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Para mí, en cambio, que venía huyendo de Madrid, ésta era un simple brillo en la noche, un resplandor tembloroso, un ruido sordo y lejano que, aunque inaudible desde la sierra, seguía sonando en mis oídos a pesar de los meses que llevaba ya viviendo lejos de ella. Pronto haría un año, aunque me pareciera menos.

III

De lo que allí ocurría, de hecho, apenas sabía ya nada. Solamente las noticias que leía en el periódico (o escuchaba por la radio algunas noches) y las que me traían mis amigos cuando venían a verme de tarde en tarde. Pocos, puesto que pocos eran los que sabían dónde había ido a vivir.

El que más venía era Suso. Vino, primero, por el verano, para ver cómo era el chalet, y volvió luego por el invierno, para ver si seguía vivo, según dijo. Le pareció un buen sitio para pintar, pero demasiado aislado. Él sería incapaz, me dijo, de vivir más de un mes en aquel lugar.

Vino también una vez Corine, la dueña de la galería. Con David, su nuevo amante, mucho más joven que ella. Estuvieron viendo la obra que había pintado en aquellos meses. Era lo único que les interesaba. De hecho, ni siquiera les invité a quedarse, como hacía con todos mis amigos. Con Rosa Ramos, por ejemplo, con la que terminé acostándome el día en que vino a verme.

Nunca lo habría imaginado. La conocía desde hacía años, desde que llegué a Madrid (ella acababa de llegar también por entonces), y durante mucho tiempo compartimos pisos y amigos, además de otras muchas cosas. Principalmente nuestro trabajo, puesto que éramos los dos únicos pintores de aquel grupo. Pero nunca se me pasó por la imaginación siquiera que me llegaría a acostar con ella. Primero, porque, al principio, cuando podía haber ocurrido, los dos teníamos ya pareja y, después, porque los dos nos habíamos hecho ya tan amigos que cualquier otra relación nos habría parecido casi un incesto. Pero, el día en que vino a verme, las circunstancias propiciaron aquel encuentro. Me debió de ver tan solo que quizá se apiadó de mi.

En realidad, era lo único que yo echaba de menos de Madrid: el sexo. En Miraflores, las posibilidades de acceder a él eran tan remotas que ni siquiera me las planteaba. Prefería dejarlo para cuando iba a Madrid, cosa que hacía cada vez menos.

Y es que bajar a Madrid me producía una sensación muy rara. Por una parte, me apetecía, más que nada por ver a los amigos como Suso, pero, por otra, me recordaba la sensación de hastío y de aburrimiento que me había llevado a marcharme. Así que mis visitas solían ser muy rápidas. Pasaba por La Mandrágora para dejar los cuadros que había pintado desde la última, veía a algún amigo y alguna exposición que hubiese en aquel momento y en seguida regresaba a Miraflores, habitualmente en el mismo día. Aunque, a veces, ya al final, me quedaba en casa de alguna amiga que todavía estuviera dispuesta a compartir conmigo su cama y su soledad. María Luisa, por ejemplo, o Bárbara, la francesa.

Pero prefería que fueran ellas las que subieran a verme a mí. Prefería que subieran y se quedaran allí unos días, para no sentirme tan solo como me sentía a veces. Especialmente por las noches, cuando no podía pintar.

Porque, cuando me sentía muy solo, me costaba mucho pintar. Me ponía frente al lienzo, con la música o la radio encendidas como siempre, pero el silencio que había fuera se superponía a ellas. Entonces, yo me asomaba a la galería y miraba los chalets que tenía enfrente, todos cerrados o abandonados como en el resto de las colonias, y me invadía la sensación de estar también cerrado y olvidado para el mundo, como ellos. Y en cierto modo lo estaba. Después de casi un año viviendo en aquel lugar, después de un largo invierno de aislamiento y soledad casi completos (el primero que pasaba de esa forma), después de tanto silencio y de tantas noches pintando, sentía que todo aquello comenzaba ya a pesarme levemente. El entusiasmo de los primeros meses había desaparecido y, en su lugar, quedaba ahora una costumbre que se convertía en rutina, como siempre sucede en esos casos. Por eso, algunas noches, cuando me ponía a pintar, la soledad y el silencio, más que ayudarme a ello, se convertían en dos puñales que se clavaban en mi cabeza.

Esas noches, que al principio fueron pocas, pero que, el segundo invierno, comenzaron ya a repetirse, era cuando echaba en falta la compañía de aquellas mujeres que, cuando vivía en Madrid, estaban siempre dispuestas a compartir conmigo su soledad. Pero ahora lo tenía más difícil para verlas. Sobre el mapa, Miraflores estaba cerca de Madrid, pero sobre el terreno aquella distancia se multiplicaba por cuatro o cinco. Me pasaba a mí mismo, que cada vez me sentía más lejos, cuánto más a mis amigos, que seguían viviendo como yo antes y sólo concebían salir de la ciudad un par de veces, una en invierno, para ver y pisar la nieve, y otra en verano, para pasar un día de campo. Un día de campo que normalmente consistía en comer en cualquier pueblo o restaurante de la sierra, dar un paseo por sus alrededores y volver a Madrid a toda prisa para no verse sorprendidos por el atasco de los domingueros.

