– ¿Quién es ésa?
– ¿Cuál?
– La rubia.
No la conocía de nada. No la había visto nunca o, por lo menos, no la recordaba.
– Pues una mujer así no se olvida -confirmó Suso mi pensamiento mientras ella se acercaba lentamente hacia nosotros.
Venía mirando los cuadros. Parecía concentrada en su contemplación mientras a su alrededor la gente hablaba o se saludaba sin prestarles apenas atención. La mayoría eran desconocidos, clientes de la galería o profesionales de las inauguraciones. Gente que yo despreciaba entonces.
– El pintor -se apresuró a presentarme Suso, cuando Eva llegó a nuestro lado.
– Encantada -dijo ella, sorprendida.
– ¿Te gusta? -le pregunté, por la exposición.
– Mucho -dijo ella, y pareció sincera al decirlo-: Te felicito.
– Muchas gracias.
– ¿De dónde eres? -intervino otra vez Su-so, intrigado por su acento, como yo.
– De Suecia.
– ¡¿De Suecia?! ¿Y qué haces en Madrid?
– Estudiar -dijo ella, sonriendo.
– ¿Y qué estudias?
– Español.
– ¿Español? -exclamó Suso, como si le sorprendiera-. Pero si lo hablas perfectamente…
– No es verdad -dijo ella, avergonzada.
– Sí es verdad -confirmé yo, impresionado aún por su aparición.
Alguien llegó a interrumpirnos y ella hizo ademán de despedirse, pero no le di ocasión. No podía dejar que se marchase.
– Hay una fiesta ahora -le dije-. ¿Quieres venir?
– Gracias, pero no puedo -rehusó ella mi invitación.
– ¿Seguro? -insistí yo, pese a ello.
– Seguro -respondió ella.
– Nos veremos otro día, por lo menos -insinué yo todavía, por si acaso.
– ¡Quién sabe! -me dijo ella, alejándose.
– ¡En El Limbo, cualquier noche! ¡Pregunta, que es muy famoso! -alcancé a decirle aún, sin saber si me escuchaba.
Tardé en saberlo algún tiempo, el que pasó entre esa noche y la que apareció en El Limbo, casi dos meses después. Yo casi la había olvidado.
– ¡Hola!
– ¡Hola!
– ¿Te acuerdas aún de mí?
– ¡Claro! ¿Cómo no voy a acordarme? Una mujer así no se olvida -repetí la frase de Suso mientras me apresuraba a invitarla a sentarse.
Venía sola, como el día de la galería. Vestía el abrigo negro que también llevaba aquel día y me pareció más rubia de lo que la recordaba. Parecía sacada de una película de Ingmar Bergman.
– ¿Qué quieres tomar?
– Un café.
– ¿Solo?
– Americano.
Yo había quedado con Mario. Quizá con alguno más. Era una noche de invierno, víspera de Navidades.
– ¡Qué sorpresa! -le confesé abiertamente sin saber por dónde empezar.
– ¿Por qué? -me preguntó Eva, sonriendo.
– Porque ya no te esperaba.
– Pues ya ves -respondió ella sin dejar de sonreír-. No olvidé tu invitación.
– Me alegro -le dije yo, entusiasmado.
Hablamos hasta muy tarde. Antes de que aparecieran los otros, me la llevé a otro lugar y acabamos en El Sol, que era la discoteca de moda en aquellos tiempos. Por fortuna, apenas me encontré con conocidos que interrumpieran nuestra conversación.
– ¿Nos volveremos a ver? -le pregunté, ya en la calle, cuando nos despedimos.
– Quizá -dijo ella, como el día de la galería.
– Quizá no. Yo quiero volver a verte -le dije sin rodeos. El alcohol y la emoción me daban ánimos para hacerlo.
– Pues, entonces, nos veremos -volvió a sonreírme ella, mientras se subía a un taxi.
Nos volvimos a ver en enero, a la vuelta de las Navidades. Eva había ido a su tierra y yo también fui a la mía. Durante todo ese tiempo, no pude dejar de pensar en ella.
– Pensé que ya no volvías -le dije, cuando nos encontramos.
– ¿Por qué? -me preguntó ella, extrañada. -Porque estaba deseando verte.
– Y yo -me confesó Eva a su vez, convirtiéndome en el hombre más feliz de Madrid y del mundo en ese instante.
Nos acostamos aquella misma noche. En su casa, que compartía con una amiga. Nos acostamos aquella misma noche y al día siguiente seguimos juntos y ya no volvimos a separarnos. Sólo queríamos estar a solas.
Al principio, durante los primeros meses, Eva siguió viviendo en su casa, pero, al acabar el curso, se trasladó a vivir a la mía. Aquel año, terminaba sus estudios y con ellos el motivo que la había traído a Madrid. De no haberme conocido, se habría vuelto a su tierra.
Volvió, pero de vacaciones. Añoraba su país, pero le gustaba España. Y eso que los primeros meses fueron muy duros, según me contó ella misma. Apenas conocía a nadie.
Eva era de Estocolmo. Había crecido allí, en las afueras de la ciudad, en un barrio de inmigrantes y de obreros, pero procedía del norte, de donde habían venido sus padres. O, mejor dicho, su madre. Su padre los había abandonado, al parecer, cuando Eva era muy pequeña y, pocos años después, aquélla se trasladó a Estocolmo en busca de otro futuro. Eva recordaba aún la llegada a la ciudad de la mano de su madre y de su hermano y la desilusión que sintió al llegar a la estación y ver que nadie los esperaba. Eva estaba convencida de que iba a ver a su padre.
