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Porque, por vez primera en mi vida, comencé a dudar del sentido de ésta. Quiero decir que comencé a dudar del sentido que mi obra tenía para mí, al ver el grado de obligación que de repente se establecía en mi relación con ella.

Era normal que me sucediera. Durante toda mi vida, la pintura había sido para mí, además de una pasión, una pulsión gratuita (la de la búsqueda total de la belleza), y ahora se había convertido en algo útil y obligatorio o, cuando menos, inducido y forzado desde fuera. Por vez primera en mi vida, descontadas las escasas ocasiones en las que alguien me había encargado un cuadro, sabía que detrás de mí había gente esperando a que acabara cada uno de mis cuadros y dibujos; unos para venderlos, otros para comprarlos y otros para analizarlos como si fueran piezas de un gran rompecabezas que yo iba entregando poco a poco y de una en una. Y eso que, por una parte, me confortaba y me daba ánimos (por primera vez también, sabía que no tendría que esperar a que la gente pudiera ver lo que hacía), por otra me hacía dudar de si no estaría cayendo justo en lo que más odiaba: en la profesionalización de la que tanto había huido.

Comencé a pensarlo una noche en la que, sin poder dormir (como de costumbre en aquella época, había bebido mucho), me levanté y me fui al salón, donde me esperaba el cuadro que pintaba desde hacía varios días con sus noches. Era un cuadro muy sencillo; una composición que mostraba, como todas las que hacía en aquel tiempo, un bodegón irreal en el que varias frutas y frutos, granadas principalmente, se alineaban en un plano que quería ser una mesa, pero que, de momento al menos, no era más que un leve apunte. Alrededor, un papel les servía de envoltorio y de soporte y, al fondo, el cielo, muy dibujado, tenía los mismos colores y brillos que las granadas: granate fuerte por dentro y ocre terroso por fuera. Me quedé mirándolo un rato y de repente empecé a pensar en cuál sería la razón que me había llevado a pintar aquello. Es decir: por qué tenía que pintarlo, cuando perfectamente podía no hacerlo y el cuadro no llegar a serlo nunca, como sucede con esos niños que nunca llegan a nacer porque nadie los desea hasta ese punto.

Ahí estaba la pregunta: ¿realmente necesitaba yo aquella obra? ¿De verdad quería pintarla o se trataba más de la simple inercia de un ejercicio pictórico que se había convertido para mí ya en un oficio o, peor aún que esto, de la obligación que yo me imponía de entregar cada poco al mercado una obra nueva, no tanto porque necesitara hacerla como porque éste me la pedía?

Durante toda la noche, me quedé pensando en ello. Mientras fumaba en silencio sentado en un butacón, miraba y miraba el cuadro intentando descubrir cuál sería la razón que me había llevado a hacerlo. Pero no se la encontré. Por más que pensaba en ello, no pude hallar el motivo que me llevó a pintar aquel cuadro y que durante varios días me hacía volver a él, como no fuera la simple inercia. No la necesidad de pintarlo.

Al margen de todo ello, el cuadro no estaba mal. Al revés, participaba de aquel misterio sutil que mi pintura había adquirido y, técnicamente al menos, estaba muy bien resuelto; las perspectivas se deshacían sin romper el equilibrio ni el misterio contra el cielo, las granadas se apoyaban en la mesa como si de verdad pesaran y el conjunto proyectaba una impresión de serenidad que contagiaba a toda la obra. Entonces…, ¿por qué no terminaba de gustarme? O, mejor: ¿por qué me preocupaba no conocer la razón que me había llevado a pintarla, si, al fin y al cabo, era la misma de siempre?

Esto era lo peor. Que, si aquel cuadro no tenía razón de ser, sí no era más que un fruto del capricho personal o del azar, o, peor aún que eso, de la obligación que yo me imponía de pintar cada poco un nuevo cuadro, lo mismo podría pensar de todos los que había hecho en aquellos años. Todos eran parecidos, todos participaban del mismo estilo y la misma idea y todos, en fin, tenían la misma atmósfera misteriosa que los críticos tanto alababan y que a mí, en cambio, me planteaba cada vez mayores dudas y sospechas. Aunque, por supuesto, no se lo confesara a nadie. Ni siquiera a Suso, que, a esas alturas, debía de estar tan desconcertado como todos los demás por mis continuos cambios de estilo.

Me levanté y me asomé al balcón. Era una noche de primavera. Hacía frío todavía, pero el aire ya tenía ese aroma inconfundible que le presta la primera flor del año. La calle estaba desierta (eran las cinco de la madrugada), pero, en la plaza, entre los cipreses, se veía la silueta de mi amigo el vagabundo, que, como yo desde hacía ya rato, fumaba a solas en su banco. Tras él, las líneas de la ciudad (las de los edificios de la Gran Vía, pero también los de Recoletos, entre las que destacaba, hacia la Cibeles, el de la Caja Postal de Ahorros, en cuya gigantesca hucha de neón caía continuamente una moneda) dibujaban el perfil de un cielo oscuro, pero lleno de destellos y de brillos. Eran las luces de la ciudad, que dormía ajena a ellas y a la mirada de quienes, como el vagabundo y yo (o como el conductor del coche que ahora cruzaba la esquina), permanecíamos insomnes y despiertos entre tanto. ¿Qué nos unía a los tres? ¿Qué me unía a mí al vagabundo y al conductor de ese coche que ahora cruzaba la esquina, seguramente de vuelta a casa después de una noche en blanco? Y, sobre todo, ¿qué nos unía a los tres con aquella gente que dormía en torno a nosotros ajena a nuestras miradas?

