Sin poder liberarse del pavor que sentía, atrancó la puerta con una silla y comprobó bien los pestillos de las ventanas. Se fue a la cama, pasó durante un rato de un canal de televisión a otro pero terminó por admitir que lo que veía ante sí era un velero que surcaba las aguas de Madeira, y no lo que pasaba por la pantalla.
De pronto, a medianoche, la despertó el ruido del televisor aún encendido que mostraba una antigua película en blanco y negro de James Cagney en el papel de gángster, y apagó la lámpara cuya luz le daba directamente en la cara. Intentó dormirse otra vez pero sin éxito, de modo que permaneció despierta el resto de la noche.
Cuando se levantó para tomarse un café sin comer nada, caía una fina llovizna. Tras pedir prestado un paraguas en recepción, atendida ahora por una joven de aspecto asiático, tal vez de Filipinas o de Tailandia, salió a la calle. Bajó hacia Leicester Square y siguió hasta dar con Chinatown. La mayoría de los restaurantes no había abierto aún. Hans Mattsson, que se dedicaba a viajar por todo el mundo en busca de lugares que pudieran ofrecerle auténticas experiencias culinarias, le contó en una ocasión que el mejor método para encontrar los restaurantes más genuinos, ya fuesen chinos, iraquíes o italianos, era buscar aquellos que estuviesen abiertos por la mañana. Eso indicaba que no sólo abrían para los turistas y, por esa razón, eran preferibles. Memorizó varios que tenían abiertas sus puertas y siguió buscando la dirección de Ho. En la planta baja del edificio había, en efecto, un restaurante, pero pertenecía al grupo de los que cerraban por la mañana. El edificio, construido en ladrillo rojo oscuro, estaba flanqueado por dos callejones sin nombre. Decidió llamar a la puerta que conducía a las viviendas del edificio.
En el último instante, sin embargo, algo la hizo dudar y retirar el dedo del timbre. Cruzó la calle, entró en una cafetería y pidió una taza de té. En realidad, ¿qué sabía ella de Ho? ¿Y qué sabía de Hong? Hong apareció un buen día junto a su mesa en el restaurante, como surgida de la nada. ¿Quién la había enviado? ¿Fue Hong quien mandó a uno de sus corpulentos espías a vigilarlas a ella y a Karin Wiman durante su visita a la Muralla? Tanto Ho como Hong estaban bien informadas de quién era ella, de eso no cabía la menor duda. Y todo por una fotografía. El robo del bolso no se le antojaba ya un hecho aislado, sino parte de el engranaje de cuanto había sucedido hasta el momento. Y cuanto más se esforzaba por sacar algo en claro, más se adentraba en el laberinto.
¿Tenía razón cuando pensó que Hong apareció en su camino para apartarla del hotel? Incluso cabía la posibilidad de que fuese mentira que Hong hubiese muerto en un accidente de coche. En realidad, ¿qué contradecía la hipótesis de que Hong y el hombre que se hacía llamar Wang Min Hao no estuviesen involucrados en los sucesos de Hesjövallen? Y Ho, ¿acaso habría ido a Helsingborg por las mismas razones? ¿Sabría ella que un chino estaba a punto de reaparecer en el hotel Eden? Esos ángeles amables y solícitos tal vez no fuesen más que ángeles caídos cuya misión era alejarla de sus posibilidades de defenderse.
Birgitta Roslin intentó recordar lo que le había contado a Hong a lo largo de las diversas conversaciones que mantuvieron. Demasiado, concluyó. La sorprendía no haber actuado con más cautela. Hong le había ido sonsacando las respuestas. Una observación inocua sobre la atención que los medios de comunicación chinos le habían prestado al asesinato múltiple de Hesjövallen. ¿Acaso eso tenía algún sentido? ¿O la habría arrastrado hasta una placa de hielo donde observaría cómo se resbalaba para luego ayudarle a salir de allí, una vez obtenida suficiente información?
