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Los últimos, sobre todo, estaban llenos de claroscuros. Pasados los dos primeros, de los que ni siquiera llegué a saber su tonalidad, tan rápido se pasaron, el resto, principalmente los últimos, estaban llenos de claroscuros. A la batalla por la supervivencia se empezó a unir el dolor de las primeras rupturas sentimentales.

La primera, y la más triste, fue sin duda la de Julia. Fue la que tiñó de gris el cielo azul de Madrid y la que dejó en mí esa tristeza de la que nunca he podido ya librarme. Pero hubo muchas más: la de Lucía, la chica con la que estuve a continuación (apenas dos o tres meses), y las de las que le sucedieron. Y también las de la gente con la que fui trabando amistad y que perdí por una u otra razón, muchos de ellos para siempre, como a Pedro. Se quitó la vida una noche, en la pensión en la que vivía, sin dar ni una explicación.

Pero, fuera de esas rupturas y de algún que otro desengaño (la mayoría de ellos relacionados, cómo no, con las mujeres), en conjunto aquellos años los recuerdo todos teñidos de rosa. No el rosa cursi de las novelas de amor baratas o de las películas hollywoodienses de los cincuenta, sino el rosa ensangrentado que tiñe el cielo de Madrid algunos atardeceres, no porque así lo sea realmente, sino por imitación del que sus artistas plasmaron en sus pinturas. Ese rosa ensangrentado e inconfundible, como de postal antigua, que también aparece de cuando en cuando en mis cuadros, principalmente en los de aquel tiempo.

Porque aquel tiempo era el de las ilusiones. Y el del amor. Y el de los descubrimientos. Un tiempo lleno de sueños y de continuos cambios y encuentros que yo recordaba ahora, a punto de darlo por finalizado. El piano de César y Edith Piaf me obligaban a hacerlo, a pesar mío.

El piano de César y Edith Piaf y la melancolía que me embargaba. Una melancolía que acentuaba la proximidad de la despedida y a la que daba un halo de dramatismo la amenaza de la tormenta. Menos mal que la cerveza, con su cosquilleo helado, me devolvía a la realidad por encima de todos los recuerdos.

Pero la realidad ya no era la misma; quiero decir: la de cada noche. Poco a poco, como todo en torno a mí, la realidad se había deshecho, no sé si debido al humo, al calor o a la cerveza. O a las tres cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, cada vez me costaba más identificar en ella a las personas y los objetos que aquella noche me rodeaban. Que eran los mismos de cualquier otra, sólo que difuminados ahora por el calor.

Era como si flotaran. Como si, al pasar las horas, unos y otras perdieran definición, como sucede con esas fotos que se hacen en movimiento. Tanto el bar como la gente los veía desenfocados, como me sucedía hacía un rato con los recuerdos. Acababa de pasar de un tiempo a otro, pero seguía viéndolo todo movido.

Y es que la realidad se difuminaba. La realidad y mis pensamientos, que eran lo mismo, para mí al menos, desde hacía horas. Poco a poco, al igual que en mi memoria, la realidad se difuminaba y el tiempo se deshacía, lo mismo que mis recuerdos. Sólo que éstos aparecían todos teñidos de rosa y la realidad del Limbo, aunque desenfocada también como aquéllos, era gris como la noche. Gris y negra como el cielo (el del bar y el de Madrid), a pesar de la canción que César tocaba ahora.

Quizá era la misma canción de siempre. Quizá desde hacía ya días (o meses, incluso años) César tocaba la misma canción de siempre, del mismo modo en que El Limbo era el mismo bar de siempre y sólo cambiábamos los clientes. Y ni siquiera. Fuera del de la coleta (un tipo extraño, seguramente extranjero, que llevaba varias horas sin moverse de la esquina de la barra), los demás éramos los mismos de cada noche, sobre todo de aquellas últimas. Pero al maestro eso no le importaba. Como tampoco nos importaba a nosotros lo que él pudiera tocar, con tal de seguir oyéndolo. Como en el cine, su música no era más que la banda sonora que acompaña a la película y que, de tanto sonar una y otra vez, uno termina por no escucharla.

Pero aquella película se acababa. Aquella vieja película que yo reconstruía mentalmente mientras, sentado en El Limbo, contemplaba desolado el final de aquella noche y el de una época de mi vida era un disco ya rayado que se repetía una y otra vez hasta terminar borrándose. Sólo la música del piano seguía sonando a mi espalda, sumergiéndome en un tiempo sin final en el que se confundían, como ahora mismo, el pasado y el presente.

¿Y el futuro? ¿Dónde estaría el futuro? ¿Existía el futuro de verdad? ¿Existía o era tan sólo otro sueño como el que había vivido hasta entonces? ¿Existía o simplemente era un cuadro sin pintar que habría de pintar a ciegas, como todos los que había pintado hasta aquella noche?…

X

– Me voy.

Lo dije ya levantándome. Lo dije ya levantándome, después de coger mis cosas (el paquete de tabaco y el mechero), decidido a irme de allí.

