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A mí, en cambio, aquello me inquietaba. Aunque, por una parte, estaba también feliz, aunque solamente fuera por poder pintar por fin sin que nadie me interrumpiera o distrajera continuamente, por otra me daba miedo, por cuanto para mí aquel cambio era una experiencia nueva. Pese a que la mayor parte de mi vida había vivido en pareja, nunca lo había hecho a solas y me daba miedo empezar a hacerlo.

Miedo, ésa era la palabra. Miedo a la felicidad era lo que yo sentía. ¿O no era miedo, mezclado con curiosidad, la sensación que me producían, durante aquel viaje a Suecia, los solitarios paisajes que Eva y yo atravesábamos por desiertas carreteras transitadas solamente por camiones cargados de madera, entre infinitos bosques de abetos y verdes pinos? ¿No era miedo mezclado con felicidad la sensación de fugacidad que me producía aquel verano del norte que tanto me recordaba, por su pureza, a los de mi infancia?

Miedo, ésa era la palabra. Pero ¿cómo pintar el miedo? ¿Cómo pintar esa sensación que siempre identificamos con la tragedia o con el dolor, pero que, en mi caso, entonces, nacía justamente de todo lo contrario?

Imposible conseguirlo. Lo intenté de muchas maneras, desde cambiar los colores a los motivos pictóricos (que pasaron desde los paisajes suecos hasta el lugar en el que pintaba ahora); no conseguí trasmitir la sensación que tenía desde hacía tiempo y que, en lugar de desaparecer, como suponía, con el regreso a Madrid, se había enquistado en mi corazón. Aquella sensación contradictoria de felicidad y miedo que la nueva vida que acababa de empezar me producía.

Porque había empezado una nueva vida. Sin pretenderlo, sin desearlo, sin darme cuenta siquiera prácticamente hasta aquel momento, había empezado una vida diferente a la que había llevado hasta entonces. Durante años, yo había vivido en el limbo, en el paraíso de la juventud, y ahora, de pronto, me veía inmerso en un mundo nuevo en el que todo era muy distinto. Al contrario que en el limbo, donde nada era real, en la nueva vida que comenzaba todo lo era, al menos visto desde mi perspectiva.

Por eso no podía pintar lo que sentía en aquellos días. Ni pintarlo, ni nombrarlo, ni imaginar las formas y los colores que a partir de aquel momento mi pintura iba a tener. Porque mi pintura iba a cambiar, como yo. En realidad, llevaba ya cambiando mucho tiempo, concretamente desde que empezaron a aparecérseme aquellas extrañas hojas, mezcla de brotes y de semillas, que acompañaban a mis dibujos o los borraban completamente. Porque a veces los borraban u ocultaban por completo. Como si quisieran hacerlos desaparecer, los borraban u ocultaban por completo, pasando ellas a ocupar todo el protagonismo del cuadro, como cuando en el otoño un remolino de viento arranca las de los árboles y levanta al mismo tiempo las del suelo, cubriendo todo el paisaje. Pero el otoño que aquellas hojas representaban no era el otoño real. No era el otoño que yo veía por la ventana cuando me asomaba para mirar el paso del tiempo o la caída de la luz o de la lluvia sobre las cúpulas de las Salesas. Era un otoño irreal y, por lo tanto, más duradero, pese a la inofensiva apariencia de aquellas hojas que parecían de un jardín virgen o de un bosque abandonado por sus dueños.

El bosque era el de mi infancia y el jardín el de mi juventud. Así al menos lo traduje en aquel tiempo, con ocasión de alguna entrevista o a raíz de otra exposición. Pero ni mucho menos pensaba lo que había dicho. Lo dije por decir algo, como he dicho casi todo a lo largo de mi vida, sobre todo en relación con mi pintura. Al revés que otros pintores, que saben contar su obra, yo jamás he sabido explicarla con palabras. Por eso, recurro siempre a los escritores (a Suso y Mario, al principio, pero también a otros, después de ellos) para que cuenten por mí lo que yo no sé contar y digan de mi pintura lo que yo no sé decir. Aunque muy pocas veces coincide lo que ellos dicen y escriben con lo que yo he querido contar realmente o con lo que de verdad sentía y siento al pintar un cuadro.

Por eso, aquel otoño, no podía comprender lo que sentía. Y mucho menos podía contárselo a nadie. Aparte de que ¿a quién podía contarle nada? Si, desde hacía ya varios meses, me había quedado prácticamente sin confidentes, alejado como estaba de los que lo habían sido durante años, desde la marcha de Suso mi orfandad intelectual se agudizó, lo que hizo que me encerrara más en mí mismo. ¿Dónde quedaban ya aquellas noches en las que durante horas y horas discutíamos y hablábamos buscando en los demás respuestas a nuestras dudas?

