Cuando Ya Ru salió del hotel, había empezado a caer de nuevo una fina lluvia. Se subió el cuello del chaquetón y se encaminó a Garrick Street para tomar un taxi. Ya no tenía que preocuparse por el tiempo de que disponía. «Ha pasado un tiempo indecible desde que todo esto empezó», se dijo. «Así que puede continuar unos días antes de que llegue el implacable final.»
Llamó a un taxi y le dio al taxista la dirección de Whitehall, donde su empresa de Liechtenstein poseía un apartamento en el que él solía quedarse cuando iba a Inglaterra. En más de una ocasión pensó que traicionaba la memoria de sus antepasados al quedarse en Londres y no en París o en Berlín. Y en ese momento, mientras iba en el taxi, decidió venderlo y comprarse uno en París.
Ya era hora de terminar también con aquello.
Se tumbó en la cama y escuchó el silencio. Había insonorizado todas las paredes nada más comprar el apartamento y así no oía siquiera el lejano murmullo del tráfico. El único ruido era el leve zumbido del aire acondicionado. Y eso le daba la sensación de encontrarse a bordo de un barco. Sentía una gran paz.
– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó en voz alta-. ¿Cuánto tiempo hace del principio de lo que ahora debe llegar a su fin?
Calculó mentalmente. Corría el año de 1868 cuando San se instaló en la habitación de la misión. Y ahora era 2006. Hacía ciento treinta y ocho años. San se sentaba a la luz de su vela para escribir despacio carácter tras carácter hasta componer su historia y la de sus dos hermanos, Guo Si y Wu. Empezó el día en que abandonaron su miserable hogar para emprender el largo camino hacia Cantón. Allí, un espíritu maligno se les apareció bajo la persona de Zi. A partir de ahí, la muerte los siguió adondequiera que fueran. El único que quedó al final fue el propio San, con su férrea voluntad de contar su historia.
«Murieron de la forma más humillante que pueda imaginarse», pensó Ya Ru. Los distintos emperadores y los mandarines seguían el consejo de Confucio y sometían al pueblo a un yugo tan duro que hacía imposible la rebelión. Los hermanos huyeron hacia lo que creían una vida mejor, pero, del mismo modo en que los ingleses trataban a la gente en sus colonias, los americanos torturaron a los dos hermanos mientras éstos participaban en la construcción del ferrocarril. Al mismo tiempo, los ingleses intentaban convertir a los chinos en drogadictos inundando China de opio. Así veo yo a esos salvajes mercaderes ingleses, como traficantes de droga que, en una esquina, les venden narcóticos a unas personas a las que odian y desprecian como seres de una clase inferior. No hace tanto que los chinos aparecían caricaturizados como monos con rabo en los dibujos europeos y americanos. Y la caricatura se ajustaba a la realidad. Fuimos creados para ser esclavizados y humillados. No éramos humanos. Éramos animales. Con rabo.»
Cuando Ya Ru paseaba por las calles de Londres, solía pensar que muchos de los edificios que lo rodeaban habían sido construidos con el dinero de la gente esclavizada, con su sudor y su sufrimiento, con el dolor de sus espaldas y con su muerte.
¿Qué había escrito San? Que construyeron el ferrocarril en el desierto americano con sus propias costillas como traviesas bajo los raíles. Del mismo modo, los gritos y los padecimientos de los hombres esclavizados estaban fundidos en los puentes de hierro que se extendían sobre el Támesis o en los gruesos muros de los grandes edificios que poblaban los antiguos y célebres centros de las finanzas de Londres.
El sueño apartó a Ya Ru de sus pensamientos. Cuando despertó, salió de la sala de estar, amueblada exclusivamente con piezas fabricadas en China. Sobre la mesa que había delante del sofá de color rojo oscuro había una bolsa de seda azul claro. La abrió, no sin antes haber puesto debajo un papel blanco sobre el que esparció una delgada capa de finísimo polvo de vidrio. Era una costumbre inveterada, un método antiquísimo para matar a una persona, echar el invisible polvo cristalino en un plato de sopa o una taza de té. No había salvación para quien lo bebía. Miles de granos microscópicos cortaban los intestinos. Antiguamente se llamaba «la muerte invisible», puesto que se presentaba de forma súbita e inexplicable.