Yo pensaba que ahora, con mi presencia en la sierra, esa actitud cambiaría y su tradicional resistencia a dejar Madrid se quebraría y vendrían a verme. Pero ni mucho menos ocurrió de esa manera. Ni siquiera al principio, cuando la novedad de mi decisión podía haberles hecho interesarse un poco, más que por mí, por conocer el sitio en que ahora vivía. La mayoría ni siquiera vinieron a conocerlo, cosa que en un principio no me importó (al contrario, casi hasta lo agradecí), pero que, a medida que fue pasando el tiempo y la soledad empezó a pesarme, lo tomé como una traición. Sobre todo en el caso de aquellos que, como Luca, mientras yo vivía en Madrid, estaban siempre en mi casa. Y lo mismo podía decir de aquellas mujeres que me perseguían a todas horas cuando yo vivía en la ciudad.

Fue irme de Madrid y olvidarse de mí justo al instante. Cierto que algunas de ellas me siguieron llamando durante un tiempo, sin saber que me había ido o sin acabar de creer del todo que fuera cierto, y que a alguna seguí viéndola y tratándola cuando bajaba a Madrid de visita. Pero la mayoría desaparecieron, interesadas más ya por otros. Con mi huida a Miraflores, yo había dado, al parecer, una impresión de debilidad que a mucha gente le decepcionó. Se ha hecho mayor, comentaron, cuando supieron que me había ido.

Como es lógico, a mí me importó muy poco lo que de mí pudiera decir la gente. Nunca me había importado, así que menos me iba a afectar ahora. Estaba ya tan harto de Madrid, estaba tan cansado de la vida que había llevado durante años que me daba lo mismo todo lo que de mí pudiera decir o pensar la gente. Pero ahora, que empezaba a sentirme un poco solo, ahora que algunas noches la soledad comenzaba a pesarme ya hasta el punto de que a veces impedía hasta pintar, necesitaba saber que seguía teniendo amigos, cosa que ya comenzaba a poner en duda. Por eso aquellas visitas que, en los primeros tiempos, me resultaban indiferentes, ahora se habían convertido en una necesidad para mí.

Pero, cuanto más las necesitaba, en menor número se producían. Cuantas más señales enviaba de que cualquier visita sería bien recibida, menos respuestas recibía, de quienes más las esperaba y deseaba por lo menos. Como si de repente me hubiese convertido en un fantasma, en un nombre sin un cuerpo detrás, la gente se empezó a olvidar de mí, como, por otra parte, si soy sincero, yo ya esperaba. Fue cuando comprendí que mi decisión, aquella decisión tan radical que tomé en un momento muy concreto de mi vida, era más dura de lo que yo pensaba y me iba a exigir más fuerzas de las que quizá tenía. Porque aquel retiro en la sierra no era una vuelta al limbo, como creí. Aquel retiro en la sierra, en aquel viejo chalet que se asomaba al puerto de La Morcuera y al Guadarrama, no era un remanso de paz, como también creía al principio (y como seguían pensando quizá algunos de mis amigos, que sólo lo conocían de visita), sino un duro purgatorio personal. Un purgatorio interior seguramente necesario para llegar a alcanzar el cielo, pero que, de momento al menos, se parecía más al infierno que al paraíso, aunque, desde fuera, seguramente, la mayoría de mis amigos lo vieran justo al revés.

IV

Y es que, mientras yo seguía allí solo, mientras yo luchaba a solas contra el frío y los fantasmas por la noche y por el día dormía o paseaba durante horas (desde hacía ya algún tiempo, en compañía de Lutero, el perro que muy pronto será tuyo también), mi nombre seguía sonando y mi popularidad creciendo entre los aficionados a la pintura y al arte de toda España. Ahora, incluso, más que antes, merced al alejamiento en el que vivía y al misterio que me daba, al parecer, mi retiro voluntario en Miraflores.

Es cierto que la distancia contribuye a adornar la imagen y hasta la obra de los que se alejan. A mí me sucedió en aquella época, aunque yo no lo buscara de propósito. Al revés, si algo buscaba era la paz que necesitaba para poder vivir y pintar tranquilo. Después de años viviendo en el centro del volcán de la ciudad, después de años pintando como si fuera la última vez que lo hacía, después, en fin, de todo aquel tiempo en el que mi pintura y mi vida se empujaban una a otra, incluso en sentido opuesto, yo lo que buscaba ahora era la paz de la adolescencia, cuando pintaba sin pensar que alguien iba a analizar lo que pintaba y mucho menos a criticarlo. Algo que deseé cuando no lo tuve, pero que, cuando lo tuve, me comenzó a pesar, como pasa siempre.