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A mí me pasaba igual, pero por causas muy diferentes. Por carácter, sobre todo, pero también por ese temor que me acompaña desde pequeño a defraudar a la gente que, por la razón que sea, se te acerca, a ti o a tu obra, aparentemente con admiración. Aunque eso no es siempre así. Hay veces en que, al contrario, su aparente admiración esconde otras intenciones, no siempre reconocibles o confesables en alta voz. Cosa que me desconcierta mucho y que me llena de desazón cuando ocurre, pero que me descorazonaba aún más cuando comencé a moverme por aquel mundo que Cuesta y Suso consideraban, cada uno por razones diferentes, el infierno, pero que para mí tenía aún todo el atractivo de los lugares desconocidos y de los mundos cerrados que no están al alcance de cualquiera. Si bien que mediatizado por el temor que, al mismo tiempo, me producía.

El atractivo se desvaneció muy pronto. Tan pronto como lo conocí por dentro y confirmé todas mis sospechas; unas sospechas alimentadas a lo largo de muchos años de imaginarlo y de criticarlo y que contrastaba ahora con la realidad. Y eso que, desde el primer momento, parecía que todos se habían confabulado para hacerme sentir uno más en él.

Pero en ningún momento pudieron conseguirlo. Por más que lo intentaron unos y otros, desde la propia Corine, que ahora me trataba como antaño a Pepe Rubio y a Alvarado y me invitaba a todas sus fiestas, incluso a las más privadas, al último de los críticos, yo nunca me sentí bien entre ellos ni partícipe de aquel mundo del que, en teoría al menos, había entrado ya a formar parte. Al contrario, cuanto más lo conocía, más fuera de él me sentía, pese a que, por educación o miedo, disimulara mis sentimientos.

Pero éstos eran los que eran. E iban acentuándose a medida que conocía aquel mundo y, sobre todo, a algunas personas, pintores principalmente, que para mí habían sido modelos a seguir en algún tiempo y que descubría eran tan vulgares y tan mediocres como la mayoría. Y lo mismo podía decir de los galeristas, y de los críticos, y de los coleccionistas. Todos unidos y confundidos por una espesa madeja cuyo hilo conductor era el poder y que se creían por ello los elegidos por una sociedad que los admiraba.

Y, en cierto modo, tenían razón al creerlo. Tenían razón en pensar así y en hacerlo a despecho de la gente, a la que la mayoría ignoraban, cuando no despreciaba directamente. Ellos se sabían al margen, admirados e intocables en su mundo y, al mismo tiempo, envidiados por los que, como ellos en alguna época, aspiraban a estar entre los elegidos. Por eso no entendían ni podían entender que hubiera gente, como yo, que, pudiendo ser uno más de ellos, renunciara a esa posibilidad.

En cualquier caso, yo tardé tiempo en hacerlo. Por educación o por cobardía (o por simple confusión: al fin y al cabo, al principio, todo aquello era nuevo para mí), durante bastante tiempo oculté lo que pensaba de aquella gente que de pronto me adulaba y rodeaba o, al contrario, me veía como un competidor. Porque yo no estaba allí para competir con nadie. Yo era mi único competidor y por eso no entendía la rivalidad que existía entre unas personas a las que presuntamente les movía el amor al arte y a la belleza. Entendía, sí, que la pudiera haber entre mis amigos, aquellos que pretendían estar en mi puesto ahora y que me criticaban precisamente por eso, pero no entre unos artistas cuyo prestigio profesional desbordaba muchas veces las fronteras españolas. En cualquier caso, yo no iba a competir con ellos, por lo que no entendía tampoco que me miraran con desconfianza.

Además, estaban sus admiradores. Que eran todavía peores, por lo menos en muchos de los casos. Galeristas, agentes, coleccionistas, gentes de todas las clases que pululaban en torno a ellos y que se daban tanta importancia, a veces, como ellos mismos. La mayoría atacados por el esnobismo, que es la enfermedad del arte. Y que se permitían aconsejarnos a los más jóvenes, como si tuvieran alguna autoridad.

Acostumbrado ya a su presencia (desde que llegué a Madrid, conocí a mucha gente así), trataba de evitarlos, como siempre, pero ahora lo tenía más difícil. Mi popularidad creciente, unida a mi timidez, hizo que me rodearan como un enjambre de abejas atraídas por el brillo de mi éxito. De dónde y cómo salían no sabría decirlo ahora. Sólo sé que de repente me empecé a ver rodeado de personas que se decían amigas mías y que, no contentas con eso, pretendían decirme lo que tenía que hacer, y a qué sitios debía ir y a cuáles no, y hasta cómo tenía que pintar. Y eso que yo a nadie le había pedido consejo. Al contrario, lo único que yo pedía era que me dejaran vivir y pintar en paz.

Pero les daba lo mismo todo. Con una disculpa u otra, se presentaban en mi casa a cualquier hora o me llamaban continuamente proponiéndome los más diversos asuntos y las ideas más insospechadas. Ideas que, por supuesto, yo debía aceptar sin discutir o, como mucho, hacerlo, pero participando en ellas. Cosa que hacía algunas veces, más que nada por quitarme de encima a sus mentores, pero que sólo me servía para que éstos se creyeran con mayor autoridad para involucrarme en su siguiente idea o negocio.