Rico me miró en silencio. Como ya esperaba mi marcha, ni siquiera hizo un gesto de sorpresa.

– Hasta la vuelta -me despedí.

– Adiós -me respondió él.

Los demás ni siquiera se dieron cuenta de que me iba. Estaban tan abstraídos, tan aplastados por el calor, que ni siquiera se enteraron de que me iba o, si llegaron a hacerlo, lo disimularon. Al fin y al cabo, qué les importaba a ellos que me fuera o que me quedara si lo único que ellos querían era seguir sentados en sus sitios. Solamente, al pasar junto a la barra, Julito y Pepe me despidieron.

– Pásalo bien -me dijeron.

Les contesté con un gesto. Lo hice sin detenerme, como si no quisiera despedirme. Siempre me molestaron las despedidas y aquélla era una de las más difíciles. Por vacía, sobre todo.

Ya en la puerta, sin embargo, me volví a contemplar el bar. Desde las escaleras que subían hacia aquélla y que le daban otra perspectiva distinta a la del interior, El Limbo parecía un espejismo más que una imagen real. Difuminado por el calor y por el humo de los cigarros, el local en el que yo había pasado tantas noches, tantas horas y emociones desde hacía ya diez años, me parecía ahora mucho más grande y, en cierto modo, desconocido. Quizá era efecto de las cervezas. Fuese por lo que fuese, su soledad me hizo sentirme más solo cuando atravesé la puerta y eché a andar calle abajo dejando atrás aquel barco que se hundía poco a poco en el silencio de la noche, como el Titanic en las heladas aguas del océano Atlántico.

Como el Titanic también, vi Madrid en torno a mí. Amenazada por la tormenta que se cernía sobre sus edificios, iluminada por los relámpagos que atravesaban continuamente el cielo de parte a parte, la ciudad parecía otro espejismo y otro barco a la deriva, como El Limbo. Tambaleándome, sintiendo bajo mis pies el movimiento de su zozobra y en la cara el olor ácido y espeso de la tormenta, bajé la calle de Campoamor, salí a la de Fernando VI y, sin cruzarme apenas con nadie (todos los bares de la zona estaban semivacíos), llegué a la plaza de las Salesas decidido a irme a dormir lo mismo que cada noche, pese a que aquélla no fuera para mí una noche más. Pero, en el último instante, cambié de idea. Cuando ya estaba resignado a cerrar la noche sin mayor gloria, convencido de que nada podía depararme ya, vi a lo lejos, en un banco, al vagabundo que lo ocupaba en solitario desde hacía meses. Estaba solo, como dormido, como un náufrago en la noche de Madrid.

Llevaba meses viéndolo en el mismo sitio. Desde el balcón de mi habitación, mientras pintaba o escuchaba música o contemplaba el paso del tiempo a la espera de una idea o algún amigo que había quedado en venir, lo veía pasear día y noche por la plaza, ajeno a los transeúntes y a los demás vagabundos que vivían también en ella. Había por lo menos cuatro o cinco, aunque él era el más antiguo. Y el que, por otra parte, también, más llamaba mi atención por su aspecto elegante a pesar de todo y por su indiferencia casi absoluta hacia lo que le rodeaba. Aunque educado y hasta gentil, se mostraba ajeno al mundo, hasta el punto de que ni siquiera pedía limosna, como los otros, sino que era la gente la que se acercaba a dársela.

Dudé si hacer yo lo mismo. Aunque me conocería sin duda, como yo a él (no en vano debía de verme entrar y salir de casa varias veces cada día), temí que lo sorprendiera, incluso que lo asustara, a la vista de su soledad ahora.

Pero no lo necesité. Ni siquiera tuve que aproximarme. Fue él el que me llamó, mientras me decidía a hacerlo, pidiéndome un cigarrillo.

– Negro -me aclaró desde su banco.

– Rubio -le dije yo desde lejos.

Se encogió de hombros, como diciendo: «¡Qué se le va a hacer!», pero no lo dijo. En vez de ello, cogió el cigarro mientras me analizaba sin disimulo.

– Tendrás fuego, por lo menos.

– Por supuesto -le dije yo, sorprendido. Parecía que el favor me lo hacía él, en lugar de lo contrario.

– Esto es tabaco de putas -exclamó, soltando el humo.

– Muchas gracias -le dije yo, divertido.

Realmente era divertido. Estaba allí, en aquel banco, sin más compañía que el cielo y sin otras pertenencias que las que le cabían en una bolsa que utilizaba a la vez de almohada, pero parecía feliz. Más contento por lo menos que los que había dejado en El Limbo.

– No te ofendas, es verdad -me aclaró, por el cigarrillo.

Encendí otro para mí y me quedé de pie frente a él. Fumaba con gran fruición, sin importarle mucho que fuera tabaco rubio.

Parecía estar borracho. Quizá lo estuviera siempre y solamente cambiaba el nivel de su ebriedad en función de la hora del día y de si había dormido o no. En cualquier caso, era muy difícil determinar cuál era aquél en ese momento, puesto que permanecía sentado.