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Mi padre parecía deslumbrado ante la idea de que el mundo hubiera seguido dando vueltas sin éclass="underline"

– ¿Sí? ¿Está bien el abuelo? ¿Dónde diablos está?

Mientras seguía hablando entró en la otra habitación, y allí, sentado en el sitio del sofá que siempre ocupaba, con sus hermosas manos entrelazadas sobre el pecho, estaba el abuelo con su pequeña y gastada Biblia cerrada en equilibrio sobre una de sus rodillas.

– ¿Has cortado leña, abuelo? -preguntó mi padre en voz alta-. Eres un milagro viviente. Seguro que en algún momento de tu vida hiciste algo muy bien hecho.

– George, no querría ser exigente, pero ¿alguno de los dos se ha acordado de traerme el Sun?

Naturalmente, el cartero no había ido a casa y mi abuelo se había quedado privado de algo muy querido, pues era uno de esos hombres que no creen que ha nevado de verdad hasta que lo han leído en el periódico.

– Diablos, no, abuelo -chilló mi padre-. Se me olvidó. No sé por qué; ha sido todo una locura.

Mi madre y Lady entraron en la sala para unirse a nosotros. La perra, incapaz de guardar más tiempo para sí sola la buena noticia de nuestro regreso, saltó al sofá y arremetió con su nariz contra la oreja del abuelo.

– Quieta, quieta -dijo él levantándose y cogiendo al mismo tiempo la Biblia.

– El doctor Appleton ha telefoneado -le dijo mi madre a mi padre.

– ¿Cómo? Creí que las líneas estaban cortadas.

– Esta tarde ha vuelto a funcionar el teléfono, poco después de que dieran la luz otra vez. He telefoneado a casa de los Hummel y Vera me ha dicho que ya habíais salido. Nunca me había parecido tan amable hablando por teléfono.

– ¿Y qué ha dicho Appleton? -preguntó mi padre cruzando la habitación y mirando mi globo terráqueo.

– Ha dicho que en los rayos X no se veía nada.

– Así que ha dicho eso, ¿eh? Cassie, ¿tú crees que miente?

– Sabes que no miente nunca. Según los rayos X estás bien. El doctor ha dicho que todo es por culpa de tus nervios; cree que tienes un caso poco agudo de…, ya no me acuerdo del nombre. Lo he apuntado.

Mi madre se fue al teléfono y leyó una tira de papel que había dejado encima del listín:

– Colitis mucinosa. Hemos tenido una agradable conversación; pero parece envejecido.

De repente me sentí agotado, vacío; aunque todavía llevaba el chaquetón puesto, me senté en el sofá y me arrellané entre sus almohadas: era algo que resultaba imperativo. Lady apoyó su cabeza sobre mi regazo y metió su helado hocico bajo mi mano. Parecía que tuviera el pelo lleno del frío aire del exterior. Mis padres, que seguían en pie, parecían enormes y dramáticos.

Mi padre se dio la vuelta con su gris cara tensa, como si se negara a abandonar por completo toda esperanza:

– ¿Así que eso fue lo que dijo?

– Pero también me dijo que le parecía que necesitas descansar. Cree que la enseñanza te provoca una tensión exagerada y me ha preguntado si no podrías dedicarte a cualquier otra cosa.

– ¿Eh? Pero si no sirvo para nada más, Cassie. Es mi único talento. No puedo dejarlo.

– Eso es exactamente lo que tanto él como yo pensábamos que dirías.

– ¿Crees que sabe de radiografías? ¿Crees que ese viejo fanfarrón sabe de lo que está hablando?

A modo de agradecimiento yo había cerrado los ojos. Entonces una gran mano fría se posó sobre mi frente. La voz de mi madre dijo:

– George, ¿qué le has hecho a este chico? Tiene una fiebre altísima.

Algo amortiguada por el tabique de madera de la escalera llegó la voz de mi abuelo que nos decía:

– Dulces sueños.

Mi padre cruzó el vibrante piso de la cocina y gritó desde el pie de la escalera:

– No te enfades por lo del Sun, abuelo. Mañana te lo conseguiré. Hasta entonces no ocurrirá nada. Los rusos siguen en Moscú y Truman continúa siendo rey.

