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– Y un trozo de esta salchicha que le gusta tanto a mi suegro, y media libra de esos caramelos para el chico -le dijo mi padre.

Aquel día mi padre hizo la compra de forma extravagante si se tiene en cuenta que, generalmente, era muy tacaño y nunca compraba más de lo necesario para un solo día, como si pensara que al día siguiente habría menos bocas que alimentar. Hasta compró un racimo de plátanos. Mientras Potteiger sumaba con esfuerzo la cuenta con su trocito de lápiz, mi padre me miró y me preguntó:

– ¿Te has tomado algún refresco?

Generalmente me tomaba uno, como un último sorbo de civilización antes de descender a las tinieblas rurales que por algún error habían llegado a ser nuestro hogar.

– No -le dije-. No me apetecía. Vayámonos.

– Este pobre hijo mío -anunció en voz alta mi padre, dirigiéndose al pequeño grupo de haraganes con las cabezas cubiertas por rojos gorros de caza que incluso aquel día de nevada habían ido a la tienda a pasar el rato- lleva dos noches sin dormir en casa y tiene ganas de ver a su mamá.

Furioso, empujé la puerta y salí al aire libre. El lago que había al otro lado de la carretera estaba bordeado de nieve y parecía tan negro como el revés de un espejo. Reinaba un crepúsculo de esos en los que algunos coches han encendido sus faros, otros llevan sólo las luces de posición, y otros no llevan ninguna. Mi padre condujo el coche con la misma velocidad que si la carretera estuviera limpia. En algunas zonas ya no quedaba nieve sobre el asfalto, y entonces el ruido de las cadenas sonaba diferente. Cuando estábamos a mitad de camino del ascenso de Fire Hill (sobre nosotros, la iglesia y su pequeña cruz se dibujaban contra un cielo añil), se partió un eslabón que durante el kilómetro y medio de recorrido que nos quedaba por delante chirrió contra el guardabarros trasero del lado derecho. El paisaje crepuscular se animó cuando pasamos delante de las pocas casas de Firetown, cuyas ventanas brillaban débilmente, como brasas. La posada Ten Mile Inn estaba oscura y cerrada.

Nuestra carretera no había sido despejada. De hecho, nuestro camino eran dos carreteras: una que atravesaba los campos de los Amish, y otra que se alejaba de allí y cruzaba nuestras tierras para reunirse con la carretera principal al lado de la pequeña laguna y el granero de Silas Schoelkopf. Cuando salimos de casa la última vez, lo hicimos por esta carretera, la de más abajo; ahora regresamos por la de arriba. Mi padre embistió la nieve con el Buick, pero el coche se paró enseguida. A unos tres metros de la carretera. El motor se caló. Mi padre cerró el contacto y las luces. Y yo le pregunté:

– ¿Y cómo vamos a salir mañana?

– Cada cosa a su tiempo -me dijo-. Ahora quiero llevarte a casa. ¿Podrás andar el camino que queda?

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer?

La carretera parecía una larga recta de un gris brillante enmarcado en la perspectiva de dos líneas de árboles jóvenes. Desde donde estábamos no se veía la luz de ninguna casa. Sobre nosotros, en un cielo cuyo azul era todavía demasiado brillante para que pudieran verse las estrellas, algunas nubes pálidas, que parecían gigantescos copos de mármol, erraban en dirección oeste tan lentamente que su movimiento parecía ser simplemente el resultado de las revoluciones de la Tierra. La nieve sepultaba mis tobillos e inundaba mis zapatos. Traté de caminar poniendo los pies en las huellas dejadas por mi padre, pero sus zancadas eran demasiado largas para mí. Poco a poco el ruido de los coches que pasaban por la carretera fue desvaneciéndose y se reforzó a nuestro alrededor un poderoso silencio. Teníamos ante nosotros una estrella, una sola, situada en un punto bastante bajo, y tan brillante que su luz blanca parecía cálida.

– ¿Qué estrella es ésa? -le pregunté a mi padre.

– Venus.

– ¿Siempre sale la primera?

– No. Pero a veces es la última en desaparecer. Algunos días, al levantarme, el Sol empieza a salir entre los bosques y Venus todavía está sobre la colina de los Amish.

