Yo me di cuenta de ello en seguida. Pese a que, al principio, me deslumbró, como a todos, por su gran inteligencia y brillantez, pronto comprendí que Suso tenía más interés como personaje que, como él pretendía, como escritor. Aunque nunca se lo dije, por supuesto. Ni siquiera andando el tiempo, cuando tuve confianza para ello y razones suficientes para hacerlo, entre ellas su resistencia a escribir. Porque su radicalidad consistía precisamente en eso: en su falta de interés por lo real. A él le daban igual la verdad o la mentira con tal de que fueran bellas. En eso era un escritor puro, aunque no escribiera nada. En eso y en su facilidad para relatar historias, que iba olvidando según las inventaba.
Porque no las escribía. Cuando yo lo conocí, Suso sólo escribía poesía, puesto que la ficción, decía, era la antiliteratura. Luego pasó a sostener lo contrario. Con la misma vehemencia, por supuesto, con la que había defendido lo anterior y con la que defendería, llegado el caso, otra vez la poesía. Porque lo suyo era polemizar. Daba lo mismo de qué se hablara, el tema de controversia. El caso era protagonizar la escena y tener siempre la idea más radical.
Precisamente por eso, Suso me deslumbró en un principio. Nunca había conocido a nadie al que le gustase tanto polemizar y que lo hiciese con tanto estilo. Y es que Suso, de tanto discutir (y de tanto teorizar, cuando nadie le llevaba la contraria), había desarrollado toda una forma de ser que llevaba a todos sus actos. Porque a él le daba igual de lo que se hablara. El caso era discutir, conversar sobre la nada, pasar las noches en vela y acostarse ya de día con el sabor de la noche ida y a ser posible borracho. Borracho de alcohol y humo o borracho de palabras. Era la época en la que vivíamos y era también su carácter.
A mí aquello me gustaba. En Oviedo ya llevaba una vida parecida, bien que con las limitaciones propias de una ciudad más pequeña, y Madrid me cautivó precisamente por eso: por no tener ningún límite. Al contrario: en Madrid todo estaba permitido, al menos para nosotros.
Y es que Madrid era una ciudad distinta. Anclada en medio de la meseta, en el centro de un país que vivía todavía con un pie en el XIX, Madrid era una especie de puerto franco en el que se vivían ya los nuevos tiempos que se avecinaban. Era aquel Madrid antiguo, con serenos y vecinos que fumaban por la noche en camiseta en los balcones, entre los tendederos y los tiestos de geranios, pero en el que convivían ya, junto con los serenos y las tiendas galdosianas, otras costumbres distintas y otras formas de entender la realidad. Muchas de ellas traídas por los extranjeros que ya entonces comenzaban a asentarse en la ciudad.
En cualquier caso, nosotros vivíamos una ciudad diferente. Aun cuando, en apariencia, compartíamos la vida de nuestros vecinos, nosotros vivíamos una ciudad diferente, sin importarnos mucho lo que pensaran aquéllos. Porque Madrid nos lo permitía. Por talante y por tamaño, Madrid permitía vivir a cada uno como quisiera y eso que todavía eran tiempos de libertad semivigilada. Y vigilante. Raro era el día en el que no ocurría algún incidente' aislado o en el que la policía no intervenía en algún lugar.
Pero, para nosotros, esto no era ningún problema. Al revés: era casi otro aliciente y otro motivo de conversación. Acostumbrados como ya estábamos a convivir con la policía, su irrupción grosera y tosca en cualquier momento del día y en cualquier punto de la ciudad no sólo no nos turbaba, sino que se convertía incluso en otro entretenimiento. Especialmente en aquellos años, finales de los setenta, en los que, pese a lo que nosotros mismos pensáramos y dijéramos, el peligro mayor ya había pasado.
Por otra parte, además, nosotros vivíamos aquello de una manera muy distanciada. Aunque comprometidos políticamente, como la mayoría de nuestros conocidos, nosotros vivíamos aquello de una manera muy distanciada, puesto que anteponíamos la vida y el arte a la política. Cuestión que provocaba no pocas ni pequeñas discusiones con los que habían hecho de ésta prácticamente una religión.
Aquel tiempo pasó pronto, por fortuna. Pronto llegó el desencanto, palabra con la que se denominó al fenómeno de desengaño respecto de la política que se estableció en la gente en cuanto los partidos políticos de izquierda abandonaron sus ideales más radicales y un sentimiento agridulce se apoderó de todos, salvo de los que, como nosotros, nunca habíamos creído en aquéllos. Nosotros éramos anarquistas, o al menos eso pensábamos, y como tales seguíamos viviendo, independientemente de lo que ocurriera a nuestro alrededor.
