Pero, aunque encontré la paz (al menos, el primer año), mi retiro en Miraflores produjo un segundo efecto con el que yo no había contado al irme a vivir allí. Y ese efecto no fue otro que el de darme una aureola de misterio que derivaba precisamente de mi silencio y que fue en aumento con el tiempo, pese a que yo tardé en percibirlo. Porque, encerrado en aquel pueblo de la sierra, sin ver a nadie ni hablar casi con nadie, lo que de mí decía la prensa era algo en lo que yo ni siquiera pensaba entonces. Cierto que algo sabía por mis amigos, los que venían a verme y los que veía yo cuando bajaba a Madrid, pero, por lo general, vivía ajeno por completo a lo que de mí decían los periódicos y las revistas especializadas. Que, por otra parte, siempre necesitan algo que anime un poco sus reportajes. Yo me convertí, por ello, en un pintor especial. No por lo que pintaba, que era lo mismo de siempre (quizá un poco más abstracto últimamente), sino por aquel misterio que, al parecer, le daba a mi obra mi retiro voluntario y mi huida de Madrid. Quien más, quien menos, todos veían en ellos una intención estratégica, si no ideológica y hasta simbólica, que cada uno interpretaba a su voluntad. Según unos, se trataba de una huida hacia delante, hacia la pintura pura que, al parecer, todo artista busca y, según otros, era un retorno al pasado, hacia el arte como expresión primigenia y, por lo tanto, incontaminada. Para unos, mi retiro en Miraflores era un reto personal que yo mismo me había impuesto y que difícilmente podría cumplir (estaba demasiado acostumbrado a la ciudad, consideraban) y, para otros, era un fracaso, una reacción freudiana que delataba, entre otros problemas, mi inconsistencia y mi inmadurez. El caso es que todo el mundo tenía una interpretación que dar a mi decisión de dejar Madrid.
El único que no la tenía era yo precisamente. Desconcertado por todo aquello que de mí decían los periódicos, desgastado por el peso de mi primer invierno en la sierra, que fue largo y muy oscuro, como he dicho, yo era el único, parece, que desconocía mis intenciones tanto al abandonar Madrid como al perseverar en mi decisión. Porque pasaban los meses y yo seguía en la sierra. Se acercaba ya el verano, el segundo que pasaba en Miraflores (el anterior ni siquiera había ido a Gijón), y yo seguía en mi sitio, aferrado a mi pintura y a Lutero, que era mi compañero de purgatorio desde hacía meses. Lo había adoptado en la primavera, cuando apareció por casa buscando algo que comer (lo debían de haber abandonado en los pinares), y se quedó conmigo para siempre, aunque tardó en aceptarme como su dueño. Seguramente esperaba que volviera todavía el anterior, aquel que lo abandonó o que lo perdió, quién sabe. El caso es que Lutero, como lo bauticé por segunda vez a falta de saber su nombre auténtico, tardó tiempo en aceptarme como dueño y, cuando por fin lo hizo, lo hizo marcando distancias. Se veía que era un perro con carácter, pese a que, como yo, estuviera solo en aquel lugar.
La soledad nos unió, por tanto. La soledad me unió a aquel perrillo de la misma manera en que a él a mí y de la misma forma en que, hacía ya años, a mí me unió a aquellos jóvenes que, como yo, llegaban a Madrid procedentes cada uno de una ciudad diferente, decididos a conquistar el cielo.
Ahora, yo no quería otro cielo que la tranquilidad que me permitiera poder vivir y pintar en paz. Pero, desgraciadamente, las dos cosas a la vez son imposibles. Ya lo había intuido el primer año, cuando recalé en la sierra, pero cada vez me daba más cuenta. Sobre todo a medida que el buen tiempo y el verano se acercaban y, con él, la vida a la sierra: vivir y pintar en paz es imposible a la vez. Es la eterna paradoja del artista que yo ya había conocido cuando vivía con Julia y con Eva y que se venía a sumar a otras paradojas que también conocía desde hacía mucho: la que enfrenta la libertad con la seguridad, la que confronta el amor y la independencia, la que antepone la soledad a la compañía y al revés… Pero todo eso lo había experimentado en circunstancias completamente distintas a las de ahora. La desazón de la soledad la había vivido estando con gente, la de la pérdida del amor cuando ya comenzaba otro, la de la precariedad del tiempo sumido en plena vorágine. Ahora, en cambio, por primera vez en mi vida, vivía esas paradojas sin tener nadie a mi lado. Solamente aquel perrillo que me observaba durante horas mientras pintaba en la galería con ese gesto aburrido de quien piensa que estás loco o que acabarás estándolo como sigas haciendo mucho tiempo lo que haces.
Si lo pensaba en verdad, Lutero estaba en lo cierto. Si aquel perro pensaba que mi vida no tenía ningún sentido, allí solo en aquel pueblo y pintando sin cesar, se adelantaba a las convicciones que yo tardaría aún tiempo en descubrir por mi propia cuenta. Y es que, como ocurre, dicen, con las tormentas, que los perros barruntan siempre antes que los hombres, o con la muerte, que olfatean con horas, incluso días, de antelación, Lucero estaba ya anticipándose, si es que de verdad lo hacía, a mis propias convicciones personales. Convicciones que yo tardaría aún un tiempo en aceptar y asumir del todo, por cuanto aquel verano todavía tenía fuerzas para apechar con la soledad.
