– ¿Y tú por ellos?
– Tampoco -decía Cubas, muy digno, cuando se lo preguntábamos.
Pobre Cubas, tan culto y tan desgraciado. Él sí que se iba a quedar aquel verano en Madrid, igual que todos los años. ¿Adónde podía ir? Ni tenía familia, ni amigos, ni dinero para irse. Por no tener, no tenía ni donde caerse muerto, aunque a él no le importara.
No era el único en aquellas circunstancias. Sin necesidad de salir del Limbo, podía citar a varios. A Romero, por ejemplo, el poeta conceptual, como él se autodefinía, que nunca tenía dinero para poder pagarse el café, pese a ir siempre trajeado y con corbata, o a Cecilio, el anarquista, cuyo relato del atentado que perpetró contra Franco en pleno Valle de los Caídos hacia finales de los cincuenta (el único, según él, que sufrió el dictador, bien es cierto que sin llegar a enterarse: al parecer, la bomba de Cecilio hizo explosión a más de dos kilómetros de aquél y diez minutos después de que se hubiese marchado) apenas le servía ya para pagar la pensión y las facturas del restaurante donde comía todos los días. Pero eran hombres felices. Al menos, yo nunca los vi quejarse de su infortunio, ni en público ni en privado. Al contrario, estoy seguro de que se consideraban unos privilegiados.
Y lo eran, a su modo. Vivían como querían, sin tener que trabajar ni obedecer a nadie, se dedicaban en cuerpo y alma a sus aficiones (la poesía conceptual, en el caso de Romero, y la revolución, en el de Cecilio y Cubas) y eran dueños absolutos de sus actos. Aunque tuvieran que pagar un alto precio por ello. El precio de la libertad, como lo llamaba Mario.
Pobre Mario. ¿Acabaría un día como ellos? ¿Acabaría un día como Romero, contándoles a los jóvenes sus éxitos literarios, o, al contrario, triunfaría de verdad y se convertiría en un escritor de culto? ¿Y yo? ¿Qué suerte me esperaría cuando pasaran los años?
Volví a encender un cigarro. Le ofrecí otro a Rico, que seguía ausente, como si a él no le preocupara nada. Era su actitud de siempre, sólo que acentuada esa noche por el calor.
– Trae -murmuró, sin cambiar el gesto, aceptando el cigarrillo que le daba-. A ver si reventamos de una vez…
Nosotros no, pero El Limbo estuvo a punto de hacerlo al contacto con la llama del mechero; tan tensa estaba la atmósfera. Parecía como si ésta, en lugar de oxígeno, tuviera electricidad.
– Como no descargue pronto -le dije a Rico, mirando el cielo-, va a ocurrir una desgracia.
Estaba negro, como la noche. Como el del Limbo, sólo que sin estrellas. Las ocultaban las nubes que, desde hacía ya una semana, sepultaban los tejados y las luces de Madrid y las antenas de las televisiones, que eran lo único que se veía. Porque el cielo no se veía. Era una mancha borrosa que se ocultaba detrás de aquéllas y que se resquebrajaba sólo cuando, en la madrugada, las tormentas conseguían finalmente desatarse. Aunque esto no ocurría siempre. Había noches, al contrario, en las que el calor era tan intenso que las nubes se quedaban suspendidas en el cielo, como si estuvieran muertas, hasta que desaparecían con el amanecer sin conseguir arrojar su carga. Y, al día siguiente, el calor era aún más insoportable. Era lo que sucedía aquel día y lo que sucedería al siguiente, si es que tampoco llovía. De ahí lo de la desgracia.
– Ojalá -me dijo Rico, mirando ahora también el cielo, pero a través del espejo que tenía enfrente, para no tener que volverse.
Lo dijo por decir algo. Por seguirme la conversación. ¿Qué le preocupaba a él, parecía querer decir con su gesto, lo que ocurriera allá fuera, si a él nada le interesaba?
Y, en cierto modo, tenía razón. Si nada le interesaba, si lo único que él quería era seguir bebiendo y fumando igual que todas las noches hasta que cerrara El Limbo o el último bar abierto, si incluso esto podía hacerlo en su casa, ¿qué podía, ciertamente, preocuparle? ¿La soledad? ¿El paso del tiempo? ¿Una simple tormenta de verano?
Pero a mí sí me preocupaban. La soledad y el paso del tiempo y la tormenta que se aproximaba. Que no era sólo la que se veía en el cielo, sino la que se anunciaba detrás de ella. La tormenta de un verano que se iba poco a poco, como todos los veranos de mi vida, sin que me diera tiempo apenas de disfrutarlo.