¿Y por qué se habría pasado Ho un día entero sentada en una sala de vistas cuando no entendía ni una palabra de sueco? ¿O acaso sí conocía el idioma? Y después, de repente, le entraron las prisas por volver a Londres. ¡Y si Ho permaneció allí todo ese tiempo sólo para comprobar que ella no abandonaba la sala? Quizás había ido a Suecia en compañía de alguien que se pasó muchas horas registrando su casa mientras ella estaba en el juicio.
«Necesito hablar con alguien», decidió. «Pero no Karin Wiman, ella no me comprendería. Staffan o mis hijos…, pero están en alta mar y no puedo comunicarme con ellos.»
Birgitta Roslin estaba a punto de salir de la cafetería cuando vio que abrían la puerta del restaurante de enfrente. Vio salir a Ho, que se encaminó hacia Leicester Square. Le dio la impresión de que estaba alerta. Birgitta vaciló un instante y al final salió a la calle y empezó a seguirla. Cuando llegaron a la plaza, Ho entró en el parque antes de girar en dirección el Strand. Birgitta estaba preparada para que se volviera en cualquier momento a comprobar si la seguían. Y así fue, justo antes de llegar a Zimbabue House. Birgitta tuvo el tiempo justo de abrir el paraguas de modo que le ocultase el rostro. Después por poco la perdió de vista, hasta que volvió a ver su impermeable amarillo. Varias manzanas antes de llegar a la entrada del hotel Savoy, Ho abrió la pesada puerta de un edificio de oficinas. Birgitta esperó unos minutos antes de acercarse para leer el bien lustrado letrero de bronce en el que se leía que allí estaban las oficinas de la Cámara de Comercio anglochina.
Volvió por el mismo camino y se detuvo en una cafetería de Regent Street, junto a Picadilly Circus. Desde allí marcó uno de los números que figuraban en la tarjeta de visita de Ho. Un contestador la invitó a que dejara un mensaje. Colgó, se preparó lo que iba a decir en inglés y volvió a marcar.
– Hice lo que me dijiste. He venido a Londres porque creo que me persiguen. En este momento estoy en Simons, una cafetería situada junto a Rawson, cerca de Picadilly, en Regent Street. Son las diez. Me quedaré aquí una hora más. Si no te pones en contacto conmigo en ese tiempo, intentaré llamarte más tarde.
Ho apareció cuarenta minutos después. Su impermeable amarillo destacaba chillón entre la masa de impermeables negros. Birgitta tuvo la sensación de que aquello también tenía un significado especial.
Cuando la vio entrar en la cafetería, Birgitta notó que estaba inquieta y, de hecho, empezó a hablar antes de haber retirado la silla para sentarse.
– ¿Qué ha pasado?
Una camarera acudió a tomar nota y Ho pidió un té. Cuando la joven se hubo marchado, Birgitta le ofreció todo lujo de detalles acerca del hombre chino que se había presentado en el hotel de Hudiksvall, le explicó que era el hombre del que ya le había hablado con anterioridad y que el propietario del hotel había sido asesinado.
– ¿Estás segura?
– No creerás que iba a emprender un viaje a Londres para contarte algo de lo que no estoy segura. He venido porque lo que te acabo de contar es verídico, ha ocurrido y tengo miedo. Ese hombre le preguntó a Sture Hermansson por mí. Se enteró de mi dirección, sabe dónde vivo. Y ahora estoy aquí. He hecho lo que Ma Li, o más bien Hong, te pidió que me dijeras. Tengo miedo, pero también estoy furiosa, puesto que ni tú ni Hong me habéis dicho la verdad.
– ¿Por qué iba yo a mentir? Claro que has hecho un largo viaje a Londres; pero no olvides que mi viaje a Helsingborg fue igual de largo.
– No me habéis contado todo lo que está pasando. No me explicáis nada, pese a que estoy convencida de que hay cosas que explicar.
Ho empezaba a ponerse nerviosa. Birgitta no dejaba de pensar en el impermeable amarillo demasiado chillón.
– Tienes razón, pero podría ser que ni Ma Li ni Hong supieran más de lo que han dicho.