– ¿Cómo puedes haberlo olvidado? -pregunté-. Cada mañana procuro tomarme un tazón en casa, pero nunca hay tiempo.
– Dios mío, ahora me acuerdo. He tratado de hablar con tu madre pero se ha cortado la línea. No tiene siquiera una miga de pan en casa, y seguramente el abuelo Kramer querrá comerse el perro. Si es que no se ha caído por la escalera. Eso sería ya el acabóse. Ningún médico podría llegar a la casa.
– ¿Cuándo vamos nosotros a ir?
– Pronto, chico, pronto. El tiempo y la marea no esperan. -Y, dirigiéndose a la señora Hummel, añadió-: No hay que alejar a los chicos de la presencia de su madre.
Entonces se mordió los labios. Yo sabía que era porque pensaba que a lo mejor esta frase había sido una falta de tacto ya que ella, debido a causas que yo ignoraba, no había tenido hijos. La señora Hummel, con el intencionado silencio de una criada, dejó el café humeante al lado de mi padre. Un rizo se le soltó y cayó sobre su mejilla, a modo de comentario. Mi padre trató de sofocar la excitación de su voz y le dijo:
– He visto a Al en Spruce Street; estaba a punto de regresar. Él y su camión han estado haciendo milagros. Este ayuntamiento es capaz de hacer un magnífico trabajo cuando las cosas se ponen mal. Ya han abierto al tráfico todas las calles. Sólo quedan los callejones y la zona de Shale Hill. Chico, si yo fuera el responsable, te juro que nos pasaríamos un mes entero rodeados de nieve por todas partes.
Mi padre abrió y cerró las manos contemplando muy divertido esta visión caótica. Luego, añadió:
– He oído decir que por la noche descarriló un tranvía en West Alton.
La señora Hummel se echó el pelo hacia atrás y preguntó:
– ¿Hubo heridos?
– No. Se salió de las vías pero no llegó a volcar. Los tranvías de aquí no han podido llegar a Ely hasta este mediodía. La mitad de las tiendas de Alton están cerradas.
Yo me maravillé al oír toda esta información y me lo imaginé recogiéndola, vadeando bancos de nieve, deteniendo las máquinas quitanieves para hablar con sus conductores, saltando los montones de nieve sucia con su chaquetón corto como un pillete demasiado alto para su edad. Mientras yo dormía debió de dar la vuelta al pueblo entero.
Me terminé el café y me invadió el letargo que hasta aquel momento había sido contenido por mi nerviosismo. Mi padre siguió contándole más aventuras a la señora Hummel, pero yo dejé de escuchar. Gris de fatiga, apareció el señor Hummel en la puerta y se sacudió la nieve del pelo. Su esposa le preparó la comida. Cuando terminó, me miró y me hizo un guiño:
– ¿Tienes ganas de volver a casa, Peter?
Me levanté, me puse el chaquetón, los calcetines y los arrugados y húmedos zapatos y volví a la cocina. Mi padre llevó su taza vacía al fregadero y se puso el gorro de nuevo.
– Es muy amable por tu parte, Al; el chico y yo te lo agradecemos muy de veras. -Y añadió, dirigiéndose a la señora Hummel-: Muchas gracias, Vera, nos has tratado como reyes.
Y entonces, amor mío, ocurrió lo más extraño de todo lo que te he contado: mi padre se inclinó y besó a Vera Hummel en la mejilla. Yo aparté la mirada escandalizado y vi, en el piso de linóleo, los pequeños pies de la señora Hummel que se ponían de puntillas para aceptar el beso.
Después sus talones volvieron al suelo, y cuando miré otra vez tenía a mi padre cogido de la mano:
– Me alegro de que nos eligierais -le dijo, como si estuvieran ellos dos solos-. Por unas horas la casa ha estado menos vacía.
Cuando llegó mi turno de dar las gracias, no me atreví a darle un beso y mantuve mi cara apartada para indicar que no iba a dárselo. Sonrió al coger la mano que yo le ofrecía, y luego puso su otra mano encima.
– ¿Tienes siempre las manos tan calientes, Peter?
