Y lo mismo pasaba con su edad. Era difícil de calcular, puesto que su aspecto era el de un hombre ya viejo, mientras que sus gestos eran los de un hombre joven. Un joven, eso sí, muy desgastado por el alcohol y la mala vida y por las inclemencias del clima de Madrid. Aunque, por lo que parecía, a él no le preocupaban mucho.
– Va a llover -me dijo, mirando al cielo, que apenas si se veía, de tan oscuro, sobre los árboles.
– Ya está lloviendo -le corregí, sintiendo ya las primeras gotas.
Pero él no debió de oírme:
– Un día llueve, otro hace sol… Así es la vida -filosofó.
– Sí, señor -le dije yo.
– Así es esta puta vida -siguió él, sin escucharme-. Por eso es tan delicada.
Me sorprendió el adjetivo. Me sorprendió el adjetivo, máxime teniendo en cuenta de boca de quién venta: un hombre al que, en apariencia, todo hacía pensar que la vida le habría tratado de muchas formas, menos con delicadeza.
– Estarás de acuerdo conmigo -afirmó, sin mirarme apenas.
– Por supuesto -me apresuré a decirle yo.
Las gotas comenzaban a caer ya con más fuerza. Golpeaban la tierra seca y la hierba, produciendo un ruido sordo cada vez más inequívoco y constante. Pero él no lo escuchaba o no le daba importancia alguna.
– Por eso -prosiguió con su discurso-, lo mejor es vivir en la penumbra. Una botella de vino (y, si es de coñac, mejor), una tertulia de amigos, una sardina con sal, un tomate si lo hay, una lumbre en el invierno y un sombrero de paja en el verano y a vivir, que son dos días…
Esta vez, no lo apoyé. Esta vez, no lo apoyé (al revés, guardé silencio), aunque tampoco a él pareció importarle mucho.
– Mira, no sé quién eres -siguió con su perorata-, pero me da lo mismo; yo hablo con todo el mundo. Yo hablo con toda la gente y a todos les digo lo que pienso. Y, si les gusta, bien y, si no, también.
– Claro, claro -aprobé yo su argumento.
– ¿Y sabes por qué lo hago? Porque la gente está equivocada. La gente cree que todo lo que vemos es verdad, y no es verdad.
– ¿Usted cree?
– ¿Tú no? -me dijo él, sin mirarme-. Mira, chaval, hazme caso: todo es una mentira. Madrid, el mundo, esta plaza… Todo es una mentira. Lo único que es verdad es el cielo y nadie se para a mirarlo.
– ¿El cielo? -pregunté yo, sorprendido,
– ¡El cielo, el cielo! -dijo, mirando hacia él-. El cielo es la única verdad que hay en el mundo, aunque la mayoría de las personas se mueran sin enterarse.
Llovía ya abiertamente. Mientras contemplaba el cielo, que estaba hinchado como un tambor, sentí la lluvia en mi rostro, tibia, pero refrescante. Parecía como si el cielo le diera la razón de esa forma al vagabundo.
– Ya está lloviendo -le dije, por si él no se daba cuenta.
– ¿Lo ves? -me respondió él, satisfecho-. ¿Lo ves como era verdad? -y continuó sentado, fumando, inmóvil bajo la lluvia.
Después de tanto esperarla, yo también la agradecía, pero, en apenas unos segundos, comencé a sentirme incómodo. Aquellas primeras gotas que levantaban nubes de polvo al rebotar contra el suelo o contra los cipreses y la hierba de los parterres se convirtieron en una tromba. Llovía con tanta fuerza que ya ni siquiera oía lo que el hombre me decía ahora.
– ¡Me voy! -le grité, corriendo.
Pero él no me respondió. O, si lo hizo, no llegué a oírlo. Mientras corría hacia mi portal, que estaba apenas a unos cincuenta metros, supuse que vendría detrás de mí, aunque lo haría más lentamente. Al fin y al cabo, aparte de ser mayor, debía de estar borracho. Pero, cuando me volví a mirar, protegido ya por la marquesina cuyo rótulo anunciaba la tienda de comestibles que hubo en el bajo en alguna época (MANTEQUERÍAS BARTOLOMÉ. ESTABLOS PROPIOS EN GALAPAGAR Y EN MIRAFLORES DE LA SIERRA), descubrí con estupor que continuaba en el banco.
Pensé en llamarlo, pero me arrepentí en seguida. ¿Quién era yo para impedirle que hiciera lo que quisiera? Al fin y al cabo, ¿no era lo que había hecho siempre? ¿No era lo que yo quería para mí y para todas las personas?
Secándome con las manos (tenía el pelo empapado), subí andando los tres pisos (el ascensor, como siempre, se había estropeado hacía ya días) y entré en casa procurando no hacer ruido. Eran las tres de la madrugada.
Eva dormía profundamente, pero Suso no estaba en casa. En la penumbra de las habitaciones, sólo se oía la respiración de aquélla y el salón estaba vacío. Sin necesidad de encender la luz, lo atravesé y me asomé al balcón. La lluvia arreciaba fuera y se estrellaba contra la barandilla provocando al hacerlo un ruido sordo; un ruido que se multiplicó por cien en cuanto abrí las contraventanas. De repente, un gran fragor se introdujo en el salón y, con él, el olor de la ciudad. Que apenas si se veía tras los cipreses de las Salesas, de tanto como llovía en aquel momento. Solamente los árboles más próximos, iluminados por las farolas, brillaban bajo la lluvia con un verde tan intenso que parecían de cera o plástico y, tras ellos, en su banco, la sombra del vagabundo, que seguía igual a como yo acababa de dejarlo.
