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Pero a Mario todo aquello parecía no importarle lo más mínimo. Como si todo fuera normal, como si el largo tiempo de ausencia que había quedado detrás no tuviera que ser justificado por ninguno, Mario comenzó a buscarme y a tratarme nuevamente como si nada hubiese ocurrido; como si todo aquel tiempo que habíamos estado sin vernos se borrase de repente por el simple hecho de que ambos habíamos triunfado en nuestras respectivas actividades. Nuestros caminos son paralelos, me dijo un día en el bar del Círculo, en el que se reunía ahora con algunos amigos escritores por las noches.

Lo dijo y lo creía, seguramente, de verdad. Como creía también que el éxito era algo efímero y que, precisamente por eso, teníamos que cuidarlo; lo cual era comprensible en él, teniendo en cuenta su biografía. Durante toda su vida, lo había buscado con gran tesón, durante años y años se había entregado en cuerpo y alma a su consecución y, ahora que lo había alcanzado, era lógico que quisiera conservarlo. Por eso estaba acabando un libro de cuentos, a la vez que pergeñaba la que sería su segunda novela, y por eso, cuando salía, acudía a los lugares en los que se alimentaban los prestigios y las glorias literarias y artísticas del momento: el Café Hispano, el Cock, el Chicote, el Círculo de Bellas Artes… Aunque, de vez en cuando, también, quizá para no caer en el mismo error que cometió cuando conoció a María, volvía por los locales en que sabía que estaríamos los amigos de la juventud.

Porque yo seguía siendo fiel a esos amigos. Aun a pesar de algún desencuentro, como el de Cuesta, y de que las circunstancias habían cambiado mi vida, yo seguía siendo fiel a esos amigos, incluso en contra de mis intereses. Quizá porque ya intuía que eran mi único anclaje a la realidad.

Sobre todo, seguía viendo a Suso. En el Lion d'Or, por las tardes, o en La Vía Láctea, por las noches, Suso seguía, como siempre, renegando de todo y de casi todos, pero se había vuelto mucho más cínico. Ya no aspiraba a cambiar el mundo, como antes, y mucho menos con la literatura. Como les pasaba a Cuesta y a algunos otros de los del viejo Limbo (que ahora vagaban por la ciudad sin encontrar un sitio en que refugiarse), lo que le ocurría a Suso es que le daba lo mismo todo, aunque participara de cuando en cuando en las discusiones que Mario y yo manteníamos cada vez que nos encontrábamos. Y que volvían a ocuparnos noches y noches enteras, como en los tiempos de nuestra juventud.

Aunque ya no se centraban, como entonces, en la literatura y el arte como tales. Al contrario, derivaban casi siempre hacia otros temas, la mayoría de ellos relacionados con la actualidad de aquéllos. Lo cual a Suso le molestaba, porque consideraba que malgastábamos nuestro tiempo. Para Suso, todo lo que no tuviera que ver con la creación en sentido estricto era una pérdida de energías o, peor, una actitud impropia de nuestra inteligencia. Algo que Mario y yo compartíamos, pese a que volviéramos a caer una y otra vez en el mismo error. Y es que ése era ya nuestro verdadero mundo, pese a que nos molestara reconocerlo.

Por eso, y por otras causas, discutíamos cada poco (entre nosotros dos y con Suso), aunque en seguida nos reconciliáramos, y por eso nos fuimos distanciando nuevamente, aunque siguiéramos quedando de tarde en tarde en el Bogotá (a comer bajo aquel cuadro que a los tres nos tenía fascinados desde siempre: el de la vaca y el lago idílico) o en los sofás del Café Gijón, al lado del cerillero y entre los camareros que seguían, como siempre, llevando el café en bandeja a escritores y a pintores muy famosos, la mayoría de los cuales ya eran sombras de su propia decadencia.

VI

– Miradlos: los triunfadores -decía Suso, con su carga de ácido habitual.

Se refería a un grupo concreto, el que se reunía en el velador del fondo y cuya media de edad sobrepasaba ya los setenta años, pero, a través de ellos, a todos los que a esa hora se hallaban en el café. La mayoría eran conocidos o lo habían sido en sus buenos tiempos.

– Eso es el éxito -decía Suso, con ironía, señalando sus caras de aburrimiento.

Mario y yo le escuchábamos sin decir nada. Los dos nos sabíamos señalados tácitamente por sus palabras, pero ni Mario ni yo nos dábamos por aludidos. ¿Qué teníamos que ver nosotros con aquellos dinosaurios que ocupaban las mesas del Gijón a aquella hora?

Pero, en el fondo, nos molestaba la comparación de Suso. A mí, al menos, me dolía, porque sabía que detrás de ella Suso lanzaba mensajes dirigidos a mi persona. De Mario, Suso ya no esperaba gran cosa, pues le consideraba irrecuperable, decía, desde hacía mucho.

Pero de mí seguía esperando, según parece, una reacción. Aunque nunca me lo dijo claramente, de mí esperaba, según parece, una reacción que me llevara a cambiar de rumbo y a volver a ser el de siempre.