Fuera, las ramas de un grupo de lilas se habían convertido en cornamenta. El camión de Hummel esperaba aparcado entre los surtidores de gasolina y la bomba del aire; era un herrumbrado Chevrolet mediano que llevaba un mecanismo quitanieves de un deslumbrante naranja acoplado al guardabarros delantero. Cuando se puso en marcha, nos vimos rodeados de chirridos y traqueteos de mil colores. Yo me senté entre mi padre y Al Hummel. Como la cabina no tenía calefacción, me alegró estar entre los dos. Bajamos por Buchanan Road y vi nuestra antigua casa que parecía la morada del Viejo Padre Invierno. Estaba cubierta de nieve y recibía agradecida el sol que daba en el ancho lado blanco donde yo solía jugar con una pelota de tenis cuando era pequeño. Los niños al pasar habían quitado la nieve de los setos de las casas, y de vez en cuando se nos caía encima de la cabina un montón de nieve desprendida de las ramas de los castaños de indias. Cuando llegamos a las afueras del pueblo, noté que la nieve reinaba por doquier en los ondulados campos que se extendían al otro lado de la montaña de nieve manchada, alta como una persona, que los quitanieves habían sacado de la carretera. Las boscosas montañas que aparecían a lo lejos conservaban el azul y el ocre de siempre, pero los colores tenían un matiz más pálido que de costumbre, como ocurre con los grabados que se imprimen para limpiar la plancha.
Ahora, mientras lo cuento, siento el mismo cansancio que aquel día. Yo me quedé sentado en la cabina mientras mi padre y Al Hummel, unas figuras desdibujadas como las de los actores cómicos de las películas de cine mudo, limpiaban la nieve que los quitanieves habían tirado sobre nuestro Buick, del que sólo asomaba la mitad superior. Me molestaba una comezón que se había extendido de la nariz hasta alcanzar la garganta y que yo relacionaba con mis húmedos y fríos zapatos. El hombro de la colina proyectaba su sombra hacia donde nos encontrábamos y empezó a soplar el viento. La luz del sol, dorada y alargada, abandonó nuestra zona y sólo tocaba las puntas de los árboles. Hummel consiguió diestramente poner en marcha el motor, avanzó en marcha atrás hasta poner los neumáticos traseros sobre las cadenas, y las cerró con un instrumento parecido a unas tenazas. Mi padre y el señor Hummel, que ahora, en el azulado crepúsculo, eran unos bultos confusos, interpretaron una pantomima con una cartera. No llegué a entender el final. Luego, hicieron amplios ademanes con los brazos, se dieron un abrazo y se despidieron. Hummel abrió la puerta de la cabina, por la que se coló una ráfaga de aire frío, y yo trasladé mi frágil cuerpo a nuestro coche fúnebre.
Cuando regresábamos a casa, se cerraron como una limpia cicatriz los días transcurridos desde que había visto esta carretera por última vez. Ahí estaba la cumbre de Coughdrop Hill, ahí estaba la curva y el terraplén donde habíamos recogido al hombre que hacía autostop, ahí estaba la central lechera Clover Leaf, donde las cintas transportadoras se llevaban el estiércol de las vacas y las plateadas chimeneas del techo del establo humeaban contra el rubor color salmón del cielo; ahí estaba la recta en la que un día matamos una desconcertada oropéndola, ahí estaba Galilee y, detrás de los restos de la vieja Seven-Mile Inn, la tienda de Potteiger, donde nos paramos a comprar comida. Mi padre recorrió los estantes tomando de uno en uno, como si fuera un farmacéutico preparando una receta complicada, los diversos alimentos: pan, melocotón en almíbar, galletas saladas, cereales para el desayuno, que luego amontonaba en el mostrador delante de donde se encontraba Charlie Potteiger, que habla sido agricultor, pero que regresó del Pacífico, vendió sus tierras y montó esta tienda. Siempre anotaba lo que le debíamos en un cuadernito barato de color pardo y, aunque nuestra cuenta llegaba a alcanzar cifras de hasta sesenta dólares a fin de mes, nunca nos perdonaba ni un céntimo.