Había llegado el momento de buscarlas cada uno por su lado. Y cada uno lo hacía a su modo, bien como Mario, buscando el éxito comercial, bien como Suso, intentando postergar siempre el momento de enfrentarse a la escritura y a la vida. En mi caso, yo me sentía a mitad de camino de ambos. Por una parte, es verdad, necesitaba también el éxito (entre otras muchas razones, porque vivía materialmente de mi pintura), pero, por otra, me sentía cerca de Suso en su desprecio al mundo del arte y de la literatura. Seguía pensando que éstos eran algo solitario y personal y me producía rechazo todo lo que les rodeaba.

Eva, entre tanto, permanecía al margen de todo aquello. Ella estaba por encima -o por debajo- de mis preocupaciones, ya que lo único que le interesaba era su felicidad. Felicidad que supeditaba a su relación conmigo (al fin y al cabo, yo era lo único que la retenía en España) y que debía de considerar fuera de todo peligro, sobre todo ahora en que por fin vivíamos los dos solos. Porque lo que Eva quería desde un principio era vivir como ahora vivíamos. Lo que Eva deseaba y ya había conseguido en cierto modo era vivir como una pareja, que era justo lo que a mí más me aterraba. Aunque ya había cumplido los treinta años, yo me sentía a años luz del hombre que Eva buscaba en mí.

Pero tampoco quería perderla. Seguía enamorado de ella y no quería perderla, cosa que intuía ya terminaría ocurriendo en cuanto transcurriera el tiempo sin que cambiara nuestra relación. Así que no sabía qué actitud tomar con ella. Si me distanciaba un poco, Eva lo iba a notar en seguida y si seguía como hasta entonces, aparentando que era feliz con aquella vida, con toda lógica ella pensaría que lo era de verdad y que incluso alimentaba los mismos sueños que ella de cara a nuestro futuro. El problema era, además, que no había un término medio. Y que, aunque lo hubiese habido, no habría podido permanecer en él mucho tiempo, calculando cada día la distancia conveniente para que nuestra relación no fuera ni hacia atrás ni hacia delante. Cuando uno ya ha pasado de los treinta y vive con la mujer que ha elegido, tiene que comprometerse o arriesgarse a perderla para siempre.

Por eso perdí yo a Eva. Por no querer comprenderlo. Por no querer aceptar que a veces los intereses y los deseos de las personas van en dirección opuesta. Y no basta con quererse, en esos casos. No es suficiente con apelar a ese sentimiento que un día te unió de repente y que continúa vivo en las dos personas, si una de ellas desea para sí lo contrario exactamente que la otra. A la larga, cuando eso ocurre, lo normal es que la relación se acabe.

La nuestra se acabó a los tres años. En el 88, a la vuelta de un verano que Eva pasó en Estocolmo y yo en Gijón, como de costumbre. Aunque el final se veía venir desde mucho antes. Al menos yo lo veía venir desde que Eva empezó a cambiar y a mostrarse más seria y fría de lo normal. Le molestaba mi resistencia a cambiar de vida, pese a que, a decir verdad, yo había cambiado bastante. Ya no pasaba todas las noches de bar en bar, por ejemplo, ni las mañanas durmiendo. Y pintaba y trabajaba más que nunca. Pero Eva me pedía un compromiso mayor con ella. No un compromiso formal, que eso le importaba poco (al fin y al cabo, venía de una cultura muy diferente), sino un cambio de vida de verdad.

El problema era que yo no quería cambiar de vida. Yo quería seguir así, viviendo como siempre había vivido, a caballo entre la bohemia y la marginalidad. Era la forma de vida que me gustaba. Y la única que me parecía acorde a mi trabajo de pintor. Pero Eva pensaba justamente lo contrario. Eva pensaba, al revés, que todo tiene su tiempo y que el de la bohemia ya había pasado para mí, pese a que yo me empeñara en prolongarlo, como Suso. Pero el caso de Suso, decía, era diferente. Suso vivía solo y yo vivía con ella y ella aspiraba a vivir como todo el mundo. Como todo el mundo, decía, a partir de cierta edad.

– Ya. Pero es que yo no quiero vivir como todo el mundo -le dije una de esas veces, cuando sacó por enésima vez la conversación.

– Pues yo sí -me contestó, con amargura.

Fue la última ocasión que hablamos de ello. Y la primera que me confesó, mirándome a los ojos para ver mi reacción, que deseaba tener un hijo. ¡Un hijo, cuando yo todavía seguía sintiéndome y viviendo como tal!

Fue el comienzo del fin de nuestra historia, el detonante de su descomposición. Poco a poco, a medida que los días y los meses transcurrían, Eva empezó a volverse más seria, más lacónica y opaca, lo que provocaba en mí una mayor opresión de la que ya sentía desde hacía tiempo. Me hacía sentir culpable de algo de lo que yo no lo era, pues, si bien ella tenía derecho a cambiar de vida, yo también lo tenía a no quererlo. Lo cual, lejos de acercarme a ella, nos distanciaba cada vez más. Y, así, poco a poco, nos fuimos alejando uno del otro hasta el punto de que en los últimos tiempos ya ni siquiera hacíamos el amor.