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– China no es más misteriosa que cualquier otro país del mundo. Eso de que nuestro país es incomprensible es un mito occidental. Los europeos jamás han aceptado el hecho de no poder comprender cómo pensamos. Ni tampoco que hiciéramos tantos descubrimientos decisivos ni que inventáramos tantas cosas antes que vosotros. La pólvora, la brújula, la imprenta, todo es chino, en su origen. Ni siquiera en el arte de medir el tiempo fuisteis los primeros. Mil años antes de que empezaseis a fabricar relojes mecánicos, nosotros ya teníamos relojes de agua y de cristal. Es algo que jamás podréis perdonarnos. De ahí que nos consideréis incomprensibles y misteriosos.

– ¿Cuándo viste a Hong por última vez?

– Hace cuatro años. Viajó a Londres y pasamos varias tardes juntas. Fue en verano. Quería dar largos paseos por Hampstead Heath y preguntarme sobre cómo veían los ingleses la evolución de China. Me hizo preguntas difíciles de responder y se mostraba impaciente cuando mis respuestas no le parecían claras. Por lo demás, quería ver un partido de criquet.

– ¿Por qué?

– Pues no me lo dijo. Hong tenía unos gustos muy interesantes.

– A mí los deportes no me interesan demasiado, pero el criquet me resulta un deporte del todo incomprensible, en el que parece imposible decidir quién es el ganador.

– Yo creo que su entusiasmo era bastante infantil y que se basaba en su deseo de comprender cómo funcionan los ingleses estudiando su deporte nacional. Hong era una persona muy obstinada.

Ho miró el reloj.

– Tengo que volver a Londres desde Copenhague dentro de unas horas.

Birgitta Roslin dudaba si plantearle una pregunta que había ido madurando poco a poco.

– Por cierto, no serías tú quien entró en mi casa anteanoche, ¿verdad? En mi despacho…

Ho no pareció comprender y Birgitta repitió la pregunta. Ho negó con un gesto.

– Me alojo en un hotel, ¿por qué iba a entrar en tu casa como una ladrona?

– Era sólo una pregunta. Me despertó un ruido.

– Pero ¿entró alguien en tu casa?

– No lo sé.

– ¿Echas en falta algo?

– No, pero me dio la impresión de que mis documentos estaban desordenados.

– Pues no -reiteró Ho-. Yo no estuve allí.

– ¿Y has venido sola?

– Nadie sabe que he venido a Suecia. Ni siquiera mi marido ni mis hijos. Creen que estoy en Bruselas, pues viajo allí a menudo.

Ho le dio a Birgitta una tarjeta de visita con su nombre completo, Ho Mei Wan, su dirección y varios números de teléfono.

– ¿Dónde vives?

– En Chinatown. En verano hay mucho ruido en la calle, a veces durante toda la noche, pero prefiero vivir allí. Es una pequeña China en medio de Londres.

Birgitta Roslin se guardó la tarjeta en el bolso. Acompañó a Ho a la estación y se aseguró de que tomaba el tren adecuado.

– Mi marido es conductor de trenes -le explicó Birgitta-. ¿A qué se dedica el tuyo?

– Es camarero -respondió Ho-. También por eso vivimos en Chinatown. Trabaja en el restaurante de la planta baja de nuestro edificio.

Birgitta vio cómo el tren con destino a Copenhague desaparecía en el túnel.

Se marchó a casa, preparó la comida y fue consciente de lo cansada que estaba. Decidió ver las noticias, pero se durmió frente al televisor en cuanto se echó en el sofá. Staffan llamó desde Funchal. La conexión era pésima y tenía que gritar para hacerse entender, pero Birgitta comprendió que todo estaba en orden y que lo estaban pasando de maravilla. De pronto, se interrumpió la conversación. Esperaba que llamasen otra vez, pero no fue así, de modo que volvió a tumbarse en el sofá. El que Hong estuviese muerta le resultaba tan irreal que le costaba asimilarlo. Sin embargo, desde que se lo oyó contar a Ho, tuvo la sensación de que algo no encajaba.

Empezó a lamentar no haberle hecho a Ho más preguntas. Claro que estaba demasiado agotada después de aquel juicio tan complicado y no tenía fuerzas. Ahora era demasiado tarde. Ho iba camino de su casa inglesa en Chinatown.

