– Lo sé -suspiró ella-. ¿Cómo puedo amar a un ser tan indeciso? ¡Dame ese ser exiguo! ¿Tú crees -añadió, con el rostro expectante y sutilmente condescendiente del alumno que no suele mostrar curiosidad- que me atraen los hombres crueles porque tengo complejo de culpa por la mutilación de mi padre? ¿Acaso me culpo a mí misma y quiero que me castiguen?
Quirón sonrió; él no era de la nueva escuela. Arriba, el cielo había empalidecido. Sintiéndose seguro, se atrevió a dar un toque impúdico a su conversación, y señaló:
– Hay una deidad a la que no has incluido en tu catálogo.
Se refería a Ares, el más vicioso de todos.
La joven agitó su cabello; por un momento su pelo anaranjado lanzó un destello como una crin.
– Sé lo que estás pensando. Que no soy mejor que los demás. ¿Cómo me calificarías a mí, noble Quirón? ¿«Ninfómana compulsiva», o, de manera menos circunspecta, «puta de nacimiento»?
– No, no me has entendido. No me refería a vos misma.
Pero ella no le prestó atención y gritó:
– ¡Eso es injusto! -Apretó la toalla contra su cuerpo en un ademán significativo, y añadió-: ¿Por qué razón tendríamos que negarnos el único placer que los Hados olvidaron arrebatarnos? Los mortales pueden gozar de la alegría de la lucha, la satisfacción de la compasión, y el triunfo del valor; en cambio, los dioses son perfectos.
Quirón asintió con la cabeza; el viejo cortesano estaba acostumbrado a que estos aristócratas alabaran alegremente la clase que acababan de calumniar con la frase anterior. ¿Se imaginaba acaso la muchacha que la serie de pequeñas pullas que acababa de lanzar rozaba siquiera de lejos el núcleo de los argumentos que verdaderamente podían dirigirse contra los dioses? Quirón notó el peso del cansancio; él siempre sería menos que ellos.
– Perfectos -se corrigió ella- sólo en nuestra estabilidad. Yo he tenido que sufrir la crueldad de no tener padre. Zeus me trata como a un gato. El amor de su sangre lo reserva para Artemisa y Atenea, sus hijas. Sólo ellas tienen su bendición; sólo yo me veo obligada una y otra vez a apretar contra mis caderas ese salto gigantesco que por un momento la remeda. ¿Qué es Príapo sino Su Fuerza sin el amor del padre? Príapo: el más feo de mis hijos; digno de haber sido concebido por él. Dionisos me utilizó como a cualquier otro mancebo. -Venus volvió a tocar el pecho del centauro, como si quisiera asegurarse de que no se había convertido en piedra-. Tú conociste a tu padre. Te envidio. Si hubiera podido ver el rostro de Urano, y oír su voz, si no fuera un producto tardío de su profanado cadáver, sería tan casta como Hestia, mi tía, la única diosa que me ama de verdad. Y ahora la han degradado y para el Olimpo no es más que una baratija. -Al llegar aquí, el pensamiento de la joven dio un atrevido giro y dijo-: Tú conoces a los hombres. ¿Por qué me llenan de injurias? ¿Por qué hacen chistes con mi nombre, por qué lo escriben en las paredes de los lavabos? ¿Acaso hay alguien que les sirva tan bien como yo? ¿Acaso hay otro dios que les dé con la misma mano tanto poder y tanta paz? ¿Por qué me culpan?
– Estas acusaciones, señora, no os las hace nadie más que vos misma.
La riada de las confesiones de Venus se secó, y entonces se puso a burlarse de éclass="underline"
– Prudente, sabio y buen Quirón. Nuestro erudito, nuestro propagandista. Siempre tan dócil. ¿Te has preguntado alguna vez, sobrino, si tu corazón es de hombre o de caballo?
Quirón se enderezó y dijo:
– Me han dicho que de cintura para arriba soy completamente humano.
– Perdóname. Tú te muestras amable y yo te pago con moneda divina. -Venus se agachó y cogió del suelo una anémona-. Pobre Adonis -dijo ella tocando descuidadamente la estrella de los sépalos-. Tenía una sangre muy pálida, como nuestro icor.
Una ráfaga de recuerdos despeinó su cabello, en cuya corona se había evaporado ya la humedad. Se volvió de espaldas a Quirón y medio secretamente acercó la flor a sus labios, y su melena todavía húmeda cayó goteante por su carne tan blanca como los pétalos y con un moldeado tan suave como el de ese fabuloso polvo, la nieve, que es la tierra del Olimpo. Tenía las nalgas rosadas y ligeramente ásperas; la parte posterior de sus muslos estaba cubierta del dorado color del polen. Venus besó la flor, la dejó caer, y cuando se dio la vuelta en su rostro había una nueva expresión: trémula, sonrojada, difusa, tímida.