Vivió allí hasta que vino a España. Lo hizo para perfeccionar su español, que había estudiado en la Universidad con ayuda de becas y de su propio trabajo. Como todos sus amigos, a los dieciocho años, Eva se había independizado y desde entonces vivía sola en la ciudad, en un piso de alquiler que seguía conservando todavía. Se lo había prestado a una amiga mientras ella estaba en España.
Iba a estar sólo aquel año. El que duraba el curso de su licenciatura y que le daría el título de profesora de español. Pero aquel curso se prolongó dos años. Los que hacía ya que la conocía la noche en la que yo recordaba aquello.
Habían pasado muy rápido. Más incluso de lo que yo mismo pensaba (últimamente el tiempo se me escapaba como si fuera un pez de las manos). Además, aquellos años habían sido tan intensos que me parecían meses, ahora que los recordaba.
El primer año, Eva y yo lo pasamos prácticamente juntos. Ella aún no trabajaba y teníamos todo el día para nosotros o para estar con nuestros amigos. Eva seguía viviendo en su casa, pero la mayoría de las noches se quedaba a dormir conmigo. Luego, cuando se trasladó a vivir definitivamente a mi casa, ni siquiera necesitó ya ir y venir, como había hecho durante meses.
Fue un año para el recuerdo. Por lo menos para mí. Después de varios sin rumbo fijo, cuando ya empezaba a cansarme de perder el tiempo buscando lo que ni siquiera sabía qué era, volvía a encontrar la estabilidad que había perdido al dejar a Julia. Una estabilidad que yo entonces desprecié, en aras de la libertad, pero que echaba de menos desde hacía tiempo, pese a que nunca lo reconociera en público.
Eva se encargó de dármela. Con su dulzura y su suavidad, Eva me devolvió la tranquilidad que ya empezaba a desear y que me permitió de nuevo concentrarme en la pintura, que era lo que deseaba. Aquel invierno, además, ella empezó a trabajar. Como lectora de inglés, en una escuela de idiomas. Un trabajo eventual y pasajero, pero que le permitía vivir e incluso ayudarme a mí cuando las cosas no me iban bien. Algo que me sucedía a menudo, si no vendía algún cuadro.
Pero Eva añoraba su país. Aunque le gustaba España (y aunque nunca demostró deseos de regresar, al menos durante el tiempo que compartió su vida conmigo), añoraba su país y soñaba con el día en que yo pudiera ir a conocerlo. Algo que para mí era otro sueño, puesto que apenas ganaba entonces para vivir.
Pronto, no obstante, el sueño se hizo posible. A raíz de una nueva exposición (la segunda en año y medio), vendí algunos cuadros más y, aunque lo celebré como de costumbre, esto es, invitando a mis amigos a cenar y a tomar copas durante varios días, al final pude ahorrar el dinero necesario para el viaje. Tampoco necesitábamos demasiado, puesto que en Estocolmo teníamos su casa.
Durante toda la primavera, Eva estuvo preparando el viaje. Con ayuda de sus fotografías, que ya me había enseñado muchas veces, y de una guía de Suecia, me mostraba los lugares que quería visitar y a la gente que veríamos a lo largo de nuestro viaje. Un viaje que se presumía muy largo, puesto que su deseo era llevarme a su pueblo, que estaba a mil kilómetros de Estocolmo, casi al lado de la raya con Finlandia.
Yo la escuchaba con atención, más por ella que por mí, consciente de que, al hacerlo, contribuía a aliviar su nostalgia. Un sentimiento que yo entendía muy bien, puesto que, a veces, me embargaba a mí también, al recordar mi tierra y a mi familia. Aunque los tenía más cerca que ella, también yo los añoraba.
Pero, a medida que el verano se acercaba, comencé a dudar del viaje. Más que del viaje en sí, de su oportunidad. Desde hacía tiempo sentía que una etapa de mi vida se acababa aquel verano y me daba miedo tener que enfrentarme a ello cuando regresara de él. Pero a Eva no podía confesárselo. Ni siquiera podía dejar que lo intuyera. Ella era en gran parte la culpable de lo que estaba pasando entonces (no por ella, sino por el momento en el que apareció en mi vida) y, además, estaba tan feliz con aquel viaje, el primero en que la acompañaba a su país, que cualquier duda por mi parte la habría decepcionado. Por eso, hasta el último momento aparenté que seguía manteniendo la ilusión del primer día e incluso, aquella mañana, se lo había repetido una vez más. Algo que de ningún modo era cierto, por cuanto desde hacía días la sola idea de irme de viaje me perturbaba.
Me perturbaba y me daba miedo. Miedo al viaje y miedo a regresar y miedo, sobre todo, a enfrentarme a mi futuro; un futuro que veía cada vez con más temor. Por eso estaba tan raro (nervioso, pensaba Eva) y por eso, ahora, en El Limbo, mientras en la soledad del váter intentaba despojarme del bochorno de la noche y los recuerdos, yo me sentía tan solo, tan melancólico, pese a que Eva estaba conmigo.