Pero no todo era negativo en aquel mundo de cartón-piedra. Tenía también sus compensaciones, sobre todo en los terrenos económico y sentimental. En el económico, porque la fama aporta siempre dinero (aunque no el mismo en todos los supuestos y los casos) y, en el sentimental, porque el éxito atrae a muchas mujeres, como el oro a los aventureros. Yo, de hecho, aunque ya lo imaginaba y lo sabía, lo viví en propia piel en aquella época, que fue la más intensa y agitada de mi vida en ese aspecto.

En los cuatro o cinco años que aguanté, por mi cama pasaron, en efecto, docenas de mujeres, la mayoría de ellas por una sola noche. Era como si de pronto hubiesen descubierto en mí un atractivo que hasta entonces no tenía o había tenido oculto. Incluso, alguna de aquéllas, que, como la mujer de Ernesto, el dueño de la galería Milán, me conocía desde hacía años, me encontraba de repente irresistiblemente atractivo, pese a que hasta aquel momento ni siquiera se había fijado en mí. El caso es que, coincidiendo con mi éxito como pintor, comencé también a tenerlo en el terreno amoroso o, al menos, en el sexual.

Porque, a decir verdad, pocas de aquellas relaciones fueron realmente amorosas. La mayoría de ellas fueron tan sólo sexuales, por lo menos por lo que a mí respecta. Cansado de las vividas, especialmente de la última, que me había dejado agotado, lo que yo menos quería era repetir errores. Lo que yo buscaba entonces era la simple aventura y para ella tenía en aquel momento cientos de oportunidades.

Aun así, volví a enamorarme a veces. Dos o tres, que ahora recuerde, aunque por muy poco tiempo. Yo mismo ponía tierra por medio en cuanto me daba cuenta. Ya he dicho que no quería repetir viejos errores y menos en aquel tiempo en el que el mundo se me ponía a los pies. Y, con él, todos sus placeres y toda su capacidad de envenenamiento.

Porque era un mundo que te envenenaba. Como una droga muy suave, te envenenaba poco a poco, sin que tú te dieras cuenta. Las oportunidades que te brindaba, el éxito, los halagos, todo te iba haciendo mella hasta que te adormecía. Incluso en mi propio caso, en que estaba prevenido contra ello. Ni que decir tiene en el de Mario, que buscaba todo eso desde que llegó a Madrid.

Mario lo tenía muy claro. Al contrario que el resto de nosotros, él siempre tuvo muy claro que quería triunfar como escritor y a ese objetivo se dedicó desde que llegó a Madrid, cosa que hizo a la par que yo, cuando empezó a estudiar periodismo. Porque la intención de Mario era compaginar el periodismo con la literatura. A despecho de lo que dijo algún famoso escritor que consideraba a aquél el principal enemigo de ésta, Mario pensaba compaginarlos, puesto que eran sus dos mayores pasiones. Y lo hizo, en efecto, en algún tiempo, hasta que la literatura se le impuso en exclusiva tras el éxito que alcanzó con su primera novela.

Yo lo viví desde fuera. Fue en la época en que ambos andábamos distanciados, él dedicado ya al periodismo y yo alejado de mis amigos. De él incluso hacía ya años. Concretamente desde que, tras varios de vivir juntos, se fue a vivir con María, a la que conoció en El Junco una noche y que lo apartó de todos nosotros (¿o fue él el que decidió apartarse?). El caso es que cuando, al fin, publicó su primera novela (gracias al premio que ganó con ella), el éxito que aquélla obtuvo, y, con ella, el propio Mario, lo acabó separando aún más, como a mí me sucedió en menor medida cuando me pasó lo mismo, y eso que para entonces ya había roto con María y había vuelto a frecuentar a los amigos de los viejos tiempos.

Pero entonces era yo el que no los frecuentaba. O el que los frecuentaba poco. Así que el éxito de su novela, que nos cogió a todos por sorpresa, yo lo viví desde lejos, casi como si fuera un suceso que poco o nada tenía que ver conmigo.

Pero ahora nuestros pasos se volvían a juntar. Como si fuera el destino el que lo decidía así, nuestros pasos se volvían a juntar, aunque ahora en condiciones muy diferentes a las de antaño: él convertido ya en un escritor famoso y yo en un pintor de éxito. El caso es que uno y otro habíamos triunfado en nuestras respectivas profesiones o pasiones y eso nos volvía a juntar como cuando la juventud lo hizo, hacía ya muchos años, en aquellos pisos comunitarios y en aquellos bares de los setenta que no cerraban hasta el amanecer. El problema era que ahora ni él ni yo éramos ya aquellos jóvenes. Y que, entre tanto, habían pasado muchas cosas, unas mejores que otras, pero que habían dejado su huella. Sobre todo, aquella larga separación que él había mantenido de manera voluntaria con el resto de los amigos.