Porque nuestro anarquismo era sobre todo estético. Teórico, en cualquier caso. Un anarquismo teórico que bebía en las fuentes más radicales, las del romanticismo puro, pero que, en la mayoría de los casos, el mío, sin ir más lejos, se traducía simplemente en una actitud. Una actitud estudiada y adoptada muchas veces de propósito, pero que nosotros creíamos sincera todavía en aquel tiempo.
Suso era un ejemplo de ello. De familia de derechas, hijo de un abogado franquista, Suso se declaraba anarquista pese a sus contradicciones. La primera, seguir viviendo de aquélla cuando renegaba de ella y de lo que representaba. Lo cual no sólo no le causaba problemas de conciencia personal o de principios, sino que lo consideraba revolucionario. Según él, seguir viviendo de su familia era una forma de combatir la institución familiar desde dentro.
Por otra parte, además, Suso era muy elitista. Despreciaba el mal gusto y la falta de inteligencia tanto como presumía él de ellos. En esto era igual que Irene, su novia en aquellos años (y la que le duró más tiempo), que, aun feminista y tan radical como él, vestía siempre a la última y vivía todavía en casa de su familia; un imponente chalet, por cierto, en la exclusiva zona de El Viso. Lo cual no le impedía dar lecciones de bohemia a los demás y hasta considerarse la más radical de todas.
Pero, fuera de esas contradicciones o precisamente por ellas, Suso era un chico que no engañaba a nadie. Así lo intuí yo desde un principio y así pude comprobarlo durante los muchos años que compartimos casa y amigos, a solas o con las chicas con las que cada uno estuviera en ese momento. Porque, durante todos aquellos años, los dos cambiamos de estado y de pareja varias veces (él más que yo, por su propia resistencia a prolongar las relaciones). En todo caso y fuera cual fuera en cada momento la situación sentimental y personal de cada uno, nuestra amistad quedó siempre por encima, invulnerable y ajena a cualquier cambio. Solamente tras la aparición de Eva, pero debido más a la dispersión del grupo que ya entonces comenzaba a producirse en torno a nosotros que a la aparición de aquélla, empezamos a alejarnos poco a poco uno del otro hasta llegar al distanciamiento en el que ambos vivíamos entonces, pese a que continuáramos compartiendo la misma casa.
Yo tardé en percatarme de ello. Volcado como estaba en la pintura, acompañado siempre por Eva, yo tardé en notar que Suso comenzaba poco a poco a distanciarse de mí, como antes lo habían hecho los demás. Pero los otros me importaban mucho menos. Incluso Mario, el otro extremo del triángulo que durante mucho tiempo formamos y que se mantenía de alguna forma en nuestro inconsciente, no dejaba de ser un mero apéndice en la estrecha relación que teníamos principalmente Suso y yo. Por eso me preocupaba mucho más su alejamiento. Por eso y porque veía que quizá no fuera un alejamiento coyuntural, como al principio pensé, motivado por las circunstancias (que, al fin y al cabo, tampoco habían cambiado tanto: no era la primera vez que yo vivía con alguien ni que Suso sufría una ruptura), sino el comienzo de una separación que quizá fuera tan natural como lo era el paso del tiempo.
Y es que, sin que nos diéramos cuenta, habían pasado los años. Nueve ya desde que nos conocíamos y otros tantos desde que vivíamos juntos. Porque, a los pocos meses de conocernos, Suso se vino a vivir al piso que Julia y yo habíamos alquilado junto con Julio y con Carlos Cuesta en la calle del Conde de Xiquena. De allí nos fuimos a otro en la cercana calle Barquillo (en el que se nos unió ya Mario), y, así, tras pasar por varios, al de la plaza de las Salesas en el que todavía vivíamos la noche en la que los recordaba. En cada una de esas mudanzas, Suso y yo fuimos cambiando de compañeros, incluso de compañeras sentimentales, pero él y yo permanecimos siempre juntos y juntos seguíamos aún aquella noche, pese a que estaba claro que aquella etapa de nuestras vidas se terminaba. No porque él o yo lo quisiéramos, sino porque las circunstancias ya eran distintas. Ya no éramos aquellos niños que habíamos llegado a Madrid dispuestos a comernos la ciudad, como él decía, y a conquistar su cielo tan renombrado.
– Mira, Carlos -me decía en aquel tiempo, mirando Madrid desde cualquier parte-, ésta es la ciudad perfecta. Aquí nadie te pregunta quién eres ni lo que buscas. Y, a cambio, te ofrece el cielo más hermoso del país.
Lo decía a menudo en aquellos tiempos. A veces, mirando el atardecer desde la azotea (aquella humilde azotea de la casa de la calle del Clavel en la que los vecinos tendían la ropa y desde la que se dominaba todo Madrid) y, otras, de noche, cuando salíamos a la calle dispuestos a comernos la ciudad, como él decía, o cuando regresábamos derrotados de madrugada. Y es que Suso estaba convencido de que Madrid era la ciudad perfecta para llevar a cabo todos nuestros sueños, lo mismo los del amor que los de la literatura.