegada a su chaquetón, a sus pantalones y sus zapatos, testimonio de su aventura, me hizo sentirme celoso. Toda la atención de la señora Hummel se había concentrado en él y ahora ella reía todo el rato, aunque mi padre no dijera nada. Él tenía la cara enrojecida. Se sacó el gorro de un tirón, como un muchacho, y se frotó los pies contra el felpudo de hojas de cocotero que había pasado el umbral. Yo tenía ganas de atormentarle y empecé a chillar.

– ¿Y qué has hecho en el instituto? ¿Cómo es que has tardado tantísimo?

– Me encanta ese edificio cuando no están los chicos -dijo dirigiéndose a la señora Hummel en lugar de hacerlo a mí-. ¿Sabes lo que tendrían que hacer con ese establo de ladrillo, Vera? Echar a los chicos a la calle y dejarnos vivir solo allí a los profesores. Es el único lugar del mundo donde me siento tranquilo.

– Tendrían que poner camas -dijo ella riendo.

– A mí me basta con un viejo catre de los del ejército -le dijo-. Sesenta de ancho y metro ochenta de largo; siempre que me meto con alguien en una cama me quedo sin mantas. No me refiero a ti, Peter. Ayer noche estaba tan cansado que seguramente fui yo quien te las quitó a ti. Y para responder a tu pregunta sobre qué he estado haciendo, he puesto al día todo mi trabajo y mis cosas del instituto. Por primera vez desde los últimos exámenes, todo va sobre ruedas. Me siento como si me hubieran quitado del estómago un bloque de cemento. Si mañana yo no apareciera, el nuevo profesor, pobre diablo, podría entrar y ponerse a dar clase sin más problemas. Zas, bum; muévete, amigo; la próxima parada, el vertedero.

No tuve más remedio que reír.

La señora Hummel se fue hacia el refrigerador y preguntó:

– ¿Has comido, George? ¿Quieres un bocadillo de roastbeef?

– Muy amable, Vera. La verdad es que sería incapaz de comerme un bocadillo; anoche me arrancaron una muela. Ahora me siento infinitamente mejor, pero es como si hubiera desaparecido de ahí la Atlántida. He tomado una escudilla de sopa de ostras en el bar de Mohnie. Pero, para serte sincero, si tú y el chico vais a tomar café, yo me tomaré una taza. Ya no me acuerdo si el chico toma café o no.