– Quirón -ordenó-. Hazme el amor.
El gran corazón de Quirón chocó contra sus costillas; cuando Venus se le acercó, él la rechazó con mano temblorosa.
– Pero, señora, de cintura para abajo soy completamente animal.
Alegre, ella dio un paso más sobre las violetas. Cayó la toalla. Las puntas de sus pechos se habían endurecido a causa del deseo.
– ¿Crees que vas a reventarme? ¿Tan despreciables te parecemos las mujeres? Nuestros brazos pueden ser débiles, pero tenemos fuertes los muslos. Nuestros muslos tienen que ser fuertes; el mundo entero tiene sus raíces metidas entre ellos.
– Pero una diosa y un centauro…
– Los hombres son pobres junquillos; ya no me satisfacen. Anda, Quirón, no insultes a tu dama. Desnúdate de tu sabiduría; serás más sabio cuando nos levantemos.
Venus colocó sus manos en forma de cuenco bajo sus pechos y se puso de puntillas al lado de Quirón, de forma que sus pezones se aplastaron contra los anacrónicos ornamentos masculinos. Pero la amplitud de ambos pechos era desigual; ella se rió, jugando a contraponer pezón y tetilla, y Quirón, aún distraído, comprendió que el problema podía ser expresado de modo geométrico.
– ¿Tienes miedo? -susurró ella-. ¿Cómo te las arreglas con Cariclo? ¿Montas sobre ella?
De la garganta de Quirón salió una voz reseca y débil.
– Sería un incesto.
– Siempre lo es; todos venimos de Caos.
– Es de día.
– Bien; ahora los dioses duermen. ¿Tan horrible es el amor que hay que ocultarse en la oscuridad para hacerlo? ¿Me desdeñas porque soy una puta? Como erudito deberías saber que cuando me baño recupero mi virginidad. Anda, Quirón, rasga mi himen; cuando camino me molesta.
En un movimiento que no era tanto expresión de fuerza como de debilidad, del mismo modo que, en su desesperación, un adulto abraza a un niño que tiene fiebre, Quirón rodeó con sus brazos el convulsionado cuerpo resbaladizo y fláccido de la joven. La concavidad de su espalda era suave. Como una cresta, una erección rozó la barriga de Quirón; un relincho salió hirviendo por sus orificios nasales. Los brazos de ella estaban cerrados en torno a la cruz de Quirón, y sus muslos, que se habían levantado ingrávidos, murmuraban entre sus patas delanteras.
– Caballo -dijo ella-, móntame. Soy una yegua. Árame.
Del cuerpo de Venus salía un acerbo aroma de flores, flores de todos los colores, aplastadas y machacadas por la tierra del olor equino de Quirón. Éste cerró los ojos y nadó en un amorfo y cálido paisaje tachonado de árboles rojos.
Pero sus articulaciones permanecían rígidas. Se acordaba del trueno. Era posible que Zimmerman estuviera todavía en el edificio; nunca se iba a casa. El centauro escuchó un rumor procedente del piso de arriba, y durante ese instante de escucha todo se alteró. La muchacha se descolgó de su cuello. Y, sin volver una sola mirada hacia atrás, Venus desapareció entre la maleza. Mil pétalos verdes se cerraron a su paso. El amor tiene su propia ética, y la voluntad deliberada le resulta ofensiva. Entonces como ahora, Caldwell se quedó en ese trozo de cemento, solo y desconcertado, y ahora, igual que entonces, subió las escaleras con una sensación dolorosa y confusa de haber disgustado, de manera que él no llegaba a comprender, al Dios que no dejaba nunca de vigilarle.
Subió las escaleras que conducían hasta su aula, situada en el segundo piso. Los escalones parecían hechos para piernas más flexibles; le fastidiaba su torpeza. Cada nueva ola de dolor hacía que fijara su mirada sobre un fragmento de aquella pared sobre la que un bolígrafo había descrito un lazo, un barnizado poste de la barandilla, cuyo remate biselado había sido arrancado dejando al descubierto un muñón con restos de cola seca, un rincón de la escalera en el que se había endurecido un montoncito negro de polvo y porquería, un cristal de una ventana cubierto de una película grasienta y enmarcado por oxidados parteluces, un pedazo muerto de pared amarilla. La puerta de su aula estaba cerrada. Quirón esperaba que se filtrara a través de ella la turbulencia que suponía habría en el interior; pero en lugar de eso reinaba una ominosa tranquilidad. Quirón temió que, al detectar el ruido, Zimmerman hubiera entrado y se hubiese hecho cargo de la clase.