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En realidad, aquel sentimiento no era nuevo para mí. En mis primeros años en Madrid ya había sentido aquella zozobra que de pronto me asaltaba en plena noche sin que hubiera un motivo concreto para ello. Pero fueron ocasiones muy puntuales. Y pasajeras, como los sueños. Ahora, en cambio, aquella sensación era más fuerte y, sobre todo, se repetía con más frecuencia. Recordé la frase de un escritor cuya entrevista me impresionó cuando la leí (acababa de llegar yo a la ciudad y él era el más conocido del país en aquella época): «El éxito está vacío», pero también mis propias palabras, aquellas que repetía a menudo, convencido de su capacidad de seducción: «Vivir solo no es tan fácil. Por la mañana, es verdad, te das cuenta de la libertad que tienes, pero de noche, a veces, la libertad se te cae encima».

El problema era que aquello cada vez lo repetía más. Y que no lo hacía, como antes, para impresionar a la mujer que me gustaba o que quería conquistar, sino que la repetía casi con miedo, temeroso de que no surtiera efecto. Cada vez me daba más miedo quedarme solo en la noche y enfrentarme a aquel vacío que solía llegar con ella.

Por eso, de un tiempo a acá, retrasaba en lo posible el momento de volver a casa y, cuando por fin lo hacía, solía hacerlo borracho. Daba igual que lo hiciera acompañado o que lo estuviera ya antes de salir de aquélla. Solía llegar borracho o, por lo menos, con unas cuantas copas. Lo cual, lejos de hacerme más llevadera la noche o de contribuir a la excitación que se suponía me había empujado a entablar una nueva relación sentimental, acentuaba más aún aquel vacío y hacía de ésta, algunas veces, un verdadero suplicio.

Y es que el alcohol ya no me confortaba. Al contrario que cuando era más joven, el alcohol ya no me imbuía de optimismo y de entusiasmo, sino que me producía una gran tristeza. Aunque por fuera no lo pareciera. Aunque mis amigos no se dieran cuenta. Yo, por supuesto, no se lo iba a contar, entre otras cosas, para no parecer más frágil.

Pero lo era. Tanto como cualquier otro. Aunque tenía fama de fuerte y de estar muy seguro de mí mismo, especialmente en mi trabajo, yo era tan frágil como cualquiera, pese a que lo disimulara. Aunque mi debilidad tenía otras causas. Mi debilidad no venía del miedo, ni siquiera del temor a un futuro imprevisible e indescifrable en aquel tiempo, sino de la eterna lucha que mantenía entre el deseo de libertad y de compañía, entre las ganas de ser famoso y desconocido, entre el deseo de proseguir con aquella vida y el de abandonarlo todo para volver a ser el que era. Esa lucha que libraba hacía ya años y que cada vez me costaba más esfuerzo seguir librando cada día.

Ésa era la razón del vacío que sentía ya hacía tiempo. Ésa y no otra era la explicación a la zozobra que me embargaba desde hacía meses y que acentuaba aún más el alcohol, sobre todo mezclado con el hachís. Porque, como me sucedía con aquél, los porros ya no me daban la brillantez y la placidez que me daban antes. Hablo de cuando fumaba, no para apaciguar mi vacío y mis miedos nocturnos como ahora, sino para sentir más, para estar más receptivo y abierto a las sensaciones. Por eso, aquéllos iban en aumento, como si fueran manchas de soledad, y por eso, muchas noches, se convertían en pesadillas cuando me quedaba solo o, cuando después de hacer el amor con quien estuviera, me quedaba horas y horas mirando al techo, mientras mi acompañante dormía sin darse cuenta a mi lado.

Solamente me calmaba la pintura. Solamente mi trabajo podía llenar el vacío que crecía poco a poco en mi interior y que amenazaba ya últimamente con convertirse en una obsesión. Pero ni siquiera entonces podía pintar a gusto. Continuamente asediado y exigido por la gente, ya fuera ésta la de la galería, que definitivamente había puesto todas sus esperanzas en mí, ya fueran los periodistas, que siempre buscaban algo con que llenar sus informaciones, apenas podía pintar tranquilo, al ritmo en que yo quería y de la forma en la que me gustaba. Esto es: demorándome sin prisa en cada obra y buscando en cada una una emoción diferente.

Y es que todos tenían mucha prisa. La galería, por ejemplo, no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie, y mucho menos para explicaciones. Atrapada por las modas y el éxito comercial, urgida por el momento y por las exigencias de sus clientes, la galería no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie y te urgía continuamente a que apuraras tu producción. Daban igual tu estilo y tus objetivos. Daba lo mismo lo que a ti te interesara o preocupara en ese momento. Continuamente te metía prisa, cada vez de una manera, cada vez con un motivo o con una excusa distinta, para que no perdieras el puesto de privilegio que, según toda la gente, habías alcanzado en el panorama artístico nacional. Y eso sólo se lograba, al parecer, estando siempre en primera línea, renovando cada poco tu estilo y tu inspiración (eso sí, sin grandes cambios, no fuera a pasar que éstos se te volvieran de pronto en contra) y, por supuesto, estando presente en todos aquellos actos en los que comparecían los escritores y los artistas más importantes de aquel momento.

