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V

Cuando regresé del váter, todo seguía en su sitio: César tocando el piano, Rico sentado en su sitio, Julito y Pepe en torno a la barra… Pero ahora los veía diferentes. Con las ideas más frescas y el pelo recién mojado, todo me parecía aún más quieto, como si mi despertar hubiera coincidido al mismo tiempo con una mayor postración de aquéllos. Seguramente, pensé, así me debían de ver ellos a mí, sólo que yo no me había dado cuenta antes.

– ¿Otra cerveza? -le dije a Rico, al volver.

– Si insistes… -aceptó él, reclamando con un gesto la presencia de Julito en nuestra mesa.

Julito llegó en seguida, trayéndonos las cervezas. Ni siquiera hizo falta que se lo especificáramos.

– Os vais a emborrachar -eso sí, nos advirtió.

– A ver si es cierto -le dijo Rico, sarcástico.

– Ya. Luego, a ver quién os aguanta.

Julito se alejó con su caminar extraño (era zambo, aparte de homosexual) y El Limbo regresó a la postración en la que permanecía desde hacía horas. Incluso, me parecía más decadente que antes.

– Esto parece el Titanic -le dije a Rico, indicando el bar.

– ¿Tú crees? -me respondió éste, mirándolo.

– Sólo faltan los icebergs -proseguí, contemplando hasta qué punto en aquel momento El Limbo respondía a aquella imagen.

En efecto. Salvo los icebergs y el calor, todo en él lo recordaba: el pianista, la tripulación impávida, los pasajeros inmóviles esperando en nuestros sitios, igual que los del Titanic, el inminente naufragio… Hasta los ventiladores, con su ruido persistente y circular, parecían anunciar la proximidad del drama.

– Pues habrá que echarse al mar -me dijo Rico, sarcástico, contemplando también él la paz que nos rodeaba.

La paz se quebró de pronto al dejar de tocar César. El silencio que siguió hizo que algún cliente se despertara.

– ¿Qué hora es? -se oyó preguntar a uno. -Las doce -respondió Pepe.

En realidad, era ya mucho más tarde: las doce y media, según el reloj del bar, que era el único a la vista. Buena hora, pensé yo, para que llegara Suso.

Pero Suso no llegaba. Ni Suso ni ningún otro. Desde hacía un rato, incluso, ni siquiera se veía pasar gente por la calle. ¿Quedaría alguien en Madrid?

Sí, sin duda quedaba alguien. Aparte de los que estábamos en El Limbo y de los que también habría en los bares y terrazas de la zona, quedaban Suso y Eva y algunos más como ellos. Gente que estaría esperando, como nosotros, que la tormenta llegara al fin.

Pero tampoco ésta llegaba. Incluso, desde hacía rato, parecía todavía más lejana. Ni siquiera se veían ya relámpagos a lo lejos.

Otra noche, hacía ya años, había vivido algo parecido. No era verano, sino febrero, y hacía frío aquella noche. Según la radio, unos militares habían tomado el Congreso (fue la última intentona del franquismo) y la ciudad estaba desierta, con todo el mundo en sus casas. En la nuestra, aquella noche, nadie se fue a dormir. Quien más quien menos tenía miedo y todos permanecimos despiertos hasta el final; hasta que la radio dijo que todo había terminado. La intentona militar se saldó sin consecuencias (para lo que podía haber sido), pero el silencio de aquella noche se me quedó grabado en el alma. Era un silencio inquietante, oscuro, como la noche. Un silencio tan hostil como el que ahora me rodeaba.

El silencio se rompió en cuanto César volvió a tocar. Yesterday fue la canción que eligió para seguir. Sin duda, un tema muy apropiado para lo que estaba pensando yo.

– ¿A ti te preocupa el tiempo? -le dije a Rico, por la canción.

– ¿El tiempo? -me preguntó.

– El tiempo. El que se nos va.

– Como a todos, supongo -dijo él. -Ya. Pero a unos les preocupa más que a otros.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no?

– No sé -me contestó él con indiferencia, a la vez que me ofrecía otro cigarro. Era su forma de decirme que la conversación no le interesaba.

– Pues a mí sí me preocupa -insistí yo, sin embargo.

– Eso es que te estás haciendo viejo -me dijo él, sonriendo.

– Será -le respondí yo, encendiendo el cigarrillo y volviendo a los recuerdos que la música de César me traía.

Eran recuerdos de hacía ya años. Recuerdos de aquella época en la que todavía yo estaba descubriendo la vida y la ciudad y no, como ahora, añorándola. ¿Sería verdad que me estaba haciendo viejo?

Me revolví en la silla, nervioso. Cuanto más me esforzaba en no pensar, más me llevaban los pensamientos en dirección a la misma idea. ¿Sería la música la culpable?

¿La música o la cerveza? Porque, entre unas cosas y otras, ya me había tomado cuatro. Pese a lo cual, seguía sudando como si el cuerpo no las notara.