Estaba inmóvil, como una estatua. Ni siquiera se había cubierto con algún plástico o con un cartón, como los demás. Como si le diera lo mismo todo, seguía en el banco, sentado, mientras la lluvia seguía cayendo cada vez con más violencia sobre la ciudad vacía. Una ciudad que se deshacía y se rompía en miles de hojas, como el cuadro que acababa de romper yo aquella tarde. ¿O era éste el que seguía deshaciéndose?
– ¿Ya estás aquí? -me dijo Eva, al sentirme. -Sí -le mentí, abrazándola.
Segundo círculo. El Infierno
«Así fue como descendí del primer círculo al segundo, que contiene menos espacio, pero mucho más dolor.»
Dante Alighieri
La Divina Comedia, Canto V
I
La abandoné a los tres años. En el 88, después de cinco o seis juntos. Fue un error más en mi trayectoria.
En realidad, toda mi vida amorosa, no sólo la de aquel tiempo, es una suma de errores, un rosario de equivocaciones que componen en conjunto el cuadro de un gran fracaso. Pero, en aquellos años, los que siguieron a mi separación de Julia y, sobre todo, a la posterior de Eva (que provoqué, como aquélla, después de pensarlo mucho), la lista de mis equivocaciones fue tan absurda como interminable. Con la misma rapidez con la que me enamoraba se enfriaba mi pasión en cuanto vislumbraba el más mínimo destello de rutina o de cansancio por mi parte.
Tal vez es que no me enamoraba realmente. Aunque creía que sí (si no en todos, sí en muchos de los casos), tal vez es que no me enamoraba realmente, sino que sustituía una pasión por otra. Así las mantenía siempre frescas, como el que cambia las flores de un florero antes de que se pudran o marchiten. Pero, a veces, como en el caso de Eva, o en el de Julia años antes, el tiempo transcurrido ya era tanto que las flores, aun podridas, habían enraizado en mí provocándome un intenso dolor al arrancarlas.
Es lo que tiene dejar que el tiempo pase. Es lo que tiene dejar que el tiempo pase y te acostumbre a un lenguaje y a unos hábitos de vida que no son seguramente ni mejores ni peores que los otros, pero que se convierten en parte de tu naturaleza, aunque sea solamente a nivel superficial. Porque la piel también duele cuando se arranca. La piel también tiene raíces que, aunque invisibles, se hunden en lo más hondo de nuestra naturaleza, de la misma manera en que lo hacen, en la de la memoria, los sonidos y olores y sabores del pasado. Por eso viven durante años y por eso también, de tarde en tarde, afloran a la superficie cuando uno generalmente menos lo espera.
Es lo que me ocurre ahora, al recordar de nuevo aquel tiempo que sucedió en mi vida al del limbo, como lo bauticé en aquella postal (trivial, turística, tópica, salvo por el motivo de la fotografía: una carretera helada, en un paisaje desierto, con un letrero que dice: FIN DE LA TIERRA CULTIVABLE) que les mandé a mis amigos desde Laponia, donde concluyó aquel viaje que tan determinante sería para mí.
Y es que, a partir de aquel viaje, ya nada volvió a ser igual. Por extraño que parezca (al fin y al cabo, aquel viaje cumplió todas mis expectativas), marcó un antes y un después en mi relación con Eva, no tanto por causa de ella, que quizá nunca llegó a saber que así fue, sino por mi propia causa. Sin saber por qué realmente (y mucho menos sin saber cómo explicarlo), comencé a sentir que me iba, como la barca que arrastra la corriente de la orilla a pesar de ella.
A pesar mío y sin que Eva tuviera culpa alguna ni intuyera o supiera nada aún, durante aquel viaje a Suecia, comencé a sentir, en efecto, que algo me alejaba de ella, aunque no sabía ponerle nombre. No era apatía, ni desamor, ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, quizá por lo desconocido.
Nunca antes había tenido esa sensación. Era como si de repente la atracción que sentía por Eva (no sólo física, sino en todos los sentidos) se hubiese desvanecido sin que hubiese un motivo concreto para ello. Porque no sentía, ya digo, ni desamor ni cansancio. Era algo más profundo y corrosivo, algo que no podía identificar porque nunca lo había sentido antes.
Para saberlo, intenté pintarlo. A la vuelta de aquel viaje, de nuevo ya en España, intenté pintar aquel sentimiento mientras el otoño se adueñaba poco a poco de Madrid. Era el primer otoño que Eva y yo vivíamos solos. Como imaginaba ya, a la vuelta del verano, Suso recogió sus cosas y se fue a vivir a otro sitio, dejándonos solos en aquel piso en el que habíamos llegado a vivir hasta seis personas. Así que ahora Eva y yo teníamos toda la casa para nosotros. Yo me instalé en el salón, que daba hacia la plaza, y comencé a pintar día y noche, mientras Eva hacía lo propio con las habitaciones, pese a que la mayoría estaban ya vacías. Se la veía feliz por poder vivir al fin como ella quería: como una pareja auténtica y no como una pareja dentro de un grupo mayor.