Y con el vidrio pulverizado hallaría su fin, su punto final, la historia que San comenzó en su día. Ya Ru volvió a guardar el polvo en la bolsa de seda antes de anudarla otra vez. Después apagó todas las luces de la habitación, salvo una lámpara de pantalla roja con dragones bordados en hilo de oro. Se sentó en una silla que perteneció a un gran señor de la provincia de Shangtun. Respiró despacio para entrar en ese estado de paz interior que le permitía pensar con toda claridad.
Le llevó una hora decidir cómo iba a escribir el último capítulo en que mataría a Birgitta Roslin, quien, con toda probabilidad, le había confiado a su hermana Hong una información peligrosa para él. Información que ella bien podría haber transmitido sin que él supiese a quién. Una vez tomada la decisión, hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa. Minutos después oyó que la vieja Lang empezaba a prepararle la cena en la cocina.
Lang había trabajado como limpiadora de su despacho de Pekín. Noche tras noche, Ya Ru contemplaba sus movimientos lentos. Lang era la mejor de todas las limpiadoras que mantenían en orden la casa y todas sus dependencias.
Una noche se le ocurrió preguntarle cómo era su vida. Cuando Lang le contó que, además de limpiar, se dedicaba a preparar cenas tradicionales para bodas y entierros, le pidió que le preparase una cena para la noche siguiente. A partir de aquel día la contrató como cocinera, con un salario que la mujer no habría podido soñar siquiera. Puesto que Lang tenía un hijo que había emigrado a Londres, Ya Ru le permitió trasladarse a Europa para servirlo allí durante sus numerosas visitas a Occidente.
Aquella noche, Lang le sirvió una serie de platos, exactamente lo que él quería, sin necesidad de recibir instrucciones. La mujer dejó el té sobre una pequeña cocina de queroseno que había en la sala de estar.
– ¿Querrá el desayuno por la mañana? -le preguntó antes de retirarse.
– No. Lo prepararé yo mismo. La cena sí. Pescado.
Ya Ru se acostó temprano. Desde que salió de Pekín, no había dormido muchas horas seguidas. El viaje a Europa, los muchos y complejos transbordos para llegar a la ciudad del norte de Suecia, la visita a Helsingborg, la entrada furtiva en el apartamento de Birgitta Roslin donde encontró una nota junto al teléfono en la que la jueza había escrito y subrayado la palabra «Londres»… Había volado a Estocolmo en su propio avión y les ordenó a los pilotos que solicitasen de inmediato el permiso necesario para volar primero a Copenhague y después a Inglaterra. Él ya suponía que Birgitta Roslin iría a ver a Ho. Y, en efecto, la vio llegar a su casa, vacilar ante la puerta y dirigirse después al café de enfrente.
Hizo unas anotaciones en su diario, apagó la luz y no tardó en dormirse.
Al día siguiente, una gruesa capa de nubes cubría el cielo de Londres. Ya Ru se levantó sobre las cinco, como era su costumbre, para escuchar las noticias de China en onda corta. Echó un vistazo a los movimientos de la Bolsa en el ordenador, habló con un par de directores a su servicio sobre varios de los proyectos que tenía en marcha y se preparó un sencillo desayuno compuesto principalmente de fruta.
Salió de su apartamento a las siete, con la bolsa de seda en el bolsillo. En el plan que había diseñado había un momento de inseguridad. Ignoraba a qué hora desayunaba Birgitta Roslin. Si, para cuando él llegase, ella ya había pasado por el comedor, tendría que aplazarlo todo hasta el día siguiente.
Se encaminó a Trafalgar Square, se detuvo un momento a escuchar a un chelista solitario que tocaba sentado en la acera, con un sombrero a sus pies. Antes de proseguir su camino, le arrojó unas monedas. Tomó después Irving Street, hasta llegar al hotel. En la recepción había un hombre al que veía por primera vez. Ya Ru se acercó al mostrador y tomó una de las tarjetas de visita del hotel y aprovechó para comprobar que la hoja de papel en blanco que había dejado el día anterior ya no estaba en el casillero.