Sin embargo, yo no había cambiado tanto. O, por lo menos, yo no era consciente de ello. Al revés, me parecía que el que más había cambiado de todos era justamente Suso, aunque él no se diera cuenta. Suso pensaba, como otros muchos, que, como seguía llevando la misma vida de siempre, seguía siendo el mismo de cuando llegó a Madrid.

Pero nada más lejos de la realidad. Como toda la gente de aquel tiempo, Suso había cambiado mucho, aunque él nunca lo reconocería. Y menos a mí o a Mario. Aunque no nos envidiaba como otros, Suso consideraba que nuestros éxitos, al margen de merecidos o inmerecidos, nos habían cambiado para peor. Por eso nunca podría reconocer que la transformación de la que nos acusaba era mayor en él que en nosotros mismos y eso a pesar de no haber publicado todavía nada. Aún peor: sin haber escrito nada, al menos que se supiera.

No es que lo compare ahora con aquellos personajes que conocí al llegar a Madrid, cuando todavía creía que todo el mundo sabía mucho más que yo de todo. Personajes como Tano, que presumía de ser amigo de todos los escritores famosos de aquella época, pese a que no conocía a ninguno, o como Agustín Jiménez, que dirigía una tertulia de actores en el Gijón sin haber estrenado una sola obra. Suso era un caso aparte. Suso sabía de lo que hablaba, aunque no lo avalara con su trabajo. Ni falta que le hacía, decía él. En eso, Suso se parecía al dueño de Toby, aquel perro de la plaza de la Villa de París que, según me contó el de Sam, que lo había sufrido, no había existido nunca, lo que no le impedía al dueño darles lecciones de perros a los demás, demostrando de ese modo que Madrid estaba llena de farsantes.

Pero, últimamente, Suso se había vuelto más cínico. Aun cuando conservaba el humor de siempre y aquella ironía suya característica, Suso se había vuelto más cínico y, por lo tanto, más corrosivo. Quizá era fruto de la edad. Quizá era el paso del tiempo, que le había ido amargando el carácter, como a tantos. El caso era que, con los años, Suso se había vuelto más cínico y más ácido a la vez.

Con Mario, por ejemplo, era implacable. Quizá, en el fondo, subyacía el hecho de que los dos se dedicaban al mismo oficio, en la teoría al menos, cosa que conmigo no sucedía. Fuese ése o no el motivo, el caso es que Suso y Mario siempre tuvieron una relación difícil. Relación que se complicó tras el éxito de éste, lo que me obligaba a mí a mediar continuamente entre ellos para que nuestra amistad siguiera siendo posible.

Pero nuestra relación ya no era la de antes. Por más que todos quisiéramos, por más que disimuláramos y aparentáramos lo contrario, la vida había dejado sus huellas y eso se manifestaba ahora continuamente y en mil detalles. Era lógico, por otra parte. Cada uno de nosotros había seguido un camino, cada uno tenía ya nuevos amigos y relaciones y cada uno era ya distinto a cuando nos conocimos por los setenta. Así que era imposible tener la misma amistad de entonces. Del mismo modo en el que lo era compartir nuestros deseos e ilusiones, porque éstos eran también distintos. No eran los mismos deseos los de Suso que los míos. Ni los míos eran los mismos, ni mucho menos, que los de Mario. Aunque éste así lo creyera, como me dijo aquel día en el bar del Círculo.

Así que lo único que nos unía a los tres eran ya nuestros recuerdos. Aquella vida en común que llevamos en un tiempo, pero que definitivamente formaba parte ya de nuestra memoria. De hecho, cuando quedábamos, la mayoría del tiempo lo pasábamos recordando anécdotas de entonces, como si fuéramos ya tres viejos hablando de su pasado.

Lo que ocurría era, en realidad, que aquéllas eran ya lo único que nos unía. Por encima de ilusiones y deseos, más allá de nuestras vidas en común, lo único que nos unía eran ya aquellas anécdotas que Mario tanto gustaba de recordar, seguramente para no tener que hablar de otras cosas. Porque hablar de otras cosas suponía enfrentarnos a la realidad. Y la realidad era que los tres ya no teníamos nada en común, salvo los recuerdos. Si acaso algún resquemor y el rescoldo de un cariño que quedaba, a pesar de ello, de los viejos tiempos.

Pero eso no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por más que lo pretendiéramos, por más que los tres quisiéramos creer que era suficiente, aquello no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por eso se fue apagando como si fuera un fuego sin leña y por eso, poco a poco, volvimos a distanciarnos como nos sucedió a mediados de los ochenta, sólo que ahora sabiendo ya que era de forma definitiva.

Yo así, al menos, lo intuí desde el principio. Desde el primer momento entendí que aquel distanciamiento paulatino y progresivo (que se haría más claro en Mario) no iba a ser igual que aquel que, hacia mediados de los ochenta, nos separó por algunos años. Entonces, los tres contábamos con que el tiempo volviera, como hizo, a acercarnos nuevamente. Ahora, en cambio, camino de los cuarenta, los tres sabíamos ya que la vida no tenía vuelta atrás y que los viejos tiempos no volverían, por más que así lo quisiéramos.