Pero a mí aquello me entristecía. Aunque como pintor vivía mi mejor momento (al menos, eso decía la gente), me entristecía advertir que el tiempo lo había minado todo y que ya nadie era el que era. Ni Suso, siempre tan fiel a sí mismo, ni Mario, trastornado por el éxito y la fama, ni yo, que volvía a encontrarme, como cuando me separé de Eva, perdido y solo en mitad del mundo. De ahí (lo comprendo ahora, que no entonces, por más que lo creyera) aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos que pintaba en aquella época y que tanto éxito tenían entre los críticos y entre los compradores de arte de la galería.
A ellos les importaba muy poco la razón de aquellos motivos. Ellos lo único que veían era la composición formal de la obra y los colores y los matices de cada una de las pinceladas. Pero les interesaba poco saber el porqué de aquélla o el de la fuerza o la debilidad de éstas, que era lo verdaderamente importante. Porque en aquellos frutos y en sus colores y en cada trazo de los pinceles sobre la tela estaba el alma del pintor que los pintaba para ellos, pero en primer lugar para él mismo.
Por eso, vistos ahora a través del tiempo (en los tres o cuatro cuadros que conservo de aquel tiempo y que tú verás un día), aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos se me presentan no como caprichosos, como motivos elegidos al azar en función de quién sabe qué proyectos o qué idea, sino como la traducción pictórica del sentimiento de desconcierto que entonces ya me embargaba. Porque, a medida que mi éxito iba en aumento, a medida que mi fama acentuaba mi cotización, yo me sentía más solo, pese a estar rodeado de personas todo el tiempo.
La razón es que no era la gente que yo quería. La gente que yo quería ya no seguía a mi lado y a la que lo estaba ahora ni siquiera la había elegido yo. Eran amigos de oportunidad. La mayoría pintores o gente del mundo artístico a los que lo único que me unía era el éxito común o la ambición. Pero uno llega a engañarse. Uno llega, en esos casos, a creer que de verdad él ha elegido a esa gente, como ha elegido otras muchas cosas, para no tener que reconocer que le han venido dadas por las circunstancias. Yo, de hecho, me engañé bastante tiempo (pese a que, a decir verdad, siempre intuí que era así) y, durante todo ese tiempo, viví una vida artificial, lejos de la que quería.
Por eso me sentía solo. Por eso y por la nostalgia. Aunque de cara a la gente aparentaba que era feliz, más que nada por no defraudar a aquellos que creían de verdad que sí lo era, comenzando por mi madre y mis hermanos, aborrecía mi nueva vida y a la gente que me rodeaba ahora. La mayoría eran personas sin interés, gente absurda y llena de ambición que no tenía otro objetivo que el de seguir ascendiendo en el escalafón social o -los más conservadores- mantener el ya conseguido.
Era como una carrera en la que todos participaban de buena gana; una especie de carrera en la que lo de menos era la obra de cada uno, puesto que lo sustancial era saber venderla y venderse. Cosa que parece fácil, pero que no lo es, en absoluto, salvo que uno lo haya aprendido desde pequeño, cosa que no era mi caso. A mí nadie me había enseñado a venderme; al contrario, mis padres y mis abuelos me habían educado en la discreción y ésta era una moneda en desuso desde ya hacía tiempo en aquel mundo. Una moneda en desuso que ya nadie conocía y valoraba y que, incluso, se consideraba un obstáculo para la supervivencia misma. Al menos, a corto plazo. Y a largo plazo nadie pensaba, puesto que nadie quería otra cosa que el éxito, mejor cuanto más sonoro.
El mío lo era, sin duda alguna, pero a mí me importaba poco. Últimamente, incluso, comenzaba a incomodarme y a angustiarme. Ya ni siquiera podía pintar tranquilo, ni estar a solas cuando lo deseaba. Continuamente me interrumpían, bien por teléfono, bien presentándose por las buenas en mi casa a cualquier hora, sin importar lo que estuviera haciendo. Y lo mismo me pasaba por la calle. Cualquiera se te acercaba y se ponía a darte consejos, como si todos tuvieran derecho a ello. Incluso se metían en mi vida privada sin complejos, pretendiendo decirme hasta lo que tenía que hacer y no.
Pero, a la vez, me sentía solo. Aunque tenía nuevos amigos (alguno, incluso, lo sigue siendo) y aunque de cuando en cuando veía también a los viejos, cada vez me sentía más solo, pese a que físicamente no lo estuviera casi en ningún momento. Ni siquiera en mi casa, donde continuamente tenía instalado a algún amigo de ocasión o a mi acompañante sentimental en aquel momento.