Y es que el bochorno era cada vez más fuerte. La poca gente que había guardaba un hondo silencio, como si de esa manera quisieran contrarrestarlo, y hasta César, en su sitio, parecía adormilado. Sólo los ventiladores seguían girando en el techo, esparciendo el calor entre las mesas, más que ayudando a aliviarlo.

Otra noche, a la hora a la que estábamos, El Limbo habría sido un infierno con el calor que ahora hacía. Por eso, hasta agradecía que apenas hubiese gente. Ya me había resignado a pasar la noche solo y ahora hasta me gustaba.

Cada vez me gustaba más. Estar solo, me refiero. Al contrario que de niño, cuando constantemente buscaba la compañía de otras personas, de mis hermanos, de mis amigos, con tal de no estar a solas, en los últimos tiempos me había vuelto más exigente y, por lo tanto, más solitario. Me gustaba pasear por la ciudad mirando, al pasar, a la gente, y también estar en casa cuando ésta estaba vacía. Aunque esto era más difícil. Aunque, desde hacía ya tiempo, nuestra casa ya no era la pensión abierta a todas horas que fuera durante años, todavía seguía atrayendo a las visitas y sirviendo de refugio a algún amigo. Pero, aun así, conseguía quedarme a solas en ella. Sobre todo aquellos días en los que las tormentas habían barrido Madrid.

Por las mañanas, especialmente, solía estar solo en casa. Eva se iba a trabajar y Suso y quien estuviera dormían hasta muy tarde. Entonces, yo me ponía a pintar y lo hacía hasta bien avanzado el mediodía sin que nadie interrumpiera mi trabajo. Por las tardes, en cambio, eso era más difícil. A partir del mediodía comenzaba a llegar gente (o a despertarse, la que había en casa) y el salón se convertía en una especie de embarcadero en el que todos desembocaban. Así que difícilmente podía seguir pintando.

Aquella tarde, no obstante, había podido pintar. El bochorno y la tormenta no sólo barrían las calles, sino que desanimaban a las visitas. Así que pude estar solo y pintar durante horas, protegido, como el resto de la gente, del calor tras las persianas a medio echar.

Tras las persianas a medio echar y con el ventilador al lado, pasé, en efecto, aquel día pintando y oyendo música y sintiendo, sobre todo, a medida que las horas transcurrían, una enorme y creciente frustración; la frustración que me producía observar cómo las horas pasaban detrás de aquéllas mientras yo le daba vueltas y más vueltas a aquel cuadro que quería terminar antes de irme.

Era un cuadro muy sencillo, un óleo sobre madera que quería darle a Eva como recuerdo de aquel verano. Se llamaba precisamente así: El verano. Representaba un Madrid vacío (el que veía desde hacía un mes) y había empezado a pintarlo hacía ya varios días con intención de acabarlo pronto. Pero no lo conseguí. No acababa de gustarme. Por más que lo retocaba, no lograba trasmitirle la emoción ni el impulso que lo había originado. Al contrario, cuanto más lo corregía más se alejaba de aquéllos, o así me lo parecía. Por eso, aquella mañana, empecé a llenarlo de hojas, no porque el cuadro me las pidiera, y por eso lo rompí cuando, después de pintarlas durante toda la tarde, me di cuenta de que eran solamente una disculpa para disimular mi incapacidad.

Pero ahora aquella imagen la tenía ante mis ojos: desnuda, resplandeciente, sin nadie que la borrara. Aunque cerrara los ojos, no podía rechazarla. No tenía otro remedio que continuar pintándolo, una hoja y otra hoja y, así, hasta el infinito, mientras la noche seguía su marcha en dirección al amanecer y la tormenta se iba acercando.

Una tormenta, la de aquel día, que parecía que iba a arrasar Madrid.

VI

– ¡Bebed, que el mundo se acaba!

La voz de Cubas me despertó y me sobresaltó a un tiempo. A mí y a todos los que estábamos en El Limbo. Era una voz cavernosa, siniestra, como su dueño.

– ¿Estás seguro, Cubas? -le preguntó Julito desde la barra.

– Por supuesto -dijo Cubas, saludándonos a todos con un gesto y ocupando una mesa al lado de donde estábamos Rico y yo.

– El que faltaba -me dijo éste, mirándolo.

Lo dijo con ironía, como si le diera igual. Y, la verdad, poco debía de importarle que hubiese llegado Cubas o que, en efecto, llegase el fin del mundo, como éste venía anunciando. Aunque se veía que Cubas le incomodaba un poco con su presencia, como les pasaba a muchos. Por eso andaba solo por los bares.

Pobre Cubas, tan culto y tan solitario. Sus amigos, si es que alguna vez los tuvo, lo habían abandonado igual que a un coche inservible y de su familia tampoco sabía nada. Según él mismo contaba, le había retirado hasta el saludo, al parecer, después de manchar su nombre disfrazándose de obispo e intentando decir misa en la catedral de Astorga, en un gesto iconoclasta que le costó el destierro de su provincia y el aborrecimiento de su familia, que lo desheredó en favor de sus hermanos. Unos hermanos que desde entonces nunca más volvieron a preguntar por él.