– ¿Cuánto tiempo hace que tienes fiebre? -me preguntó mi madre.

– No lo sé -le dije-. Toda la tarde me he sentido débil y raro.

– ¿Quieres un poco de caldo?

– Un poquito solamente. Qué suerte lo de papá, ¿no? Qué suerte que no tenga cáncer.

– Sí -dijo ella-. Ahora tendrá que inventarse otra forma de inspirar compasión.

En el consolador óvalo de su cara apareció una expresión ceñuda que se desvaneció al instante. Traté de volver a entrar en el laberíntico mundo que mi madre y yo habíamos construido y en el que mi padre era un elemento extraño, objeto de cariñosas bromas, mostrándome de acuerdo con lo que acababa de decir:

– Vale mucho para esto. Quizás ése sea su auténtico talento.

Mi padre volvió a la sala en la que nos encontrábamos ella y yo y nos anunció:

– ¡Menudos humos gasta este hombre! Está verdaderamente enfadado porque no me acordé de traer su periódico. Qué energía: es una central eléctrica, Cassie. Yo me moriré veinte años antes de alcanzar su edad.

Aunque estaba demasiado mareado y amodorrado para hacer cálculos, me pareció que la frase suponía que mi padre se concedía ahora más años de vida que antes.

Mis padres me dieron de comer, me acostaron, y quitaron una manta de su propia cama para que yo no pasara frío. Me habían empezado a castañetear los dientes y no intenté frenar esta vibración de mi esqueleto, que liberó enjambres de fríos espíritus en mi interior y provocó en mi madre inútiles esfuerzos y preocupaciones. Mi padre se quedó a mi lado frotándose los nudillos.

– El pobre chico es demasiado ambicioso -gimió mi padre en voz alta.

– Mi pequeño rayo de sol -pareció decir mi madre.

Me dormí oyendo sus voces que se alejaban. En mis sueños no aparecieron ni ellos ni Penny ni la señora Hummel, ni el señor Zimmerman ni Deifendorf ni Minor Kretz ni el señor Phillips, sino que transcurrieron más bien en un mundo habitado por un perezoso torbellino que les precedía a todos ellos y en el que solamente el rostro de mi abuela, que brillaba en la periferia de ese mundo con la expresión sorprendida y asustada con que me regañaba cuando me veía subido a un árbol, me hacía compañía. Lo demás era un fluido cambiante y sin raíces de cosas inidentificables. Me pareció que durante todo el sueño mi propia voz se elevaba en señal de protesta y cuando desperté, con una imperiosa necesidad de orinar, me dio la sensación de que las voces de mis padres, que hablaban desde el piso de abajo, eran una prolongación de la mía. La luz de la mañana, una luz de color limón, llenaba mi ventana. Recordé que a mitad de la noche estuve a punto de emerger de mi pesadilla cuando unas manos tocaron mi cara y la voz de mi padre dijo desde un rincón de la habitación.

– Pobre chico, ojalá pudiera regalarle mi terco cuerpo.

Ahora, con el timbre agudo y tenso que solía utilizar como si fuera un látigo para hablar con mi madre, estaba diciendo:

– Te lo aseguro, Cassie, he ganado. Matar o morir, éste es mi lema. Esos bastardos no me dan cuartel, pero tampoco yo se lo doy a ellos.

– Francamente, no me parece que sea la actitud más correcta para alguien que se dedica a la enseñanza. No me extraña que tengas las entrañas revueltas.

– Es la única actitud posible, Cassie. Porque cualquier otra equivale al suicidio. Si pudiera aguantar en ese instituto diez años más, me darían mi pensión por veinticinco años y ya estaría. Eso si Zimmerman y esa puta de la Herzog no me echan antes.

– ¿Porque la viste salir por una puerta? George, ¿por qué eres tan exagerado? ¿Quieres volvernos locos a todos? ¿De qué te servirá que estemos todos locos?

– No exagero, Cassie. Ella sabe que yo lo sé, y Zimmerman sabe que yo sé que ella lo sabe.

– Debe de ser terrible saber tanto.

Una pausa.

– Lo es -dijo mi padre-. Es un infierno.