Y es que, desde hacía ya tiempo, cada verano era como una gaseosa, como uno de aquellos refrescos humildes y prehistóricos que todavía yo conocí en los bares de los pueblos y ciudades de mi infancia y que a mi padre le costaron su primer disgusto serio cuando tenía sólo diez años. Al parecer, a cambio de ayudar a los suyos a trillar todo un verano, mi abuelo le prometió comprarle una gaseosa para él solo cuando llegaran las fiestas, cosa que en efecto hizo, aunque no con los resultados que deseaba. Según contaba mi padre, entre la fuerza de la gaseosa y la emoción del momento, que tanto había esperado, se le fue toda por el suelo sin que le hubiese dado tiempo de probarla.
La historia de la gaseosa, que he contado a mis amigos muchas veces (unas atribuida a mi padre y otras a otros, porque me parece triste; lo entenderás tú también un día), vuelve siempre a mi memoria al llegar cada verano. No al final, cuando ya sé que de nuevo he vuelto a desperdiciar un verano más, como a mi padre le ocurrió con la gaseosa, sino al principio, cuando empiezo a sospechar que volverá a ser así sin que, a pesar de ello, esa sospecha me sirva para parar el tiempo o ralentizarlo.
Normalmente, hasta aquel año, los veranos los solía repartir entre mi Gijón natal, donde me esperaban siempre mis amigos de infancia y de juventud, y la casa que mis padres conservaban en el pueblo de mis abuelos maternos, reconvertida ya hacía algún tiempo -a raíz de la muerte de aquéllos-en casa de vacaciones. Aunque, a decir verdad, yo cada vez iba menos a ésta. Prefería quedarme en Gijón aprovechando que ellos no estaban y desgranar los días entre la playa (la vieja playa de San Lorenzo, en la que aprendí a nadar) y las tertulias en el Café Dindurra, donde me reunía con mis amigos todas las noches. Eran los mismos de hacía ya años: Ginés, mi compañero del Instituto, Amieva, Torio, Mariano, Manolo el de La Calzada y, sobre todo, Eduardo. Algunos ya no vivían en la ciudad, como yo, pero volvían todos los años.
Y es que para todos nosotros Gijón era una referencia, un lugar de refugio y de reencuentro, un puerto al que regresar cuando las cosas no iban muy bien. Cuando estaba lejos de ella, su perfil difuminado me acompañaba siempre en el horizonte, incluso al cabo de mucho tiempo, y, cuando regresaba, me recibía como esa madre que siempre espera a sus hijos. Ciertamente, había en mi relación con ella un cierto instinto freudiano. El mismo instinto freudiano que me hacía mantener aquellos viejos amigos, a pesar de que la vida nos había ido alejando poco a poco y a pesar de que el tiempo iba dejando su huella en todos nosotros. Un instinto, quizá una necesidad, que ellos debían de sentir también, puesto que todos eran fieles a sus citas con Gijón, especialmente a la del verano.
Yo lo fui durante años. Todavía sigo siéndolo hoy, aunque de forma mucho más breve, entre otras muchas razones porque ya no tengo casa ni familia en la ciudad (a raíz de morir mi padre, mi madre regresó al pueblo y desde entonces sólo vuelve de visita o por alguna necesidad). Pero, a mediados de los ochenta, con treinta años recién cumplidos, mi relación con Gijón era todavía muy fuerte. Aunque llevaba diez años fuera, a los que habría que añadir los tres que pasé en Oviedo cuando comencé a estudiar en la Universidad y volvía solamente los domingos, mi relación con Gijón seguía siendo la del hijo que necesita volver a casa de cuando en cuando. En Navidad y en Semana Santa, pero sobre todo en verano, jamás falté a mis citas anuales con Gijón hasta aquel año. Aquel año era el primero en el que faltaría a la principal de todas (de hecho, faltaba ya desde hacía un mes), lo cual, aparte de entristecerme, acentuaba la sensación de desvalimiento que desde hacía ya tiempo me perseguía. No sólo iba a cambiar de vida, como intuía desde hacía meses, sino que el cambio ya había empezado.
Y lo peor era que nadie parecía darse cuenta. Ni, en Madrid, mis compañeros de piso y de profesión, ni, en Gijón, mis amigos de juventud. O, si se daban cuenta, lo disimulaban. Quizá porque ellos necesitaban cerrar también los ojos ante la realidad.
Pero la realidad era la que era. Aunque la rechazáramos, como yo había hecho con aquel cuadro que acababa de romper hacía unas horas, la realidad se imponía siempre como si fuera una gran tormenta. Así, al menos, me ocurría cuando, al final de cada verano, me despedía de mis amigos y de las tertulias del Café Dindurra, que terminaban siempre de madrugada en el último bar abierto o en el malecón del puerto, mirando el amanecer.
¡Cómo los añoraba ahora! Desde que empezó el verano, pero sobre todo ahora, cuando se acercaba agosto y, con él, el centro del verano, añoraba aquellas noches y a los amigos con los que las compartía, que estarían ahora, como todos los días a esa hora, en el rincón del Café Dindurra o en la terraza del San Miguel, discutiendo y charlando, como siempre, de lo humano y lo divino, mientras yo asistía aburrido a la desolación del Limbo y sus parroquianos. ¿Se acordarían de mí siquiera?