El problema vino a partir del siguiente invierno. Fue parecido al del primer año, aunque nevara bastante menos, pero yo ya no era el mismo de cuando llegué a la sierra. Aunque seguía convencido de que mi decisión de dejar Madrid había sido la mejor y pensaba mantenerla todavía mucho tiempo, yo ya no era el del principio, cuando llegué a Miraflores buscando un lugar tranquilo en el que poder vivir y pintar en paz. Un año de soledad, de alejamiento de mis amigos, de silencio y abandono generales había minado mis fuerzas y me había hecho entrever que el paso que había dado era más serio de lo que yo creía. Por eso ahora, a las puertas de otro invierno largo y frío, con otro largo rosario de semanas y de meses por delante, comenzaba a entender que aquél, por más que fuera buscado, exigía más fuerzas para afrontarlo de las que quizá yo tenía ya. Las que yo tenía al llegar me las daban más el miedo y la necesidad de huir de mi antigua vida que las verdaderas ganas de vivir en aquel lugar. Y ésas se terminan pronto, como el rencor o como la ira, al revés que las que nacen de la auténtica convicción.
Por eso, aquel invierno, al revés que el anterior, que me pareció hasta hermoso, al margen de que fuera frío y largo como todos, se me presentó de golpe y cayó sobre mi como una losa tan difícil como el tiempo de aguantar sin nadie al lado y tan gris como las nieblas que volvían a caer sobre la sierra. Esas nieblas invisibles y cerradas, como guedejas de lana de un gran rebaño prehistórico, que se agarran a los montes y a las ramas de los pinos y que parece que no van a levantarse ya nunca más.
V
Como yo muchas mañanas. En especial las del mes de enero, que me parecían más frías aún que las de diciembre.
Era a la vuelta de las Navidades, al regreso del viaje que hice a Gijón para pasarlas, como hacía siempre, con mi familia; es decir: con mi madre y con las de mis hermanos. Que se habían casado ya y tenían varios hijos cada uno.
Como siempre, volví de allí muy confuso. Por una parte, es verdad, me gustaba volver a verlos, sobre todo a mi madre, que ya empezaba a ser vieja, pero, por otra, cada visita me suponía una decepción por cuanto el tiempo, que es implacable, me hacía sentir cada vez más lejos de ellos, especialmente de mis hermanos, que, como mis amigos, tenían sus propias familias y ya no eran tan libres para quedar conmigo como quisieran. Al contrario: a algunos de aquéllos ni siquiera pude verlos, puesto que estaban pasando las Navidades con las familias de sus mujeres fuera de Asturias.
Volví, pues, un tanto triste, con la impresión de ser cada vez más extraño en mi ciudad. Una ciudad que seguía cambiando y que cada vez sentía más ajena. ¿Sería verdad aquello que leí alguna vez de que, en la tierra de nuestra infancia, todos somos extranjeros sin remedio?
Yo lo era ya en todas partes. En Gijón, donde apenas me quedaba algún amigo, y en Oviedo, porque de mi época de estudiante no quedaba ya nadie conocido. En Madrid, porque, desde que me fui a vivir a la sierra, la gente empezó a olvidarme, y en Miraflores, porque nunca me integré, ni lo intenté, en la vida de sus vecinos. Así que era un forastero en todos los sitios: en el que vivía ahora y en los que había dejado atrás; en los que había vivido más tiempo y en los que había vivido menos, como en Oviedo. Incluso me atrevería a decir que, a más tiempo, más sensación de ser extraño tenía. Es esa sensación de estar de paso que tiene más que ver con la percepción que con la naturaleza propia o de los lugares.
En mi caso, estaba claro. En Gijón me sentía un extraño más por lo que había vivido que por lo que había dejado al marchar de allí. En Oviedo, por la erosión del paso del tiempo. Y en Madrid, que era donde había vivido más tiempo (y donde, en cierta manera, seguía viviendo aún, puesto que era mi referencia a pesar de todo), porque ya estaba muy lejos de lo que podía ofrecerme, que era lo mismo que había dejado al marcharme. Pero… ¿y en Miraflores? ¿Por qué me sentía un extraño también en aquel lugar si era donde vivía desde hacía ya un año y medio?
Precisamente por eso: porque llevaba ya un año y medio viviendo en aquel lugar. Y porque, a pesar de ello, nada me unía a su gente, por más que yo creyera al principio ingenuamente lo contrario. Lo había creído al llegar, cuando me recibieron como a uno más, habituados como estaban a vivir de los madrileños, y lo seguí creyendo después, cuando, después del otoño, me empezaron a tratar de otra manera, al ver que yo no me iba. Pero todo era una falacia. Lo era el respeto con que, al principio, mis vecinos de colonia acogieron mi presencia junto a ellos (también les interesaba) y lo fue, después, la hospitalidad que derrocharon cuando supieron que no era un vecino más; que era un pintor conocido, aunque no lo pareciera por mi aspecto. Por mi parte, la mentira era también evidente. Aunque aparentara serlo, yo no era un vecino más (ni quería serlo de ningún modo) y, aunque, por educación, les diera conversación y les saludara, no tenía nada que ver con ellos. Así que, aunque lo ocultara, me sentía tan ajeno a Miraflores como cuando llegué allí por primera vez.