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Por fortuna para mí, volvió a llegar el buen tiempo. Y, aunque en la sierra, tarda en aposentarse, pronto los días se hicieron más luminosos y el campo empezó a brotar, como cada primavera. Lucero y yo, después de tan largo invierno, también volvimos a brotar de nuevo (el perro más que yo, puesto que era un cachorro aún). Reanudamos los paseos por el monte y las estancias en el jardín, que también comenzaba a resucitar y que exigía ya algún cuidado, siquiera mínimo, de mi parte. Eso unido al mejor clima y a la extensión de los días, que se iban alargando poco a poco nuevamente, sobre todo a partir del mes de abril, cuando el Gobierno cambia la hora (¡qué poder el de un Gobierno, que incluso alcanza a la luz del día!), hizo que por fin saliese de aquella especie de depresión que durante cinco o seis meses me había tenido encerrado en aquel viejo chalet de Miraflores.

Porque era una depresión lo que yo había pasado en aquellos meses. Aunque sonara duro decirlo así y me resistiera a decir la palabra en alto, lo que yo había pasado en aquellos meses era una depresión, por más que fuera bastante suave. Aquella desazón que me asfixiaba, aquel desasosiego que sentía al despertarme algunas mañanas, aquella melancolía que me dejaba casi sin fuerzas y que me mantenía durante días tirado en cualquier lugar era una depresión, si bien yo no la consideré tal hasta que, con la primavera, volví a sentir que de nuevo volvía a hervirme la sangre. Una sangre que hasta entonces había estado dormida como la savia de los cipreses o la de las enredaderas de los jardines de la colonia.

Cuando me lo reconocí a mí mismo, me asusté de mi propia vida. Sin duda había calculado mal mis fuerzas y empezaba a pagar las consecuencias de una decisión muy dura, fue la primera conclusión que extraje. Pero quizá era mucho más que eso. Quizá, además de las consecuencias de una decisión muy dura y sin duda tomada con precipitación, aquella melancolía que sentía ahora tenía raíces más profundas que la simple soledad de un par de inviernos. Tal vez tenía razón Reinaldo, mi vecino de chalet, que era siquiatra (trabajaba en Alcalá, en un hospital, e iba y venía todos los días a Miraflores), cuando me dijo que todos los esfuerzos dejan huella, da igual que sean físicos o anímicos, y que por eso uno debe medir sus fuerzas antes de dar cualquier paso. Sobre todo si ese paso es tan difícil como el que yo había dado al cambiar de vida después de muchos años viviendo en la ciudad.

El verano no me ayudó a olvidarme de aquel invierno. Al contrario, el buen tiempo y el calor, junto con la llegada de los veraneantes (que acudieron, como siempre, como pájaros a sus nidos), no sólo no me sirvieron para olvidarme de aquel invierno, sino que acrecentaron en mí sus ecos, que eran como los de un río, sólo que oscuro y muy subterráneo. A pesar del ruido y la gente, a pesar de los muchos coches que ahora quebraban la paz del pueblo y de las colonias, yo seguía oyendo los ecos de aquel río subterráneo y oscurísimo que seguía corriendo por mi interior. Aquel río de aguas turbias y fangosas, llenas del lodo de los viejos sueños, que quizá llevaba fluyendo dentro de mí desde que nací, pero que no empecé a escuchar hasta aquel invierno, pese a que el anterior ya había intuido su presencia. Quizá porque aquel invierno, aun a pesar de ser el primero que pasaba solo en la sierra, fue también el primero de mi vida en el que tuve conciencia de ser un río yo mismo. Un río tan lento y grande como el que oía ahora dentro de mi corazón.

VII

Sólo dejé de oírlo unos días, los que pasé con aquella chica que apareció de pronto en mi vida. Yo, que había abandonado hacía ya tiempo cualquier posibilidad de enamoramiento, incluso de simple sexo, en aquel lugar, de repente me veía reviviendo viejas pasiones y sentimientos adormecidos y hasta olvidados.

Fue tan fugaz como el propio tiempo. Aquella chica pecosa, veinte años casi menor que yo, que apareció de pronto en mi vida y me sacó de mi postración ni siquiera se quedó para asistir a la llegada de un nuevo otoño a la sierra y mucho menos a la del tercer invierno que yo iba a pasar en ella. Se fue en septiembre junto con su madre, como la mayoría de los veraneantes, dejándome de nuevo solo, si es que no lo había estado siempre. Porque aquel amor de verano, aquella pasión fugaz que trastornó del todo mi vida hasta el punto de impedirme trabajar y hasta pensar, no había sido más que eso: una pasión imposible, un espejismo fugaz semejante a los que a veces creamos nosotros mismos para poder seguir subsistiendo. Lo cual no me impidió sucumbir a él con el entusiasmo de un adolescente y con la entrega de un necesitado. Yo, que me creía ya a salvo de todo, excepto de mi pasión por la propia vida. Pero uno, a lo que se ve, nunca está a salvo de nada. Uno cree que es muy fuerte o que está ya curtido por dentro como una piel de tambor y, de pronto, aparece una mujer y te trasforma de arriba abajo. En mí caso, aquella vez, ni siquiera fue una mujer. Fue una muchacha de veinte años (veintidós, exageró, sin duda por vanidad) que apareció de pronto en mi casa para ver qué era lo que yo hacía. Según me dijo ella misma, estudiaba Bellas Artes en Madrid, ciudad en la que vivía desde que se trasladó a España desde Argentina junto a su madre, hacía ya muchos años. Estaban en Miraflores, en una urbanización nueva, pasando el mes de agosto, como tantos y tantos madrileños.