Yo lo hacía algunas veces, aunque no tanto como quería Corine. A Corine le hubiese gustado una mayor presencia mía en aquéllos, al tiempo que una mayor producción pictórica. Lo cual, aparte de contradictorio (si me dedicaba a asistir a fiestas, ¿cuándo iba a tener tiempo de pintar?), indicaba la idea que ella tenía de la pintura, por mucho que presumiera de lo contrario. Y lo mismo pasaba con sus clientes, preocupados solamente por invertir bien su dinero negro, y con los periodistas, cuyo trabajo consiste precisamente en exprimirte como a un limón mientras estás de moda y de actualidad. Y, por supuesto, con todas esas personas que, por saber de arte o por pretenderlo, se consideran con el derecho a criticarte y aconsejarte, ya sea en privado, si son amigos, ya sea en público, si son profesionales de la crítica. Entre todos (y entre los que uno no llega, por suerte, a conocer nunca, pero que también te miran y están pendientes continuamente de lo que haces) habían conseguido que empezara a estar harto ya de todo, por más que me conviniera seguir haciendo lo que decían.

Pero una cosa era hacer lo que debía y otra hacerlo contra mi voluntad. Si hasta entonces lo había hecho era porque me convenía, es cierto, pero también porque no me molestaba demasiado. Incluso, durante un tiempo, había estado convencido de que era lo que más me interesaba, pero también lo que quería hacer de verdad. Al fin y al cabo, desde muy joven había soñado con ser pintor y con ser admirado por ello. Pero ahora estaba cansado precisamente de todo eso. Ahora estaba harto de aquella vida que, al parecer, comportaba el éxito y que, lejos de hacerme más feliz, me llenaba de angustia y de miedo por las noches. Aunque la gente no lo supiera y continuara pensando que era el hombre más feliz de la ciudad.

IX

Una de aquellas noches, decidí romper con aquella vida. Lo decidí sin decirlo a nadie, ni siquiera a mis amigos más cercanos, como Suso.

Lo decidí sin hablar con nadie. No lo había hecho hasta aquel momento, mientras maduraba a solas la idea que me rondaba desde hacía tiempo, así que menos lo iba a hacer ahora, cuando ya había tomado la decisión.

En realidad la había tomado hacia ya algunos meses; tras la exposición de Asturias, que organizó el Gobierno del Principado reivindicándome de ese modo para mi tierra (a mí, que nunca había recibido más que críticas de mis paisanos, primero por no ser nadie y luego por lo contrario). Pero me faltaba el paso. Me faltaba convencerme a mí mismo todavía de que lo que había decidido era lo que tenía que hacer. Y es que una cosa es decidir algo y otra muy diferente aceptar la decisión que uno ha tomado.

Eso lo haría una noche, de vuelta a casa, de madrugada. Como las últimas noches, que eran de invierno y bastante frías, solía regresar solo, pues ya no me gustaba compartirlas con cualquiera, como hasta entonces. Prefería acostarme solo y despertarme por la mañana sin tener que mentirle a nadie. Venía de alguna fiesta, ya no recuerdo dónde. Por la calle, sólo había borrachos y barrenderos y algún taxi que pasaba en busca de algún cliente. En la plaza de las Salesas, en cambio, varios mendigos dormían envueltos entre cartones y acurrucados sobre los bancos. Todos salvo el más antiguo. El más antiguo de todos, aquel que llevaba allí viviendo ya varios años, permanecía despierto, como solía, contemplando la noche como una esfinge. Quizá lo era realmente después de tanto tiempo haciéndolo allí solo.

Me acerqué a él, como aquella vez. Aquélla fue él quien me llamó a mí (para pedirme tabaco y fuego) y ahora fui yo el que se los pedí a él. Me había quedado sin cigarrillos. Me lo dio y encendió otro para sí. Era un ducados y estaba fuerte, pero me reconfortó. No tanto por el tabaco como por la oportunidad que me daba de hablar un rato con aquel hombre que una noche, hacía ya años, me había enseñado a mirar y a comprender el cielo de Madrid y al que continuaba viendo todos los días, siempre sentado en el mismo sitio.

El hombre me miró sin decir nada. Me miró y siguió a lo suyo esperando que yo fuera el que empezara alguna conversación. Pero no se me ocurría de qué hablar con él en aquel momento. Estaba a gusto a su lado, a pesar del frío que hacía, pero no se me ocurría de qué hablar con aquel hombre que, mientras tanto, seguía en silencio, como si a él le ocurriera igual.