Birgitta Roslin encendió una vela por Hong y buscó entre los mapas y planos de la estantería hasta localizar uno de Londres. El restaurante estaba junto a Leicester Square. En cierta ocasión, ella estuvo sentada en aquel pequeño parque con Staffan, viendo pasar a la gente. Fue un año, a finales de otoño, y salieron de viaje sin prepararlo de antemano, así, de un día para otro. El caso de la mujer que había maltratado a su madre no era tan complejo como el que había tramitado contra los cuatro vietnamitas, pero no podía permitirse el lujo de estar cansada cuando ocupase su asiento en el tribunal. El respeto que sentía por sí misma se lo impedía. A fin de asegurarse el sueño, se tomó medio somnífero antes de apagar la luz.

El juicio resultó más sencillo de lo que ella esperaba. La mujer acusada cambió de pronto su versión con respecto a lo declarado en los interrogatorios anteriores y confesó sin ambages las circunstancias que expuso el fiscal. La defensa tampoco aportó ninguna sorpresa que prolongase el juicio, de modo que a las cuatro menos cuarto de la tarde Birgitta Roslin dio por finalizada la sesión y anunció la fecha del mes de junio en que se comunicaría la sentencia.

Una vez en su despacho marcó, sin haberlo planeado, el número de la policía de Hudiksvall. Le pareció reconocer la voz de la joven que atendió la llamada. Sonaba menos nerviosa y estresada que aquel día de invierno en que Birgitta llamó.

– Quisiera hablar con Vivi Sundberg. Si es que está.

– Acabo de verla pasar. ¿De parte de quién?

– La jueza de Helsingborg. Eso será suficiente.

Vivi Sundberg acudió enseguida.

– Birgitta Roslin. ¡Cuánto tiempo!

– Se me ha ocurrido llamar, así sin más.

– ¿Algún chino nuevo? ¿Nuevas teorías?

Birgitta percibió la ironía en la voz de Vivi Sundberg y estuvo a punto de responder que tenía montones de chinos nuevos que sacarse del sombrero, pero se limitó a explicarle que llamaba porque sentía curiosidad.

– Seguimos creyendo que el hombre que, por desgracia, logró quitarse la vida era el culpable -aseguró Vivi Sundberg-. Aunque ya no viva, la investigación sigue en marcha. No podemos juzgar a un muerto, pero sí darles a los vivos una explicación de lo que sucedió y, desde luego, de por qué.

– ¿Lo conseguiréis?

– Es demasiado pronto para responder.

– ¿Alguna otra pista?

– No puedo ofrecer detalles al respecto.

– ¿Ningún otro sospechoso?

– De eso tampoco puedo ofrecer detalles. Seguimos inmersos en una intrincada investigación con muchos datos complejos.

– Pero ¿de verdad creéis que fue el hombre al que detuvisteis? ¿Y que él tenía un móvil para matar a diecinueve personas?

– Eso parece. Lo que sí puedo decirte es que hemos contado con todos los expertos, criminólogos, creadores de perfiles, psicólogos y, además, los policías judiciales y técnicos con más experiencia del país. El profesor Persson abriga sus dudas, como es natural. Pero ¿cuándo no ha sido así? Sin embargo, nadie más que él nos ha contradicho. Y aún nos queda mucho camino por andar.

– Y el niño que murió pero que no tenía por qué estar allí, ¿cómo lo explicáis? -quiso saber Birgitta.

– No tenemos explicación, pero sí una idea de cómo sucedió.

– Yo sigo teniendo una duda -prosiguió Birgitta-. ¿Alguna de las víctimas parecía más importante que las demás?

– ¿A qué te refieres?

– Si alguien sufrió un ataque más brutal, por ejemplo. O murió el primero. O quizás el último.

– No tengo respuesta a esas preguntas.

– Al menos, dime si te sorprenden.

– No.

– ¿Habéis encontrado alguna explicación a la cinta roja?

– No.

– Yo estuve en China -explicó Birgitta-. Y fui a visitar la Muralla China. Me asaltaron y pasé un día entero en compañía de unos policías muy estrictos.