– ¿Se podría utilizar esta estrella para orientarse?

– No lo sé. Nunca lo he probado. Es una pregunta interesante.

– Nunca encuentro la estrella polar -le dije-. Siempre creo que será más grande de lo que es.

– Tienes razón. No entiendo por qué diablos tuvieron que hacerla tan pequeña.

La bolsa de comida que llevaba deshumanizaba su figura y, como mis piernas habían dejado de transmitirme la sensación de estar caminando, me pareció que lo que tenía delante era el cuello y la cabeza de un caballo sobre el que yo cabalgaba. Miré hacia arriba, y la cúpula azul cobalto estaba ahora limpia de copos de mármol y salpicada de algunas estrellas de débil luminosidad. Luego, desaparecieron las ramas de los árboles jóvenes entre los que caminábamos y apareció la larga y baja ondulación de nuestras tierras más altas.

– Peter.

La voz de mi padre me sobresaltó; me sentía muy solo.

– ¿Qué?

– Nada. Sólo quería asegurarme de que todavía estás detrás de mí.

– ¿Y dónde querías que estuviese?

– De acuerdo. Tienes toda la razón.

– ¿Te llevo la bolsa un rato?

– No. Abulta mucho pero no pesa.

– ¿Por qué has comprado los plátanos si sabías que íbamos a tener que llevarlo todo encima durante casi un kilómetro?

– Chaladura -contestó-. Chaladura hereditaria.

Era una de sus ideas favoritas.

Al oír nuestras voces, Lady empezó a ladrar desde el otro lado del campo. Los rápidos sonidos amortiguados por la distancia nos llegaron como mariposas que volaran a ras de tierra, prefiriendo pasar rozando la nieve antes que correr el riesgo de sumergirse en la profunda y uniforme cúpula que cubría más de doscientos kilómetros cuadrados de tierras pensilvanas. Desde el lugar donde la carretera de abajo abandonaba la de arriba dominábamos, en los días claros, un paisaje que alcanzaba hasta las primeras estribaciones azules de los montes Alleghenies. Por fin descendimos hasta quedar cobijados por la ladera de nuestra colina. Lo primero que vimos fueron los árboles de nuestro huerto, luego el establo, y en seguida, a través de las horcajaduras y el entretejido ramaje seco, la casa. La luz del piso de abajo estaba encendida, pero mientras cruzábamos el silencioso patio llegué a convencerme de que la luz era una ilusión y la gente que habitaba la casa había muerto y se había dejado la luz encendida.

A mi lado, mi padre gimió:

– Dios mío, sé que el abuelo se ha caído por esas condenadas escaleras.

Pero delante de nosotros había pasos que habían abierto un camino en la nieve, y en el porche había numerosos signos que indicaban que alguien había utilizado la bomba de agua. Lady, libre, salió corriendo de la oscuridad gruñendo, pero luego, al reconocernos, saltó como un pez de entre la nieve y nos frotó la cara con el hocico mientras en su garganta sonaba una dolorida nota de amor. Entró dando brincos con nosotros por la doble puerta de la cocina, y una vez dentro soltó una clarísima vaharada de olor a mofeta.

Ahí estaba la cocina, con la luz encendida y su característico color de miel; ahí estaban los dos relojes, el rojo marcando quién sabe qué hora porque había estado parado debido al corte de suministro eléctrico, pero en marcha; ahí estaba mi madre, que se acercaba con los brazos adelantados y una feliz expresión de muchachita aprestándose a coger la bolsa que sostenía mi padre, y darnos la bienvenida.

– Mis héroes -dijo.

– He intentado telefonearte esta mañana, Cassie -dijo mi padre-, pero las líneas estaban cortadas. ¿Lo habéis pasado muy mal? En la bolsa encontrarás un emparedado italiano.

– Lo hemos pasado maravillosamente -dijo mi madre-. Papá ha serrado leña, y esta noche he preparado un poco de ese caldo con buey en adobo y manzanas que solía hacer la abuela cuando nos quedábamos sin comida.

Del horno venía un olor a manzana caliente que era auténtica ambrosía, y en el hogar chisporroteaba el fuego.