Me impresionó su espontaneidad. Desde el primer momento me deslumbró por su simpatía, pero, sobre todo, por su espontaneidad. Era la primera vez que alguien llamaba a mi puerta para interesarse por lo que yo pintaba. Y lo hacía sin dar muchas vueltas: presentándose en mi casa una mañana por sorpresa y entrando al ver que nadie le respondía. Yo estaba arriba, en la galería, con la música a todo volumen, concentrado en lo que estuviera haciendo, y no oí sus llamadas, entre otras cosas porque nadie solía llamar a mi puerta nunca. Así que, cuando la vi, subiendo ya la escalera que conducía a la galería, me quedé desconcertado y halagado al mismo tiempo. ¿Quién era aquella muchacha, tan bella, por otra parte, que se atrevía a entrar en mi casa sin presentarse ni llamar antes?

Era la primera vez que recibía una visita así desde que vivía en la sierra. Las demás habían sido todas de amigos míos y todas anunciadas previamente, a veces con mucho tiempo de antelación. Ésta era la primera que recibía por sorpresa y de una persona desconocida. Se llamaba Rosalía (se apresuró a presentarse ella) y era tan joven y tan hermosa que me pareció casi un espejismo. Incluso llegué a pensar por algún momento que tantas horas allí encerrado, sin dejar de pintar y sin hablar con nadie, me estaban empezando ya a pasar factura.

Pero la chica era de verdad. La chica era de carne y hueso y, a la vez, parecía despierta. En cuanto se recuperó del susto que le produjo hallarme en la galería, subió hacia ésta sin esperar a que yo la invitase a hacerlo y se quedó mirando a su alrededor. Dentro de mi general desorden, aquel día la galería estaba un poco aseada. Los cuadros ya terminados se apoyaban en filas por las paredes y los demás esperaban turno apilados en el suelo o amontonados sobre un armario. La chica dio varias vueltas observándolo todo con curiosidad y se quedó al final frente al caballete en el que descansaba el lienzo en el que yo trabajaba cuando llegó. Recuerdo que era un bodegón de los que yo pintaba en aquella época; un bodegón de pintor con todos los elementos del oficio dibujados o apuntados: óleos, pinceles, punteros, hasta los tarros de agua que solía usar como ceniceros… La chica lo miró durante un rato y luego me miró y me preguntó, muy seria:

– ¿Qué es?

– Un bodegón. ¿No lo ves?

– Ya. Ya sé que es un bodegón -dijo ella, volviéndolo a mirar-. Pero no entiendo qué significa.

– Nada -le dije yo, sonriendo-. No significa nada.

– Eso es lo que tú te crees -me respondió ella, contradiciéndome.

Me dejó desconcertado y sorprendido. Aquella chica, prácticamente una adolescente, con marcado acento argentino y con la cara llena de pecas, no sólo se presentaba en mi casa sin conocerme, sino que se permitía contradecirme, a mí, que era ya un pintor famoso.

Pero a ella, a lo que se ve, esto le daba lo mismo:

– Todo significa algo -siguió, contemplando el cuadro-. Si tú pintas bodegones es por algo. Como si pintas paisajes. O flores. O naturalezas muertas… Todo significa algo -repitió, convencida de lo que decía.

– ¿Tú crees? -le dije yo, sorprendido.

Me había sentado en la silla que utilizaba para leer. Una sillita de anea perteneciente seguramente a los primeros dueños de la casa.

– ¿Fumas? -le pregunté a la chica, que seguía enfrente del caballete, mirando el cuadro con atención.

Pero ella, en lugar de responder a mi pregunta, siguió con su conversación:

– Tú estás muy solo -me dijo, dejándome con el mechero suspenso en una mano y el cigarro en la otra, sin encenderlo-. Si no, no pintarías lo que pintas -añadió, acercándose a mí y quitándome el cigarro de entre los dedos y llevándoselo a la boca con un gesto decidido.

Me dejó desconcertado nuevamente. Aún más que antes, si era posible. Aquella chica desconocida, de la que sólo sabía el nombre y el origen, no sólo se presentaba en mi propia casa sin avisar, sino que se permitía sicoanalizarme. ¿Quizá porque era argentina?