No hablo de esa soledad de quien se encuentra solo en mitad de la muchedumbre. Hablo de la soledad que implica, además de eso, el extrañamiento, esto es, la sensación de que nada de lo que te rodea tiene realmente que ver contigo. Cosa que sólo te pasa cuando eres centro de algo o cuando menos protagonista. Y yo lo era en aquella época. Como antes lo habían sido otros pintores y como después de mí lo serán sin duda otros, yo era protagonista de aquello que tanto me perturbaba, hasta el punto de que a veces envidiaba a mis amigos por seguir viviendo como yo antes.
Pero ¿cómo explicarles eso a quienes deseaban estar en mi situación? ¿Cómo explicarles a tus amigos, los de verdad, los de siempre, y aun a tu propia familia, que presumía de ti (ahora, que ya eras famoso), que, en el fondo de tu alma, tú les envidiabas a ellos por seguir viviendo como siempre? Y, sobre todo, ¿cómo explicarles a los demás, a los coleccionistas y compradores, a los amigos y a los enemigos, pero sobre todo a aquellos que vivían directa o indirectamente de ti, que estabas harto de todo aquello y que lo que tú querías era regresar al limbo, ahora que, según todos, habías alcanzado el cielo?
VII
El cielo.
Cuántas veces, en el tiempo del que hablo, lo miré desde mi balcón recordando los días en que lo hacía, a solas o junto a Suso, intentando descifrar qué había tras él.
Pero ahora lo veía de manera muy distinta a la de entonces. Ahora no lo veía como aquel lienzo que un gran pintor invisible dibujaba cada día y cada noche para mí, sino como una frontera entre el mundo de los sueños y el real. Esos dos mundos que yo pretendí juntar en un tiempo, aunque pronto me di cuenta de que era imposible hacerlo.
Me empecé a dar cuenta de ello cuando comencé a pintarlo. Me refiero al cielo, claro, cuya perfección buscaba, pero con el que nunca me había atrevido hasta aquella época. En todo el tiempo anterior, aparecía poco en mis cuadros y, cuando aparecía, era una impresión borrosa; una especie de dudosa transparencia que no interfería apenas en la composición pictórica. Ahora, en cambio, su presencia era más fuerte. Tanto casi como la de los objetos. En realidad era el espejo de éstos, cuyas formas y colores lo influían aunque no llegaran a reflejarse del todo en él.
¿Por qué aparecía ahora, de pronto, en un primer plano? ¿Por qué de repente algo que hasta entonces no existía o existía solamente como algo secundario y adjetivo comenzaba a cobrar tanta importancia que a mí mismo me llamaba la atención? Porque, de la misma forma en que los tentáculos habían dejado su sitio a las bayas silvestres y a las frutas en el centro de mis composiciones, las perspectivas interminables y las habitaciones muertas que dominaron aquéllas durante años dejaban su sitio ahora a unos cielos cuya condición de espejos les hacía todavía más presentes y objetivos. Porque eran cielos muy dibujados. Eran cielos coloristas y muy físicos y, por lo tanto, nada adjetivos, a pesar de su condición. Al contrario, dominaban toda la escena, que envolvían a la vez que reflejaban, como esos cielos de atardecer que parecen adueñarse de la tierra en las tardes del verano madrileño.
Como me ha sucedido siempre, cuando reparé en el hecho fue cuando éste era ya más que evidente. Cuando advertí la importancia de las transformaciones que aquellos cielos introducían en la composición y en la idea de mi pintura fue cuando comencé a pensar en ellas y en las razones de su imposición. Porque, como me había pasado años atrás con las hojas o con los frutos y con las perspectivas, aquellos cielos se me imponían más que pintarlos yo voluntariamente. Yo lo que decidía era la composición central de la obra, esto es, la más visible, pero, al final, resulta que lo adjetivo, lo que en principio tenía que ser secundario, se convertía, sin que yo lo pretendiera, en el corazón del cuadro.
Confieso ahora que, cuando eso me sucedía, aunque me hizo pensar en ello, no me importó tanto como después. Quiero decir que en aquella época yo estaba tan centrado -o descentrado- en otras cosas que, si bien me daba cuenta de aquellas transformaciones, no les prestaba tanta atención como ahora les presto. Seguramente es que las circunstancias no me permitían hacer otra cosa entonces. Seguramente es que, en aquella época, todo era tan confuso en torno a mí que no podía pensar ni pintar con calma. Por eso, aunque veía los cambios que en mi pintura se producían últimamente, yo no podía influir en ellos porque no tenía tiempo siquiera de analizarlos.
Y lo mismo me pasaba con mi vida. Por más que mi pretensión fuera la de seguir igual, por más que me resistiera a cambiar de hábitos y costumbres, por más que yo rechazara convertirme en el hombre que no era, mi vida había cambiado más de lo que yo creía. Y no me refiero tanto a sus aspectos más anecdóticos, tales como mis costumbres o a mi forma de vestir y de actuar, como a mi relación con mi propia obra.