Sin duda, la soledad. Porque los tres, cada uno a nuestra manera, estábamos solos en aquel momento. Una soledad nocturna que, en el caso del vagabundo, debía de ser total (por eso vivía como vivía) y, en el del conductor del coche, quizá fuera pasajera y momentánea (hasta que llegara a casa), pero que, en el mío, ni siquiera tenía un motivo. Al contrario que ellos, yo tenía compañía aquella noche, como la mayoría. Entonces, ¿por qué me sentía tan solo?

Volví a contemplar el cuadro. Desde el fondo de la casa me llegaba el rumor de la nevera, que ya era muy antigua, y de la respiración de Carla, la chica de cuyo abrazo acababa de escapar y al que no me apetecía regresar, al menos por el momento. Me apetecía seguir a solas, contemplando aquel cuadro cuyo cielo me atraía tanto desde hacía rato.

Me sorprendió el amanecer contemplándolo. El frío de la mañana, que me cogió por sorpresa a pesar de conocerlo ya de sobra, me hizo volver a la realidad después de toda la noche dándole vueltas a aquella obra. Dándole vueltas sin hacer nada. Porque en toda la noche ni siquiera me acerqué a ella, ni para ver de cerca un detalle. Era como si me diera miedo enfrentarme al vacío que sentía había detrás de ella y que tenía que ver con el mío propio. Aquel vacío infinito que crecía día a día en mi interior y que se correspondía con el del cuadro que ahora tenía frente a mis ojos. ¿Vendría de él su melancolía? ¿Sería ésa su razón de ser? ¿Sería el vacío la explicación de que el cielo lo ocupara casi entero y de que fuera idéntico al que amanecía en aquel momento sobre Madrid?

VIII

Por la mañana, volví a mirarlo. Desde el balcón y en el propio cuadro. Los dos habían cambiado, como si éste fuera un espejo del de verdad.

Carla se había ido temprano (me despidió con un beso al que yo respondí entre sueños) y la casa estaba en silencio. Como de costumbre hacía, había desconectado el teléfono para poder dormir sin problemas hasta que me despertara. Últimamente, solía hacerlo muy tarde. Y con resaca, la mayoría de las veces. Día sí y día también, acababa la noche en alguna fiesta o en cualquiera de los bares que entonces eran obligatorios. Y bebía, cómo no. Siempre había bebido mucho (era la moda en aquellos años), pero en los últimos tiempos bebía cada vez más. Y fumaba. Tabaco o lo que cayera. Era también la moda y mi obligación, si quería estar a la altura de mi imagen como artista.

Pero ahora me arrepentía de haber bebido y fumado tanto. Como la mayoría de los días, me arrepentía de haber bebido y fumado tanto y de haber perdido la noche prolongándola de bar en bar, primero, y acostándome luego con una chica a la que sólo me unía el deseo; ni el más mínimo interés sentimental o personal. Estaba ya acostumbrado. Casi como por inercia, acababa haciéndolo cada noche y luego me lamentaba, pese a que al día siguiente volviera a hacer lo mismo que el anterior. Llevaba así mucho tiempo.

Aquel día, sin embargo, mi arrepentimiento era mucho más que eso. La resaca era la misma y la sensación de hastío igual que la de otras veces, pero mi arrepentimiento era mucho más que eso. Otros días, al despertarme, sentía que aquella vida comenzaba ya a aburrirme y a cansarme, pero nunca, como ahora, con aquella intensidad. La razón estaba sin duda en el descubrimiento que aquella noche había hecho mientras contemplaba el cuadro que ahora volvía a tener enfrente: el vacío que había en él era el mismo que sentía dentro de mí en aquel momento.

El descubrimiento que eso supuso me costó asimilarlo aún mucho. Como siempre me sucede, entre que descubro algo y lo asumo de verdad, ha de pasar algún tiempo, que varía según su trascendencia y según mis circunstancias personales en el momento. Y las que estaba viviendo entonces no eran, sin duda, las más propicias para aceptar aquél con normalidad. Como pintor vivía mi mejor época, en lo económico las cosas me iban cada vez mejor (ya ni siquiera debía dinero a la galería) y el futuro se me presentaba espléndido, por lo menos en lo material. Así que no era el mejor momento para aceptar que el vacío que sentía fuera algo más que una sensación.

Pero lo era, vaya que si lo era. Aunque intenté borrarlo de mi memoria y aunque nunca lo comenté con nadie (¿con quién podría haberlo hecho, pienso ahora, al recordar aquello?), aquella sensación me perseguía, sobre todo por las noches, cuando me quedaba solo. Durante el día, estaba tan ocupado, siempre rodeado de gente o entregado a mi trabajo de pintor, que no tenía tiempo de sentir nada. Pero, de noche, cuando volvía a casa de madrugada o cuando, sin salir de ella, daba por concluido el trabajo, sentía que un gran vacío se abría en mi corazón. Daba igual que estuviera acompañado. El vacío que sentía era tan fuerte que me hacía sentirme solo a pesar de ello.